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El desierto de los tártaros

Ennio Morricone.

Montero Glez

15 de diciembre de 2023 22:05 h

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Una de las peores cosas de llegar a viejo es que, a medida que pasa el tiempo, uno va perdiendo las esperanzas de llegar a viejo. No sé si me explico, pero algo parecido me vino a decir el viejo Al, una de esas noches en las que hasta los relojes parados no pudieron evitar que se amontonase el tiempo sobre ellos. 

Fue entonces cuando el viejo Al me habló de El desierto de los tártaros, la novela de Dino Buzzati, una historia donde el protagonista es el tiempo. “El puto tiempo, muchacho -me dijo con resignado cansancio – el puto tiempo, que cada vez corre más veloz y se traga los días como si fueran humo”. Yo tomé nota y me pillé la novela que no leí hasta el otro día, llevado por las fechas navideñas y el recuerdo del viejo Al. 

Todavía sigo tocado por la historia que cuenta Buzzati en esta novela existencial de frontera, por llamarla de algún modo; un continuo y palpitante relato donde su protagonista juega a estar muerto por hacer más llevadera la eternidad. Hay que comprenderlo, pues la novela se desarrolla en una fortaleza fantasma donde los soldados esperan el ataque de un ejército enemigo que nunca aparece. Tenía razón el viejo Al cuando me dijo que El desierto de los tártaros es una novela de esas que dejan cicatrices de las que nunca cierran. “Mas vale que estés armado, muchacho, antes de leerla”. Ahora, que me acerco a la edad que el viejo Al tenía entonces, me doy cuenta de la importancia de la historia que cuenta Buzzati, donde entre una palabra y la siguiente consigue que el silencio se insinúe. Tal vez este sea el secreto para conseguir hacer hablar al tiempo. 

De lo que sí estoy seguro es del acierto de la banda sonora de la película de Valerio Zurlini, el director italiano que se atrevió a llevar la novela al cine. La música la compuso el magnífico Ennio Morricone quien, con su batuta, batió las arenas del desierto de los tártaros haciendo resonar los ecos de ultratumba del ambiente; como si el aire fuera de vidrio. 

En la banda sonora de Morricone he encontrado la presencia de Ravel y de Debussy, pero también de Ravi Shankar y de Emerson, Lake & Palmer. Qué quieren que les diga; después de leer una obra maestra como la que me trae hasta aquí, y de escuchar la música inspirada en ella, uno tiene la sensación de haber salido hace un rato de la placenta materna para redactar esta pieza. 

Cuánta razón tenía el viejo Al cuando me dijo que una de las cosas que uno aprende leyendo El desierto de los tártaros es lo desolador que resulta carecer de alicientes; perder las esperanzas y que llegue un día, o una puta noche, en que la única novedad interesante en tu vida sea el pasado. Tan duro como para romper un martillo, muchacho.

Nota: La novela El desierto de los tártaros se encuentra disponible en Alianza editorial con traducción de  Esther Benítez.

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