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'The Debt Collector': sabor a 'pulp' con regusto agrio

Louis Mandylor y Scott Adkins en 'The Debt Collector'

Lorenzo Ayuso

Diseminadas por el metraje de The Debt Collector afloran una sucesión de imágenes documentales de vacas, en lenta procesión desde el pasto hacia el matadero. Al espectador ocasional le costará pastorear estas inesperadas metáforas bovinas en un filme tan prosaico, que otrora sería servido como carnaza de videoclub. Pero por más que tal recurso genere cierta desubicación, su inclusión denota no solo la pretensión por trascender entre la masa que engrosa la acción de bajo presupuesto, sino también una nada condescendiente mirada al propio género y a sus hercúleos mitos.

Su director, Jesse V. Johnson, conoce bien estas llanuras. Especialista antes que realizador, es sobrino del legendario Vic Armstrong, con media centuria de escenas peligrosas a sus espaldas, dando la cara y el cuerpo allá donde Harrison Ford (a quien doblara en más de una decena de ocasiones) o el James Bond de turno no podían o no se les permitía llegar.

Bajo su tutela adquirió galones en el negocio de deslomarse en plano, para luego iniciar su progresiva transición al otro lado de la cámara, hasta licenciarse como un capaz mercenario para encuadrar las enésimas katas de Don “The Dragon” Wilson o Dolph Lundgren.

Aun contando en su expediente con su colaboración con el sueco en la más que digna Entrega peligrosa (a partir de un libreto de Derek Kolstad, luego creador de John Wick), su asociación más prolífica ha sido con otra figura que bien sabe lo que es dejarse la piel y el hueso en la elaboración de una película, por modesta que sea, Scott Adkins.

Ambos comparten una visión estajanovista del oficio, con un ritmo casi incompatible con el derroche físico exigido por esta clase de apuestas. El saltimbanqui inglés hacía explícito este carácter sacrificial del género tiempo atrás: “No me queda más que aceptar que cuando esté viejo y canoso probablemente tenga problemas para levantarme de la cama”, asumía en declaraciones a Interview Magazine en 2012, recién recuperado de una rotura del ligamento anterior cruzado.

Una sanación que celebró propinando las patadas más espeluznantes de su carrera en Ninja II, producto de otro binomio milagroso, el que une al karateca con el cineasta Isaac Florentine.

De esa ideología destajista surge The Debt Collector. Es la tercera referencia estrenada en apenas un año de la yunta Johnson/Adkins, tras Perro salvaje, western en clave marcial lastrado por las inclemencias presupuestarias de la serie B, y la tebeística Accident Man, ansiado proyecto personal del actor y amparador de programadores televisivos para elevarse a las ligas mayores, con resultados no del todo satisfactorios; a las que seguirán en los siguientes meses el duelo de titanes de Triple Threat y la carcelaria Avengement.

De las tres primeras, esta sudorosa fábula criminal sobresale como la mejor rematada, por la correspondencia entre expectativas y rendimientos. Lo consigue, en buena medida, al plantearse como una ligera fábula moral revestida de buddy movie modelada a la antigua usanza, con dos hombres duros, French y Sue (Adkins y Louis Mandylor), que bravuconean de serlo mientras se aplastan en el sudado cuero de su coche y desbrozan tabiques nasales en nombre de un articulado mafioso (Vladimir Kulich).

Viejas masculinidades orgullosas de serlo pero que, entre paliza y paliza, desnudan una serie de traumas que desembocarán en un inesperado, por súbito y por pesimista, clímax, en el que parece ponerse fecha de caducidad a su arquetipo.

Amasando el cine a golpes

Al igual que Florentine, Johnson destaca por la economía y sencillez narrativa con la que ejecuta sus películas. La progresión se construye en el encuadre antes que en el montaje, en el espacio y no en el corte. Hablamos de cine físico, de impacto seco como unos nudillos lacerando un pómulo opuesto. Cine que no utiliza la ironía como subterfugio ni revisa las mellas que el tiempo ha causado en el género, sino que muestra respeto por su idiosincrasia y su condición de contundente derribo. Cine coherente, en resumen.

