El dibujante que pasa el verano en el Museo del Prado para retratar “el nuevo barroco”
Cada día, a eso de las tres de la tarde, Gianluca Lattuada se presenta en el Museo del Prado con su bloc de láminas de dibujo, entra con su abono, se toma un expreso solo con azúcar en la cafetería y se adentra en la exposición principal. Allí, después de “saludar” religiosamente el David vencedor de Goliat de Caravaggio, pasará el resto de la tarde dibujando, hasta que el Prado cierre a las ocho. Lleva haciendo esto desde mediados de julio, y seguirá durante un tiempo indeterminado hasta que termine el proyecto artístico en el que se ha embarcado (o se canse de él).
Conversaciones, que así se llama el proyecto, forma parte de lo que Lattuada cataloga como el “nuevo barroco” y se le ocurrió en una de sus visitas al museo. “El Prado tiene una colección de barroco muy grande, y observando los cuadros empecé a pensar que son contemporáneos. Se pintaron hace 400 años, pero parecen hechos hoy”, me explica el joven artista, de procedencia milanesa y 34 años, en la misma cafetería donde se toma dos, tres o incluso cuatro expresos cada tarde.
“El barroco tiene mucha conexión con el presente. Nació después de la peste, con gran parte de la sociedad en situación de pobreza extrema, y en un momento de cambio; y es una corriente artística que quiere expresar el dinamismo, la oscuridad, el caos…”. Al reflexionar sobre la vigencia de las pinturas de Velázquez, Caravaggio o Rubens, Lattuada decidió dibujar en su bloc detalles de cuadros del museo y añadirles elementos contemporáneos. “Es como si no hubiera pasado y presente; lo que estaba en 1600, está hoy y habla con el ahora con el lenguaje del barroco. Es una conversación del hoy con el cuadro y con el pasado”.
Todo empezó con la Inmaculada Concepción de Francisco de Zurbarán. La aparición mariana del óleo sobre lienzo del artista del Siglo de Oro se convierte en la lámina de Lattuada en una estatua como las que se pueden encontrar en los centros de muchas plazas italianas, con una moto a los pies. La imagen creada a principios del siglo XVII se convierte en una postal propia del siglo XXI. Pero no solo es actual, sino que tiene conciencia de clase. “Nací en un pueblo en la periferia de Milán, en el que hay mucha inmigración y una parte multicultural muy fuerte. En mi arte quiero encontrar las realidades de los que viven en los márgenes, esa gente que está en el bar de pueblo, sentada en sillas de plástico de Coca-Cola y sueñan con cambiar el mundo”.
Aunque mira al barroco, Lattuada saca del pop la instantaneidad, algo de ingenuidad y un gusto por la representación de marcas comerciales y productos de consumo contemporáneos. En otra lámina traslada El Triunfo de Baco de Cornelis de Vos, una representación de la opulencia y el hedonismo, a Las Vegas, descontextualizando el cuerpo gordo y grasiento del dios del vino y uno de los tigres que empujan su carro, y añadiendo un cartel luminoso de la ciudad de los casinos.
En El Rapto de Proserpina de Rubens cambia el Hades por un barrio del extrarradio, con su hormigón, sus puentes y sus grafitis.
De pie y sin apoyo
Normalmente, cuando un artista quiere llevar a cabo alguna obra dentro del Prado, tiene que pedir permisos, pero solo si va a necesitar materiales de riesgo como pintura o bártulos de grandes tamaños como un caballete. Recientemente lo han hecho Eve Malherbe, David Cárdenas Lorenzo o Yi Ten Lai Fernández. Otros, como Iona Roberts y Leon Scott-Engel, han sido becados por el museo para desarrollar proyectos dentro de él. Lo insólito de Gianluca Lattuada radica en la espontaneidad, su presencia tiene un componente de guerrilla, cercanía y manualidad. Y si su obra pretende entablar una conversación con los cuadros que cuelgan las paredes del museo, hay otra sinergia colateral: él mismo se convierte en una pieza más que observar a ojos de los visitantes.
Hoy está dibujando a partir de La Flagelación de Daniele Crespi. Lo hace de pie y sin apoyo, algo habitual (recuerda que solo pudo sentarse en un banco el día que trabajó ante La Adoración de los Magos de Rubens; en otra ocasión tuvo que dibujar toda la tarde en unas escaleras). Las personas que pasean por el Prado llegan a una pequeña sala en la que están la Cleopatra de Guido Reni, San Pedro liberado por un ángel de Guercino… y después se topan con un hombre dibujando frente a un cuadro. El cuadro pasa a segundo plano.
Una chica se para a observar lo que hace y, tras mirar alrededor para asegurarse de que no hay personal de seguridad a la vista, procede a hacer algo prohibido en el Prado: grabar con el móvil. “Mucha gente se acerca. Algunos me hablan, me piden ver lo que hago, me dan su opinión…”, me cuenta Lattuada. “Otros me agregan en Instagram y suben mis fotos allí, ya hablo regularmente con gente de todo el mundo”. Hay quienes le envían fotos suyas de repente por AirDrop, el sistema de comunicación inalámbrico del iPhone, o los que se las mandan a posteriori por redes alegando que no querían hablarle para no molestarle (un factor a tener en cuenta, por frívolo que suene, es que Gianluca es un hombre muy apuesto y fotogénico: si algo hemos aprendido de la historia del arte es que la belleza atrae la atención).
