El filósofo y sociólogo Jürgen Habermas publicó en 2022, ya con noventa y tres años de edad, un breve ensayo titulado Un nuevo cambio estructural de la esfera pública y la política deliberativa (en catalán, en Edicions 62). El ensayo se propone actualizar los análisis sobre la esfera pública y su función política que Habermas ha ido desarrollando a lo largo de seis décadas, desde que en 1962 apareciese Cambio estructural de la esfera pública —(libro que en España se publicó con el título de Historia y crítica de la opinión pública).
No es la primera vez que Habermas revisa su clásico estudio de principios de los años sesenta con el objetivo de ponerse al día. Ya hizo algo similar en otros libros, publicados en los noventa y en la primera década de este siglo. Pero quien haya leído esos otros escritos de Habermas, advertirá un cambio de tono en este último libro. Habermas ya no se limita a actualizar su análisis añadiendo elementos nuevos a un marco conceptual que podría considerarse válido en lo fundamental, sino que más bien registra un cambio de época. Y es que en el siglo XXI la esfera pública ha mutado de tal modo que el modelo de democracia deliberativa que este autor ha defendido siempre corre un riesgo serio de desmoronarse.
Lo que define a ese modelo de democracia que ahora parece estar en peligro es, para Habermas, la discusión pública, o el intercambio de argumentos en la esfera pública. La democracia se queda muy corta si el papel de los ciudadanos se limita a acercarse a un colegio electoral cada cuatro años, y se degrada cuando se confunde con esos rituales, tan apreciados por los regímenes autoritarios, de aclamación plebiscitaria de los líderes políticos.
Una democracia digna de tal nombre requiere algo más que un electorado atomizado, desinformado y sumiso, pero también algo diferente de unas masas enardecidas y manipuladas. Requiere que la adopción de decisiones colectivamente vinculantes, como puede ser la aprobación de una ley, vaya precedida de procesos de deliberación en la esfera pública que satisfagan ciertos estándares de racionalidad, de tal modo que la voluntad política común se apoye en “la fuerza de las razones”, es decir, en los mejores argumentos disponibles. Las democracias solo funcionan cuando el poder político se atiene a las demandas mayoritarias de una opinión pública informada, reflexiva y racional.
Se dirá —y se ha dicho a menudo— que esto suena ingenuo, o que parece una estilización de las condiciones sociales existentes en una concreta región del mundo durante un periodo muy acotado de su historia: el culto y acomodado norte de Europa de las últimas décadas del siglo XX. El mundo de Habermas, a fin de cuentas. Es posible. Pero el modelo deliberativo quizás nos parezca más convincente si consideramos que, en realidad, no tenemos otra alternativa para estabilizar las democracias actuales. Estas son sociedades plurales en las que conviven ideologías, culturas y formas de vida muy heterogéneas, y a menudo bastante incompatibles. La política ya no puede apoyarse en consensos de fondo garantizados e inatacables, ni en valores compartidos, ni en religiones, concepciones del mundo u orientaciones éticas comunes a todos.
Nada de eso existe ya, y precisamente por eso resulta tanto más importante que tengan éxito las deliberaciones en las que los ciudadanos o sus representantes contrastan los puntos de vista enfrentados y alcanzan acuerdos provisionales que todas las partes puedan considerar aceptables. “La carencia de un consenso de fondo existente —escribe Habermas— debe compensarse mediante la comunidad de la formación de la opinión y la voluntad públicas”. Esto exige también que las partes se reconozcan como adversarias, en lugar de verse como enemigas, y que admitan que las opiniones del otro son legítimas, aunque sean diferentes de las propias. Son supuestos que nos parecen triviales mientras se cumplen, pero cuya importancia queda de manifiesto cuando la discusión pública empieza a ignorarlos, porque la alternativa sólo puede ser el desacuerdo, la polarización y, antes o después, la violencia.
Son esos procesos deliberativos los que están fallando ahora, y lo más inquietante es que esto sucede como consecuencia de la evolución de la esfera pública que debería favorecerlos. Esta dialéctica no es nueva. Ya en el siglo XX, Habermas observó cómo los nuevos medios de comunicación, que eran entonces la radio y la televisión, ampliaban enormemente la esfera pública al llegar a una audiencia mucho mayor que la prensa, pero no siempre contribuían a mejorar la calidad argumentativa del debate público. La radio y la televisión quedaban fácilmente colonizadas por poderes políticos o económicos que se servían de ellas con fines propagandísticos o comerciales.
Todos sabemos en qué consiste esa colonización, y el cine también la ha reflejado muchas veces. En la película de Ettore Scola Una jornada particular, ambientada en la Roma de Mussolini, la acción de los protagonistas está envuelta en el asfixiante bajo continuo de una radio que emite permanentemente consignas patrióticas y marchas militares. Y más recientemente, la cáustica No mires arriba, de Adam McKay, muestra cómo unos medios de comunicación completamente rendidos a la espectacularidad, la frivolidad y el entretenimiento cumplen en las democracias capitalistas una función equivalente de aturdimiento colectivo.
