Ni guarros ni caras tiznadas: el daño de 'El nombre de la rosa' a la higiene en la Europa medieval
Cuando el director francés Jean-Jacques Annaud preparaba hace cuatro décadas el rodaje de la película El nombre de la rosa, a partir de la celebrada novela de Umberto Eco, puso especial empeño en un criterio singular para elaborar el casting: los actores debían ser especialmente feos, desagradables. El cineasta planteaba una Edad Media particularmente repugnante: barro, estiércol, malos olores, campesinos pobres con la cara ennegrecida… El impacto del filme estrenado en 1986 fue tal, que la obra ha echado por tierra cualquier esfuerzo posterior por definir la cuestión de la higiene en este largo periodo de nuestra historia basándose en fuentes y no en tópicos ni invenciones. El valor de una imagen —en este caso, de una película— que supera ampliamente a la palabra, la realidad… la verdad.
“Todo lo feo produce rechazo: no hay nada mejor que utilizar personajes caricaturescos y presentarlos mal vestidos, con mal carácter”. La reflexión de Consuelo Sanz de Bremond parece poner el dedo en la llaga: Annaud construyó un seductor relato que, al tiempo, repugnase al espectador en su butaca. A fe que lo consiguió. Aunque la ficción no fue fiel al original. Ahora, la divulgadora valenciana presenta, junto al historiador catalán Javier Traité, el libro El olor de la Edad Media. Salud e higiene en la Europa medieval (Ático de los libros, 2023), un concienzudo trabajo que supera el millar de páginas, nacido como contrapeso a los topicazos de la Edad Media oscura, maloliente, repugnante; una obra que recopila multitud de fuentes y aportaciones de expertos para decir lo que fue, no lo que suponemos (o pretendemos) que fuera, este apasionante periodo histórico.
Ahora bien, si la Edad Media no se parece a la caricatura que habita en El nombre de la rosa, ¿se trató de un milenio de fragancias y aroma a limpieza? “No se trata de crear una Edad Media rosa, en la que las condiciones eran muy difíciles”, razona Javier Traité. “Lo que pasa es que siempre nos han vendido que la higiene no le importaba a nadie, que la gente era feliz viviendo en la porquería y eso no es verdad”, niega, tajante, el historiador, escritor y guionista. La preocupación por la limpieza, tanto en la esfera pública (las calles) como en la personal “están presentes en todas las fuentes”, destacan los autores. Un interés —todo hay que decirlo— que se topó con un mundo preindustrial, cuyo habitante generaba menos basura y polución que nuestro tiempo, pero al mismo tiempo se veía más impotente para gestionar sus desechos, lidiar con animales constantemente o combatir los parásitos.
¿Se lavaban?
En series de ficción como La peste, ambientada en la Sevilla inmediatamente posterior al Descubrimiento de América, las gentes presentan con frecuencia la cara tiznada: ¿Fue así? Consuelo Sanz de Bremond admite que son numerosas las ficciones ambientadas hace siglos cuyos personajes aparecen en un estado de revista lamentable, sucios, con la ropa deshilachada. Las fuentes dibujan un panorama bien distinto. “Desde la Tardoantigüedad, la sociedad se preocupó por la higiene personal, eso que en algunas zonas se llamaba lavarse por partes o por parroquias: las manos, las axilas y los pies”, detalla. La investigadora y entomóloga sostiene que la tarea no era demasiado complicada: “Solo había que ir a buscar el agua y llevarla a casa”.
Esa preocupación —tampoco hay que volverse locos— nace en el propio instinto de supervivencia: se sabía que la higiene era una barrera clave frente a la enfermedad. Y en mantener la guardia fue fundamental la figura de la mujer medieval, desde el mismo nacimiento de los hijos, hasta el ritual diario de la higiene o el desempeño en las lavanderías públicas, al servicio de toda la sociedad. “La madre medieval, la mujer casada de la época, probablemente lleve el mayor peso de la higiene en la Edad Media”, afirma, sin dudar, Javier Traité. “La ropa es, casi siempre, cosa suya, tanto a nivel doméstico como urbano”. El historiador apunta especialmente a las citadas lavanderías, que ejercían un papel vital en las poblaciones. Los autores citan con frecuencia el caso de las ciudades universitarias. La presencia de estudiantes era sinónimo, afirman, de cierto caos. Y allí estaba también la mujer para lavar la ropa de profesores y universitarios. “Lavaban las cabezas a los hombres y las suyas propias, se ocupaban de los baños públicos y transmitían sus conocimientos en aspectos como la fabricación del jabón o de los cosméticos de generación en generación”, aseguran los autores.
El perfume: de nuevo, el topicazo. “Se tiene la idea de que fue Francia la que lo creó y que la razón fue la de intentar enmascarar el mal olor”, afirma Consuelo, para zanjar: “Es una idea absurda, todos sabemos que el perfume no enmascara, sino que mezcla”. En la Edad Media, tanto las campesinas como las criadas de las damas de la corte se encargaban de fabricar las aguas olorosas, una tarea asequible. “Luego estaban los perfumes, que se creaban con aceites olorosos o se obtenían de ciertos animales”, precisa la divulgadora. Existen documentos que hablan de cómo las mujeres con menstruaciones especialmente olorosas utilizaban el perfume para paliar la situación. “Es otra prueba más: las mujeres querían oler bien”, coinciden los responsables de El olor de la Edad Media.