Les separa que, a diferencia del responsable de Justicia letal, el segundo ha demostrado no sentirse particularmente interesado por deslumbrar con vertiginosas coreografías ni otras benditas trepidancias (como la adaptación digitalizada de los tropos estéticos del spaghetti, con zooms desbocados y montajes enfáticos por cortesía de su colaboradora Iritz Raz).

Se hacía patente en Accident Man, donde las escenas de acción quedaban en manos de la segunda unidad de Tim Man (otro asociado recurrente de Florentine), desdibujándose al integrarse en el conjunto. Y aún más en Perro salvaje, cuando el antihéroe (casi un émulo de Clint Walker) termina de ajusticiar al villano sajándole y comiéndose su hígado, un momento de lirismo bruto que opaca el impacto de las peleas previas.

La presencia de Luke LaFontaine como coordinador de especialistas, repitiendo en el puesto tras la inmediatamente referida, asegura una acción menos estilizada, más una demostración de fuerza bruta que de técnica depurada. The Debt Collector se acomoda en parámetros abruptos, llevando en este caso la violencia hasta un paroxismo cómico.

El esquema se repite así hasta la extenuación. La de los personajes, se entiende. Desarmado de su arsenal de movimientos insignia, Adkins se convierte en un pelele zarandeado por enormes secuaces contra paredes y mobiliario, mientras su compañero de travesuras transpira y exhala como un gorrino antes de recibir el estoque final.

Si en el cine de Florentine son estos duelos a puño limpio los que posibilitan el avance de la trama, en la propuesta de Johnson adquieren la condición de trámite en segundo término, una rutina para agotar las defensas físicas y emocionales del dúo de cobradores.

La camaradería establecida entre los profesionales rige los destinos de estas producciones. La confianza en el otro es determinante para el éxito de la misión, especialmente cuando esta se localiza en los márgenes industriales, soportando las vicisitudes de rodajes cada vez más entallados. A medida que estos lazos se estrechan, se asegura una solidez mayor de la empresa. Un crédito para alargar la conservación.

Se observa aquí al recurrir Johnson a Stu Small como coguionista, amigo personal de Adkins y ya responsable de la adaptación de Accident Man que cuida que los diálogos se adecuen a las inflexiones de su compatriota; y al reunirse con el director de fotografía Jonathan Hall, que entiende el aire pulp que requiere esta historieta con olor a papel ajado. También al repetir con elencos anteriores, como el checo Kulich, con menos tiempo escénico que en Perro salvaje pero mejor aprovechado.

Al director le interesa más el equipo que la acción. El proceso antes que la resolución. Se entretiene en las conversaciones matizadas con blasfemias a bordo del Cadillac del 71 que les sirve como escenario principal, en caracterizar a este par de cafres perdedores a base de pequeños detalles y confesiones, hasta el punto de despachar el conflicto no exento de giros que se les abre (localizar a un irlandés adeudado con un peligroso capo local) con cierta precipitación.

La escabechina se desata sin tiempo de procesar para los protagonistas y sin concesiones heroicas o redentoras. Se llega a la acción por instinto. Lo que añade gustillo a un entretenimiento tan efectivo como The Debt Collector es la manera en la que sus personajes asumen su condición desechable, su bajo escalafón en la escala alimenticia. Sus instantes de satisfacción -ya sea sexo casual con una ricachona, un paseo en coche, una buena tunda con la que desfogarse- son fugaces, de consumo rápido. Tan rápido como la estela de las estrellas del género en el que se adscriben.

Que del pasado de Sue se resalte una breve carrera cinematográfica en bagatelas à la Dudikoff previa a su entrada en barrena resulta un chiste cuya malicia resuena de verdad en la conclusión del filme. La vida útil del action man está marcada a fuego por la ausencia de lustre, por el masoquismo que implica llevarse al límite a uno mismo, hasta que el cuerpo deja de producir. Reventar carótidas hasta que les revienten las suyas. Victorias pírricas para contentar a estómagos desagradecidos.

Cuando el músculo se resiente, quedan pocas opciones para la supervivencia. Es el peligro cuando te etiquetan como carne roja: el final, tarde o temprano, pasa por el matadero. Adkins y Johnson lo saben, y tratan de exprimir todos sus nutrientes. Así queda expresado en el epílogo: “¿Han tenido las vacas una vida divertida antes de ser comida?”. “Claro que sí”. En este caso, se diría que lo han pasado bien.

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