El 3 de diciembre de 1976 se estrenó Rocky. La película se convirtió en un inesperado éxito comercial y generó seis entregas más. Escrita y protagonizada por un entonces desconocido Sylvester Stallone, la historia se desarrollaba en un barrio obrero de Filadelfia. Rocky Balboa era uno más, un chico del barrio, un hombre que vivía y se expresaba como boxeaba: con una cierta tosquedad, pero también con fuerza y corazón. Era alguien que quería ligar con la chica de la tienda de animales y vivía en un piso nada glamuroso.
La primera aparición del protagonista tiene lugar en un tugurio: gana un combate de baja estofa que le reporta 40 dólares. Al llegar a su hogar, compara la imagen de su rostro amoratado en el espejo con una fotografía del niño que fue. El protagonista está deseoso de recuperar su orgullo y tendrá la oportunidad de demostrarlo. Porque la película es un cuento de superación.
Una ciudad de conflictos atenuados
En apariencia, el filme puede recordar a otras historias de la América desencantada de los 70. Predominan las calles sucias de una gran urbe, a la manera de Taxi Driver. Aun así, a diferencia de lo que sucedía en la película de Scorsese, la ciudad de Rocky no es demasiado hostil. Los cubos de basura son, de nuevo, el recipiente de fogatas que calientan las manos de los hombres de vida callejera. Pero no se trata de personas sin hogar o criminales al acecho, sino de jóvenes que cantan y beben.
El barrio es representado en clave amable, al límite de un pintoresquismo paternalista que sí estallaría en Rocky II y su ridiculización del nuevo rico. Esa representación tiene diversas lecturas posibles. Se puede valorar que el cine comercial representase los barrios con un cierto cariño, en lugar de hablar de violentas junglas habitadas por seres infrahumanos. Y loar que el héroe no fuese un hombre ilustrado de clase media. O que lugares propios de los extrarradios, como un matadero o unas vías de tren, fuesen escenarios memorables de una historia de dignidad.
Con todo, también podemos cuestionarnos si sus responsables evitaron las realidades más conflictivas. Si nos ofrecieron una visita turística, algo engañosa, por un barrio obrero más o menos alterado. Un lugar en el que incluso un prestamista resulta relativamente amable y no está explícitamente vinculado con la mafia, a pesar de que su actividad y entorno remiten al crimen organizado. El mismo Rocky trabaja de cobrador, pero tiene tanta sensibilidad que no le rompe los pulgares a un moroso.
Dicen los cronistas que, a lo largo de la producción del filme, se limaron algunas aristas del guión. Al parecer, el entrenador de Balboa era explícitamente racista en el texto original. Ocultar el conflicto racial provoca que el resultado sea algo inquietante. La Filadelfia de la ficción es extrañamente blanca. Y todos los afroamericanos, el campeón de boxeo Apollo Creed y su séquito, son rivales del protagonista. Se podría haber señalado esa polarización de manera crítica.
Pero el silencio facilita que el visionado pudiese tener, voluntaria o involuntariamente, algo de revancha para un sector de la población irritado tras los avances en la lucha por los derechos civiles.
Entre maquillajes e invisibilizaciones de los conflictos, un personaje secundario ofrece las mayores dosis de realismo sucio. Un amigo del héroe, Paulie, maltrata verbalmente a su hermana e incluso blande un bate de béisbol. Es un alcohólico resentido y machista. Inicialmente, Rocky tampoco resulta un modelo a seguir en su relación con las mujeres: su primera cita con Adrian, su amada, incorpora unas dosis de presión sexual que pueden resultar desasosegantes.
Fábula tranquilizadora sobre el ascensor social
Balboa quiere demostrase a sí mismo que puede competir al más alto nivel. Pero los diálogos de la película evidencian que Stallone y compañía querían ir más allá del caso particular, querían hablar del ideal del sueño americano. Creed no consigue enfrentarse a un aspirante con nivel, así que inventa una velada especial: a un boxeador desconocido le tocará la lotería de poder enfrentarse con el campeón. “Esta es la tierra de las oportunidades, ¿verdad?”, dice el boxeador. Cuando un promotor ofrece a Rocky el que parece el combate de su vida, su pregunta es: “¿Crees que América es la tierra de las oportunidades?”.
El campeón y su entorno intentan aprovecharse del chico del barrio. Y, al final, el mismo filme instrumentaliza a su héroe. Se acaban afirmando las bondades de un sistema del cual el mismo Stallone, hijo de un inmigrante italiano, se convirtió en icono. Como en la posterior Acorralado, estamos ante una narración ambigua que se resuelve en clave conservadora.
Los esfuerzos del protagonista por sobreponerse a sus limitaciones pueden generar empatía. Pero la película parece diseñada para persuadir. Sumerge progresivamente en ese optimismo aparentemente apolítico, algo lacrimógeno, propio de las películas de Frank Capra (Caballero sin espada). Se parte del escepticismo: Creed está haciendo relaciones públicas y ni el mismo Rocky cree en la posibilidad de prosperar. Pero al final son los incrédulos quienes se equivocan. El ascensor social funciona, un desfavorecido puede vencer si se esfuerza lo suficiente. Y Balboa accede a la felicidad de los pobres: la derrota dignísima y el amor romántico.
El triunfo final quedaría para las posteriores entregas, en las que el héroe iría subiendo los peldaños de la gloria deportiva, la riqueza y la posesión de coches deportivos. El chico de barrio completaría su transformación. En la anticomunista Rocky IV, dejaría de ser un loser instrumentalizado por el sistema para convertirse en defensor activo del reaganismo. Aun así, el personaje realizaba un discurso final que encaja con su carácter de luchador afable y algo sentimental. Incluso en una obra desaforadamente propagandística, Balboa abrió las puertas al entendimiento. El otro papel icónico de Stallone, John Rambo, acabaría aliándose con los talibanes para disparar contra el enemigo soviético en Afganistán.