¿Y el agua corriente?
Si hasta hace unas pocas décadas algunos hogares rurales carecían de baños y tenían problemas de agua corriente (algunas poblaciones nunca la han visto llegar), cuesta pensar en los antepasados medievales disfrutando del suministro. Entonces, ¿qué? “En las ciudades se construyen canalizaciones de agua, pero ya no son ni tan espectaculares ni tan caras como las del mundo romano”, compara Javier Traité, con la mirada puesta —aquí el estereotipo ayuda— en los grandes acueductos de la Hispania romana. El historiador habla de sistemas “más austeros, sencillos y eficaces”, que encontraron en los molinos su principal pilar de desarrollo y funcionamiento.
Desvelo por la higiene pública que se refleja documentalmente en las ciudades, con la aparición de normativas que garantizan la higiene en plena expansión demográfica, mucho antes incluso de la irrupción de la peste. “Asistimos a la creación de un conjunto de medidas y de inversiones en infraestructuras: se pavimentan las calles, se construyen cloacas abiertas y cubiertas, se mantiene el buen estado de las letrinas, se vigila cómo corren los desperdicios hacia los ríos…”. Pero lo más importante es la razón que está detrás de esta preocupación: “Se dice que es para mejorar la salud de las personas, hay un conocimiento basado en la medicina clásica”, pone en valor el historiador Javier Traité.
Agua corriente, sí, y otro servicio fundamental, el de los baños con piscinas que encontraron un particular desarrollo en los territorios germanos. Traité rescata, como ejemplo de baño también en las zonas rurales, en este caso en nuestro país, el reciente descubrimiento de una pequeña sauna en una localidad de la sierra de Madrid (Hoyo de Manzanares). En cuanto a las canalizaciones de agua, que encontraron su tecnología más depurada en el interior de los monasterios, verdaderas máquinas de precisión, los autores destacan en su estudio un tipo sorprendente. “Me fascinan las canalizaciones de madera como las que encontramos en Cracovia, con un completo sistema de red: con torre de presión y grandes pilas, de las que brotaba el agua”, pone como ejemplo Javier Traité.
Avanzados en reciclaje
Pero si hay un fenómeno que, definitivamente, echa abajo el tópico de la falta de higiene en época medieval, ese es el reciclaje. Sí, la perspectiva desde el siglo XXI es nítida: la ficción se encarga de poner contra las cuerdas a los “guarros” de la Edad Media desde un mundo que llena los mares de toneladas de plástico, contamina sus ríos y no termina de concienciar a sus contemporáneos de la utilidad (y necesidad) del reciclaje. “Hoy en día también nosotros tenemos calles sucias, ellos lo reciclaban todo”, advierte, tajante, Consuelo Sanz de Bremond.
Basta un ejemplo. “La reutilización de la ropa era fundamental: cuando ya no se podía coser ni aplicar parches, se utilizaban para hacer toallas, pañuelos o trapos”, detalla la escritora. Y los restos sobrantes se unían en una especie de patchwork de la época para fabricar colchas o mantas. “No tiraban nada”, concluye. Claro que estas prácticas también les valieron no pocos quebraderos de cabeza. Especialmente, en la manipulación de los excrementos de los animales y en su uso como fertilizante. “Desconocían el peligro de algunas prácticas, de tal manera que lo mismo que les daba de comer, al final era foco de enfermedades”, revela Traité.
Las más de mil páginas de El olor de la Edad Media no rehúyen ningún tema, por sensible que sea. Uno de los más evidentes tiene que ver con las religiones, si la preocupación por la higiene era desigual en función de las culturas. Todo porque el ritual de las abluciones (el ritual del lavado) se ha conservado entre musulmanes y judíos mejor que en el caso cristiano. “Es verdad que tanto judíos como musulmanes tienen sus abluciones, pero eso no quiere decir que los cristianos no las practicaran”, apunta Consuelo. Ocurre que los cristianos quizá relajaran en exceso esta costumbre que acabaría desapareciendo. Un ritual, en todo caso, que para los autores de la investigación tampoco es sinónimo de una mayor higiene. Lo que sí resulta evidente es que judíos y musulmanes tendrían problemas serios de presión de sus iguales, si no cumplían con estas prácticas.
Llegados a este punto —asumido que hace muchos siglos existían canalizaciones de agua corriente, baños públicos y una preocupación social e individual por la higiene— solo cabe preguntar a los autores por el título del trabajo: ¿A qué huele (olía) realmente la Edad Media? Los autores tienen, aquí, pensamientos dispares, dado que a nadie se le ocurrió embotellar el ambiente de aquel largo milenio. “Sabemos que las chimeneas tenían que estar permanentemente encendidas, así que es fácil imaginar que la Edad Media olía a humo de leña”, propone Consuelo. “Para huir del tópico del estiércol, a mí me gusta mucho pensar, como insistían los monjes, en la primavera medieval, en esa explosión de olores y colores”. Sean más o menos acertadas estas hipótesis, lo que sí es firme es el trabajo de ambos, que sin duda se convertirá en manual de consulta para modificar conciencias (por difícil que resulte) y destruir tópicos. O, al menos, alguno de ellos, como el que expresan en las conclusiones del libro, que nuestros antepasados “no eran un hatajo de guarros chapoteando en el excremento”.
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