Disney ha puesto en marcha una maquinaria del live action que promete devolvernos a la infancia recreando sus mejores clásicos de animación. De paso, la factoría del ratón que todo lo engulle está aprovechando para maquillar algunos de los polémicos detalles que le han hecho envejecer con un ligero olor a rancio.
Lo intentaron hace dos años con El libro de la selva, eliminando el legado colonialista del cuento de Rudyard Kipling y el tufo xenófobo de su primera adaptación, y lo vuelven a hacer con Dumbo, en cartelera desde este viernes.
Tim Burton dirige la nueva versión del elefante que quería volar con un presupuesto más que generoso para enmendar los errores del pasado. Y con aquellos lo consigue. Ya no hay cuervos con acento afroamericano que respondan ante su líder Jim Crow, bautizado como el hombre que promulgó las leyes de segregación racial en EEUU, ni chistes políticamente incorrectos. Pero ahora sus problemas son otros. Muchos otros.
Partiendo del guion de 1941, la acción nos traslada a un circo ambulante en decadencia gestionado por Max Medici (Danny DeVito) cuyas estrellas son un hombre negro forzudo, una sirena con sobrepeso, un mono que recita a Shakespeare y un antiguo jinete manco, interpretado por Colin Farrell, que ahora solo sirve para domesticar elefantes. Él y sus dos hijos huérfanos de madre –como no podía ser de otro modo en una fábula Disney– serán los encargados de cuidar a la nueva adquisición del circo llamada a salvarlo de la quiebra: la elefanta Jumbo y el bebé que espera en su interior, Jumbo Junior.
El inicio de esta primera mitad prometía un remake a la altura que explota, como hizo la primera, ese maltrato exacerbado hacia el diferente. Antes no tenía nombre, pero ahora lo llamamos bullying y presenciarlo es una absoluta tortura. Aún peor si el objeto de las burlas y de los golpes es la criatura más adorable que ha parido el CGI en las últimas décadas.
El elefante de Burton y sus desproporcionados ojos azules (casi tanto como sus orejas) son lo mejor y a la vez lo único bueno de la película. Teniendo en cuenta el título, debería resultar suficiente, pero todo lo que rodea al pequeño paquidermo es tan endeble que lo arrastra con su inconsistencia. Para empezar, es absurdo que la trama funcione solo cuando interactúan Dumbo y su madre, los dos personajes generados por ordenador, porque entonces el concepto de live-action carece de sentido.
Podemos sentir el instinto protector de ella cuando su recién nacido recibe cacahuetazos desde la grada de la carpa y su furia irracional cuando los brutos cowboys le arrastran de las orejas sin cuidado. Sigue siendo igual de descorazonadora la escena en la que la encierran en el minúsculo vagón con el cartel de “peligro, elefanta loca” y le arrulla con la trompa desde la rejilla de ventilación. Pero, cuando la señora Jumbo desaparece, los secundarios humanos adquieren una relevancia que no se merecen ni por el guion ni por las interpretaciones.
El elefante supera la depresión por su repentina orfandad aprendiendo a volar gracias a los cuidados de los dos hijos del jinete tullido. Sin embargo, cada vez que los actores miran a ese bulto de piel gris escamada es como si mirasen a una escoba. El espectador ve a Dumbo, pero cada caricia y palabra de afecto suena tan impostada que se le ve el plumero al truco de magia de Tim Burton.
La cosa no mejora cuando aparecen los dos “villanos” de la película interpretados por Michael Keaton como una especie de Walt Disney circense desatado y su acompañante Eva Green, que terminará pasándose al bando de los buenos con una premura artificial. En el único momento que se puede atisbar un poco del pasado Tim Burton es cuando la familia Medici llega a Dreamland, el paraíso de los freaks, donde la gente no se mofa de ellos sino que paga precios prohibitivos por disfrutar de sus espectáculos.
Y allí donde parece que Keaton va a aportar la pizca de locura necesaria, la acción se precipita en diversos sinsentidos que culminan con él convirtiéndose en un Beetlejuice pirómano que genera más tristeza que recelo. Con él, Burton ha perdido la oportunidad de exprimir un personaje hecho a su medida para dejarse llevar por la mirada edulcorada de un Disney que remienda su conciencia. Ni siquiera la mejor escena de 1941 ha pasado el filtro de lo políticamente correcto: la borrachera del bebé Dumbo y los elefantes rosas que bailan en su sueño de embriaguez.
A tanto ha llegado el brochazo, que el nuevo Dumbo ha abrazado la causa animalista de una forma que, sin embargo, se engarza bien con el resto de la narración. No así los burdos intentos de meter una lectura feminista a través de una aspirante a Marie Curie a medio hacer y quien celebra que los hombres lleven bata y rulos y las mujeres traje de ejecutivo.
No es el momento propicio para vanagloriarse de los circos que maltratan y encierran a animales salvajes y ahí Dumbo se alza como un gran transmisor de valores que hace siete décadas ni se planteaban. Lo que no es óbice para ofrecer un producto carente de acción, desmejorado respecto al original y con la profundidad argumental de un episodio de Disney Channel.
La rueda de los remakes acaba de arrancar, solo esperemos que en las siguientes logren el equilibrio que no habría hecho precipitarse al elefante más querido de la franquicia infantil.