“Hay trabajadores del museo con los que ya tengo bastante confianza”, asegura el artista. “Los que me ven en el bar todos los días, o personal de seguridad que de vez en cuando me cuentan cosas. Uno de ellos tiene un padre pintor y siempre muestra mucho interés en las obras. En realidad están trabajando, no pueden ponerse a conversar, pero te ven, te saludan y son muy atentos. Una vez perdí el sacapuntas y me lo encontraron ellos”.
La goma de borrar
El encargado de vigilar la zona hoy no es tan simpático. Se le ha acercado para advertirle con seriedad de que los restos de la goma de borrar no pueden ir al suelo. El trabajador me dice que permiten a Lattuada estar ahí porque no está frente a una obra muy transitada. “Eso no lo podría hacer ante Las Meninas, o en el Caravaggio, porque dificulta el paso”, explica (al cabo de un rato, cuando dé un paseo por el museo, se me hará difícil observar el famoso cuadro de Velázquez porque tendrá delante a un grupo de 20 turistas japoneses). “La bolsa, por ejemplo, no debería estar ahí, pero como no molesta…”. Lattuada ha dejado en el suelo una pequeña mochila en la que transporta su material; al rato el personal del museo se prestará amablemente a colocarla en un lugar apartado del paso del público. Al fin y al cabo, este artista improvisado en medio de la historia del arte provoca simpatía, aunque sea porque supone una ruptura de la rutina. Después de estas observaciones, el trabajador habla repentinamente con un tono más ligero: “Pero lo hace muy bien, el muchacho”. Y sigue patrullando.
No todo el mundo mira con benevolencia lo que Lattuada está haciendo. Dos ancianos le observan de reojo y comentan entre ellos, con aspavientos de desaprobación. Quizá vean como una muestra de soberbia y presunción el propio acto de reproducir un cuadro delante de los artistas más grandes. El proyecto Conversaciones supone un giro a la figura del copista, un artista que visita el museo (previa autorización) para copiar obras o partes de ellas. Esta práctica, que el Prado acoge y promueve, forma parte de la formación de todo artista y la han llevado a cabo grandes como Picasso o Gisbert.
“Yo no quiero ser un copista, no tiene ese sentido el proyecto”, aclara Lattuada. Recuerdo las palabras de Kirby Ferguson, creador del documental Everything is a Remix: “Los remixes se hacen cogiendo canciones existentes, cortándolas, transformando los trozos y volviendo a combinarlos, y entonces tienes una nueva canción. Pero esa nueva canción está evidentemente compuesta por canciones viejas”. Ferguson tiene la teoría de que este proceso no es exclusivo del remix, sino que copiar, transformar y combinar son los elementos básicos de todo proceso creativo. Lo que Lattuada hace no está muy lejos de esos cantantes que versionan sus canciones preferidas y las suben a Youtube.
Lattuada tiene una forma contagiosa de ver el arte, de observarlo, sentirlo y pensarlo, que huye de una concepción elitista. “Creo que cada uno puede dar su propia explicación de una obra cuando la tiene enfrente. Me interesa lo que te pasa a ti cuando la miras. Y no quiero una lectura intelectual, sino desde las tripas. ¿Qué te hace sentir?”, me explica mientras deambulamos por los pasillos del museo. Después de un mes viniendo a diario se los conoce como la palma de su mano, toma giros repentinos para enseñarme una u otra pieza, sube y baja las escaleras con determinación.
Se detiene frente a La Adoración de los Reyes Magos de Fray Juan Bautista Maíno y me señala la viveza y el realismo de los ropajes que llevan los personajes retratados, que observados de cerca impresionan porque se acercan a la definición fotográfica. “¡Parece pintado hoy, por ordenador!”, exclama en voz baja. Le obsesiona la tensión y la fuerza de los cuerpos, que suele replicar en sus láminas porque le parecen totalmente contemporáneos (me explica que hay tres elementos que predominan en Conversaciones: la violencia, la sexualidad y lo sagrado). Lo cierto es que al observar La Fragua de Vulcano de Velázquez pienso que los trabajadores del cuadro, con esos cuerpos grecorromanos, tendrían muchos seguidores en Instagram.
De repente me doy cuenta de que llevo horas sin pasar calor y le pregunto cuánto hay en el proyecto Conversaciones de una búsqueda de refugio contra el insoportable calor que estamos pasando este verano. “Muchísimo. No tengo aire acondicionado en casa”, responde riéndose. “Me has descubierto”. Antes de que Lattuada vuelva a sumergirse en su lámina, bajamos a la cafetería a tomarnos un segundo café y, al fijarme en los precios desorbitados, claramente enfocados en el visitante turista, le pregunto si compra la comida aquí a diario. “¡Qué va! Nunca. Normalmente me hago un bocadillo y me lo como en la puerta antes de entrar”. Se me ocurren formas peores de pasar un verano.
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