Pero Internet ha supuesto un cambio cualitativo en esta dialéctica. Ha ampliado de nuevo la esfera pública, y además la ha democratizado al reemplazar la unidireccionalidad de la emisión de los medios tradicionales por una estructura completamente anárquica en la que todos somos, o podemos ser, al mismo tiempo receptores y emisores, consumidores y productores de contenido. A través de un tuit, la opinión de un ciudadano corriente puede hacerse viral y alcanzar cientos de miles de visualizaciones, y las imágenes tomadas por teléfonos móviles particulares documentan y transmiten en tiempo real cualquier acontecimiento en cualquier parte del mundo. Nunca hubo una esfera pública más amplia y democrática, o menos reglamentada y paternalista. Por primera vez en la historia, las barreras de la comunicación social parecen saltar por los aires: todos pueden hablar de todo. Pero este cambio estructural no parece estar contribuyendo a mejorar la calidad de los debates públicos, sino más bien a degradarlos.
Según Habermas, esto se debe en parte a la desprofesionalización y precarización del periodismo. Surgen medios de comunicación de dudosa ética periodística, pero aparecen en el mismo espacio social —la web, las pantallas— que los medios serios, y aparentemente en pie de igualdad con estos. Los titulares no permiten distinguir a primera vista las calumnias y fake news de las noticias veraces y contrastadas, y se hace mucho más difícil la imprescindible labor de contraste y filtrado que solían cumplir los periodistas profesionales de los medios tradicionales en base a criterios cognitivos adecuados. Y esta rebaja cognitiva se ve reforzada por la tendencia de la esfera pública digital a la fragmentación y la polarización. Las redes sociales se pulverizan en una constelación de círculos de comunicación encapsulados, blindados e inmunizados contra las opiniones discordantes, a las que normalmente se reacciona con insultos.
De este modo se debilita la distinción entre lo público y lo privado. En las “cámaras de eco” autorreferenciales que componen esta nueva esfera pública tribal, un número cada vez mayor de “consumidores de medios” —y especialmente quienes se ubican en la extrema derecha del espectro político— ya no se molestan en distinguir entre una opinión fundamentada y un exabrupto, o entre una información contrastada y una calumnia, o entre un documento científico y una teoría conspirativa delirante. Las opiniones privadas, que son las que cada uno pronunciaría en su casa o en la barra de un bar sin mucha responsabilidad, toman al asalto el debate público, que tiende a convertirse en una continuación de la charla de sobremesa por otros medios. Y cuando se pierde la distinción entre lo público y lo privado, o la disposición a filtrar lo que uno diría en privado pero quizás no en público, se esfuma también la función inclusiva de un espacio público en el cual todos puedan reconocerse en tanto que conciudadanos, es decir, en su dimensión pública, independientemente de cuáles sean sus opiniones privadas.
Los filósofos suelen ser mejores diagnosticando problemas que prescribiendo remedios, pero Habermas da también algunas indicaciones acerca de cómo contrarrestar esta tendencia al desmoronamiento de la democracia deliberativa. Sería necesario un cambio en la cultura política, porque la democracia liberal, como cualquier otro sistema político, no solo es un conjunto de instituciones, sino también una determinada mentalidad que tiene que “encontrar anclaje —dice Habermas— en las convicciones implícitas de los propios ciudadanos”. Y en este sentido, la forma de argumentar es ya un argumento, puesto que hay medios discursivos canallescos que solo pueden estar al servicio de ideas incompatibles con la democracia. También ayudaría que el Estado de bienestar lograse combatir más eficazmente la erosión neoliberal de las sociedades actuales, porque la polarización, el populismo y las mentalidades de ultraderecha se alimentan de la precariedad, la incertidumbre y el temor al descenso social.
Pero uno no sabría decir si estas indicaciones de Habermas son propuestas realistas o evocaciones melancólicas de una época pasada, y más brillante, de la socialdemocracia europea. Lo cierto es que la función inclusiva de la esfera pública se está perdiendo, y esto explica el encanallamiento y la creciente brutalidad de la vida política. Los participantes en las distintas cámaras de eco ya no tienen nada en común, y por eso no se perciben como adversarios en un debate público en el que pudieran llegar a ponerse de acuerdo en algo. Son simplemente enemigos con los que no se discute, sino a quienes se combate con medios simbólicos y, si hiciera falta, también con violencia física.
Cuando esta percepción completamente distorsionada de lo que es una democracia se contagia también a las instituciones —partidos, medios de comunicación, judicatura—, la situación puede ponerse muy fea, y ya cualquier cosa será posible. Hoy observamos cómo incluso algunos cargos públicos asumen el estilo discursivo de la esfera semi-pública (de la barra del bar), y se permiten despreciar abiertamente al adversario, o desdeñar los requisitos mínimos del fair play, la equidad, la verdad y la razonabilidad. Como en aquella Roma fascista de Ettore Scola, en nuestras democracias cada vez más cínicas el debate público amenaza con convertirse en una banda sonora llena de ruido y de furia —o de ruido y de fruta, en nuestro caso— que no aborda ni aclara ni resuelve ningún problema, ni conduce a nada que no sea la polarización y la violencia.