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La mayor exposición sobre Kubrick deja que el genio autoritario se retrate a sí mismo

Stanley Kubrick en el set de la filmación de '2001: Una odisea del espacio'

Mónica Zas Marcos

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No es lo habitual, pero para hablar de la exhibición de Stanley Kubrick conviene empezar por el epílogo. Al final del todo, en una sala oscura que pasa casi desapercibida, se proyecta un mosaico de pequeñas secuencias de metraje, entrevistas y grabaciones del making of. De fondo, la voz del propio Kubrick expone algunas ideas de sus películas en orden cronológico o interactúa directamente con los actores y su equipo.

Es la pieza más especial para la comisaria de la muestra, Isabel Sánchez, porque en ella el director tiene la oportunidad de narrarse a sí mismo, sin intermediadores. “No se sentía identificado con lo que la prensa decía de él”, explica, pues los periodistas se regodeaban en los apelativos negativos para describir su personalidad y en grandes hipérboles para reseñar su cine: genio, manipulador, minucioso, solitario, pionero, tirano. ¿Qué es verdad y qué leyenda? En este recoveco, que permanecerá en el Círculo de Bellas Artes de Madrid hasta mayo de 2022 (por 14 euros), no hay trampa ni cartón.

Tan pronto se le ve riendo con el reparto de ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú o dando una palmadita de compadreo a Jack Nicholson, como llamando “gilipollas” a los encargados de efectos de La chaqueta metálica o hablando con dureza, casi desdén, a Shelley Duvall, la otra protagonista de El resplandor. Grabar más de cien tomas, reproducir condiciones extremas, desechar horas de metraje o infundir miedo y respeto en los rodajes le hicieron pasar a la historia como un obseso de la perfección. Y así era. Un rasgo que la muestra no intenta maquillar: de hecho, también explica por qué alcanzó el Olimpo de los cineastas con una de las filmografías más breves (13 largos).

En otro de los fragmentos del mosaico se le escucha decir que “el director es solo un miembro más del equipo”. Se calla y ríe. “Pero yo hago el montaje. Escribir, rodar y montar. Si quieres que algo salga bien, lo tienes que escribir tú mismo”, termina admitiendo. Aunque estas tres tareas no son las únicas sobre las que el neoyorquino ejercía control.

También, y mucho, sobre la interpretación: “Es raro llegar a decirle al actor, 'mira, esta es mi película, y si no haces lo que te digo te mando a casa'”, se oye comentar a Kubrick en la parte de Espartaco, cuyo rodaje se convirtió en una pelea de egos. Incluso se hacía cargo del doblaje y traducción de sus películas. En otra entrevista de la muestra, Mario Camus y Vicente Molina Foix, director de doblaje y traductor, revelan que Stanley tenía la última palabra sobre las voces en español, a pesar de que no conocía el idioma. Fue él quien aprobó a Verónica Forqué como Wendy Torrance en El resplandor, la mejor decisión para su adaptación en España, según estos expertos.

Stanley Kubrick veía en sí mismo a una especie de Ícaro mejor avenido. A diferencia del mito griego, él no dejaba nada al azar. Y si notaba que el Sol se acercaba demasiado y podía derretir sus alas, abandonaba el proyecto, como ocurrió con Napoleón o Inteligencia Artificial. Cuenta la comisaria de la exposición que llegó a escribir un diario del emperador, en el sentido más estricto de la palabra. Llenó su biblioteca de tomos sobre el siglo XVIII e incluso realizó un plan de rodaje y encargó el vestuario. También rozó los límites de su obsesión con IA, que finalmente llevaría a cabo Steven Spielberg. La idea del Pinocho futurista avanzó mucho en sus manos, pero estaba convencido de que ni el mundo ni la tecnología estaban preparados en 1999 para materializar su proyecto, que había iniciado en 1982.

No le ocurrió así con 2001: una odisea en el espacio. Una película tan ambiciosa, tan complicada de rodar y tan adelantada a la realidad que parecía imposible. Y todavía hoy, cuando se observan las piezas y escenarios de 1968, se antojan igual de actuales que los de Gravity (2013) o Interestellar (2014). La obra maestra es la estación orbital circular del Discovery, cuya maqueta original corona esta parte de la muestra. Le acompañan el disfraz del líder de los simios, el traje de astronauta y una reproducción a gran escala del centro de memoria HAL 9000.

