En uno de los capítulos de Los Simpson, el travieso niño protagonista participaba en un telediario infantil con una sección propia de reportajes sentimentaloides: 'La gente de Bart'. A menudo, ese episodio ha sido usado para alertar sobre el sensacionalismo y las maneras de desinformar o sencillamente llenar minutos sin ofrecer nada que se parezca a una información relevante. Un periodista veterano de la serie daba un consejo al chico: “Llegar al corazón para nublar la mente”.
En los últimos años, el veteranísimo actor y director Clint Eastwood parece estar construyendo un panteón de 'La gente de Clint'. Su filmografía reciente se compone de retratos cinematográficos de presuntos héroes reales como el soldado de El francotirador, el piloto de avión comercial de Sully o el guardia de seguridad Richard Jewell en la obra de título homónimo.
A su manera, el realizador ha ido desarrollando una crónica de la historia contemporánea estadounidense a través de películas sobre individuos, complementadas por narraciones de grupo (15:17 Tren a París) o que difícilmente podríamos considerar heroicas (Mula).
A pesar de que llegan a transmitir una notable sobriedad estilística, estos biopics no dejan de proyectar las preocupaciones del realizador y sus tomas de posición (en ocasiones más bien escandalosas) dentro de las guerras culturales.
Richard Jewell, por ejemplo, sirve para criticar una persecución mediática e institucional sufrida por su protagonista, que pasó de héroe efímero a investigado por su detección temprana de un atentado en los Juegos Olímpicos de Atlanta. La obra trata de la irresponsabilidad periodística y la fijación policial con un sospechoso, y critica las conjeturas convertidas en falsas certezas que destruyen a individuos inocentes.
Eastwood apuesta por el drama sin forzar el thriller. Dimensiona el factor humano de la historia, pero no idealiza a su protagonista: Jewell es representado como un fanático de las armas (aunque esto se aborde casi como un gag) que podría considerarse tanto un buen hijo como un treintañero inquietantemente apegado a su madre.
También se muestran sus tendencias al uso arbitrario de la autoridad cuando estaba empleado en un campus universitario. De esta manera, el director de Sin perdón abraza una cierta complejidad mientras dimensiona el deseo aparentemente sincero de servicio público (entrelazado con un serio problema de autoestima) del personaje.
Parece que los responsables del filme (el firmante del guion es el versátil Billy Ray, capaz de trabajar en proyectos tan dispares como Capitán Phillips o Terminator: Destino oscuro) intentan no ser deshonestos en su dibujo de un héroe inesperado con algunos rasgos amenazantes. Sencillamente, se limitan a compensar su escaso carisma dimensionando el personaje de un visceral abogado, interpretado por Sam Rockwell, que vitamina el relato.
En cambio, han tomado un polémico atajo (o aderezo) narrativo que, al tratarse de un audiovisual sobre hechos reales, deviene difamatorio. Una periodista inicia la persecución mediática de Jewell gracias a una filtración del FBI... que consigue a cambio de sexo.
Se atribuye a una reportera auténtica y ya fallecida, Kathy Scruggs, una conducta con ecos misóginos sin respaldo documental. Más allá de que la injuria choca con la supuesta crítica a la difusión pública de especulaciones, esta decisión ha relegado el debate sobre un abuso comprobado: el intento de engañar a Jewell para poderle interrogar sin que fuese consciente de ello.
En la película, la culpa recae en un agente federal inventado. Las fabuladas prácticas de Scruggs, en cambio, se atribuyen a alguien real. Quizá porque ella no forma parte de esa gente de Clint a la que hay que admirar y defender: hombres que defienden sus razones contra una sociedad equivocada o reticente.
Contra el sistema, a veces
En el contexto presente y fuera de la pantalla de cine, Richard Jewell adquiere connotaciones añadidas. Para empezar, el gusto por mostrar individuos vapuleados y fiscalizados por las instituciones remite a la mezcla de orgullo y victimismo de la derecha estadounidense. Y parece tomar partido en la pugna entre establishments que encierra la constante crítica del trabajo de periodistas y trabajadores gubernamentales verbalizada por Donald Trump.
Estos sesgos ideológicos eastwoodianos no tienen por qué ser relevantes, pero al margen de estas alineaciones de fondo (una derecha estadounidense que proyecta una especie de anarcocapitalismo asimétrico) o de coyuntura (el trumpismo, cuyo legado específico está por ver), la representación del mundo que nos suele ofrecer el autor de Banderas de nuestros padres sí plantea ciertas limitaciones. Porque proyecta atracción hacia concepciones muy esquemáticas de la razón y el deber.
Valga como ejemplo el drama bélico Cartas desde Iwo Jima, donde un mando japonés está fascinado por una misiva escrita por la madre de un soldado enemigo. “Haz siempre lo correcto porque es lo correcto”, escribió la mujer. Podemos imaginar que la frase resulte convincente para un militar, acostumbrado a tener que obedecer unas órdenes que no pueden cuestionarse, pero resulta más extraño que un narrador veterano parezca adoptarlas como una lección de vida válida.
También El francotirador gira alrededor de una simplificación: los humanos están divididos en ovejas, lobos y perros pastores. La violencia que deban emplear estos últimos no es motivo de preocupación. Chris Kyle, militar con decenas de muertos a sus espaldas, es un protector de la seguridad en tiempos de Al Qaeda.
La defensa del inocente, como ese “haz siempre lo correcto porque es lo correcto”, es una abstracción que pueden legitimar cualquier acto si se plantea sin límites ni preguntas añadidas. Incluso puede avalar una guerra preventiva cuya finalidad presuntamente protectora de unos ciudadanos pasa por la agresión a otros.
Hollywood no ha acostumbrado a cuestionar la política exterior estadounidense más allá de elevar una queja autocompasiva sobre los efectos de la denominada guerra contra el terrorismo en los soldados propios. Una crítica en profundidad quizá implicaría una revisión crítica del pasado propio, con la II Guerra Mundial y sus bombas atómicas e incendiarias incluidas, que puede estar fuera del alcance de Eastwood. Richard Jewell, en cambio, ofrece más facilidades para la autocrítica nacional como historia acotada de una injusticia objetivable sufrida por un compatriota culpado por el crimen de otro.
Quizá Eastwood y compañía vieron tan fácil defender a su biografiado ante la audiencia que pudieron reconocer que este sentía una poderosa inclinación hacia el ejercicio del poder que confiere una placa. Por ello, su asunción de una cierta complejidad resulta apreciable pero no extraordinaria: la constatación final de inocencia garantiza la capacidad persuasiva de esta defensa fílmica de la dignidad del individuo (perfecto o imperfecto) frente a los abusos institucionales.
Esta vez, el realizador puede permitirse criticar a un enemigo interior denunciando las trasgresiones del protocolo por parte de miembros del FBI, un blanco más cómodo que el Ejército para la derecha estadounidense. La defensa de las garantías constitucionales del sospechoso ante un agente, que irónicamente proviene del actor que interpretó a un policía de gatillo fácil como Harry Callahan, nos recuerda que no solo podemos apreciar los rastros de clasicismo de Richard Jewell, o el sugerente tono meditativo de Sully. También podemos suscribir ocasionalmente los dardos que lanza su realizador, aunque sea con reservas y aunque su brújula ética nos dirija siempre hacia a la derecha.