Aunque pueda parecer una exposición para los muy kubrickianos, está inteligentemente distribuida. La intención, según sus responsables, es acercarla a los advenedizos y al público joven. La primera parte, situada en la primera planta del Círculo, introduce la figura de Stanley Kubrick de una forma casi didáctica: por orden cronológico y temáticas –tiempo, espacio, humor, guerra, palabras o poder–. La intención es buena, pero tiene varios problemas de sonido y de separación de espacios. La segunda parte, en la planta superior, es un experimento de inmersión. Un absoluto deleite para sus seguidores, pero también mucho más entretenido para los forasteros.

Grandes pasiones y primeras polémicas

Los primeros objetos que cayeron en las manos del joven Stanley, nacido en 1928 en el seno de una familia estructurada y normativa, fueron una cámara de fotos y un tablero de ajedrez. Ambos moldearon su personalidad y su carrera desde los 12 años. La primera se convirtió en su herramienta de trabajo, incluyendo sus inicios como reportero. El segundo desarrolló su visión estratégica, su paciencia, su agudeza bélica y un uso del tiempo y del espacio extremadamente personal y agudo.

“Creó la elipsis temporal más increíble en 2001: una odisea en el espacio, secuenció de manera obsesiva la estancia de la familia Torrance en el hotel Overlook en El resplandor, o incluso osciló entre un tiempo soñado y otro real en Eyes Wide Shut”, explican en la primera parte. Para los comisarios, su primera etapa de ajedrecista, en la que se jugaba unos cuantos centavos en los parques de Nueva York, le dio la capacidad de adelantarse a los movimientos de la sociedad y de la tecnología.

Sus inicios en el género negro, sus sátiras políticas, su forma de recrear la guerra –incluso las más antiguas, como en Espartaco–, su terror a plena luz y su obsesión por el deseo han sido estudiadas y siguen siendo reproducidas hasta seis décadas después. Aunque algunos lo veían como alguien taciturno y reservado, el humor era un elemento clave en su vida. Se llegó a desatar tanto durante ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, que rodó una batalla de tartas que por suerte descartó, pero cuyos divertidos fotogramas todavía se conservan. Transitaba por la “payasada” y por caminos menos inocentes: “Algo maravilloso que Kubrick y yo teníamos en común era un perverso sentido del humor”, dijo en su día Malcolm McDowell, protagonista de La naranja mecánica.

Precisamente esa película fue una de las más controvertidas del cineasta. Su violencia, que según los encargados de la muestra parece “de broma en comparación con las series de hoy en día, como El juego del calamar”, le puso en una situación complicada en 1971. Fue censurada en varios países, como Reino Unido y España, y calificada como X en EEUU, aunque después ha sido considerada una obra de culto. “Existe cierto grado de hipocresía con este tema, porque todo el mundo se siente fascinado por la violencia”, expuso el director.

Con el deseo le pasó algo parecido. La película que mejor lo representa fue Lolita (1962), la adaptación de la obra de Nabokov. “¿Cómo llevar a la pantalla, con el código Hays vigente, la historia de un pedófilo y cómo atrapar el rico lenguaje de Nabokov?”, se preguntan en la muestra. Kubrick seleccionó a la adolescente Sue Lyon para representar a la niña ninfa y eliminó cualquier ápice de sensualidad, muy a su pesar: “La total ausencia de erotismo en Lolita echa a perder su virtud. Pero la película no se podría haber hecho, nadie la habría distribuido”, reconoció el autor. El tema de la guerra también le granjeó algunas enemistades, en especial las de Francia, Suiza y España, retratadas sin clemencia en el campo de batalla de Senderos de gloria (1957).

El parque de atracciones Kubrick

Stanley Kubrick. The Exhibition marca la diferencia con su segunda parte: el universo inmersivo de sus películas. Podemos recorrer la nave de 2001, pasear por el pasillo de El resplandor, acceder a la sala de los maniquíes sádicos de La naranja mecánica, entender la oscuridad de Barry Lyndon o asistir al escenario circular de la orgía de Eyes Wide Shut. La música se adapta a cada una de ellas: Beethoven, El Danubio Azul de Strauss o las sinfonías de cuerda del siglo XVIII.

Todo ello se completa con objetos reales del decorado, del vestuario y hasta de los anteproyectos. También con fotogramas donde se ve al director totalmente vinculado a los actores y al resto de su equipo. Abraza a Nicole Kidman, se ríe con Kirk Douglas, pasea por el Madrid de los años 60, charla con los actores secundarios, escucha a los ingenieros de 2001 o coge en brazos al niño de El resplandor.

Con sus luces y con sus sombras, era un profesional comprometido con sus películas. Un hombre de cine, que no de Hollywood. Entrañable con su familia y duro en su puesto de trabajo, aunque a veces sus formas se entremezclasen. “Un humanista”, como le describe la comisaria de la muestra, Isabel Sánchez. Y así han querido retratarlo.

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