En la no muy larga historia del vídeo-arte, estos cuarenta años que nos separan de los primeros trabajos del coreano-alemán-americano Nam June Paik, el género se ha instituido como uno más y cada vez más aceptado dentro del mundo del arte. Con independencia del absurdo y la paradoja de seguir comerciando con el vídeo como obra única, cuando el mismo soporte es eminentemente copiable (más aún en su presentación digital actual), cabe distinguir desde el principio varias corrientes.
En general los vídeos históricos de Vito Acconci, Chris Burden, Douglas Davis o Ana Mendieta eran en gran parte testimoniales, semi-improvisados y sus valores de producción eran relativamente bajos. El caso de Bruce Nauman es prototípico: el artista se graba a si mismo en cámara fija dándose con la cabeza contra la pared o realizando diferentes acciones en su estudio.
En realidad la cabeza innovadora del género y sus posibilidades, también de su manipulación, sería el ya mencionado Paik, hasta casi su muerte en el 2006. Pero en ese tiempo se había desarrollado también un vídeo-arte de, llamémosle lujo, protagonizado por las producciones progresivamente más complejas, multi-cámara y multi-pantalla a veces, de Bill Viola, Rodney Graham, Mathew Barney o Isaac Julien (Londres, 1960).
El caso de Julien, 9 años mayor que el oscarizado y también londinense y estudiante de artes Steve McQeen, es paradigmático de la cinematización del video. Su última obra, que se proyecta sobre tres pantallas en la galería Helga de Alvear (que tiene en su colección casi todo lo que ha hecho este hombre) se llama Playtime, en lo que no puede ser sino un homenaje al gran Jacques Tati, y su duración es de más de una hora (67’). A esto se le llamaba película y en principio estaría fuera del marco temporal con que solemos acudir a una exposición galerística. Se trata de una paradoja típica del medio en relación a las expectativas. No ayuda el hecho de que Playtime (I y II, que se estrenará durante Arco) se proyecte casi íntegramente en inglés y sin subtítulos. Porque ¡ay! no se le pueden poner subtítulos al tratarse de una obra de arte tan intocable como una escultura de Miguel Ángel. Lo cual vuelve a mostrar como chirrían el medio y las normas del mercado tradicional del Arte. No es privativo de Julien, en cualquier caso: super producciones de vídeo arte como The Clock de Christian Marclay solo pueden proyectarse en un solo lugar en cada momento. Da igual que pueda hacerse una copia exacta en unos minutos.
En realidad, la duración en la obras de Julien ha ido engordando como un trasunto de su oronda figura. No es que haya sido siempre así. Aunque sus películas como Looking for Langston (1989) y sobre todo Frantz Fanon, Black Skin White Mask (1996) llegaban a durar más de 70’. Pero cuando entró en instalaciones se contuvo. Tanto su bastante genial Road To Mazatlan (1999), era una coreografía deliberadamente gay en medio del desierto americano y aunque los mencionados valores de producción fueran ya visibles, estos serían aún más aparentes en dos de sus mayores éxitos, Baltimore (2003) y True North (2004), las duraciones en ningún caso pasaban de 20 minutos.
Pero ya en su historia oriental Ten Thousand Waves (2010) no solo se iba a los 47’, sino que estaba ideada para 9 pantallas. Eso y una estética super pulida iban a conducir a una lícita pregunta sobre cierta megalomanía.
Y, sin embargo, Julien no es solo un esteticista. En Baltimore trataba de homenajear las películas de blaxplotation de los 70 (el actor principal es Melvin Van Peebles) y los problemas raciales que esas películas llevaron a las pantallas. En True North relata entre hielos la historia del expedicionario de color Matthew Henson (1866-1955), uno de los primeros en pisar el Polo Norte junto a Peary y luego olímpicamente olvidado en muchas historias de aquella conquista.
La actual Playtime viene a ser un largo bucle entre tres ciudades, Dubai, Londres y Reikiavik en Islandia. Es una película de la crisis donde vamos pasando a las confesiones íntimas de una emigrante como limpiadora a Dubai; la bolsa de esa ciudad, todo hombres; las oficinas vacías de Londres que acogen la conversación de unos especuladores ya plenamente digitalizados (gran referencia a los sonidos y ambientes de Tati en esta escena); al decaimiento absoluto de zonas de la capital islandesa; la simpáticas recomendaciones de un subastador de Arte londinense a los ricos de este mundo, a quienes pone como comienzo del coleccionismo su hija, que colecciona apasionadamente patitos de goma… Si, se trata de un bucle perverso y en el que unos sufren mientras otros parecen simplemente jugar. Con las vidas de los que sufren, relación que surge en Playtime simplemente de la yuxtaposición entre lo emocional y el cinismo.
Desde un punto de vista práctico y si se domina bastante bien el inglés, la oferta de Playtime, gratuita como es, es una gran forma de emplear algo más de una hora. La filmación es excelente y llena de detalles, las tres pantallas se utilizan con inteligencia, las actuaciones/testimonios son de primera, el sonido marca de la casa y la historia engancha. ¿Es esto lo que se espera del video-arte? Puede que no, que todo sea un poco excesivo y se presente con una prosopeya un poco inadecuada. Pero, siendo interesante esta pregunta, la fundamental para el público potencial sería ¿merece la pena? La respuesta, dependiendo de manías, prisas y juicios precios, podría ser ¿por qué no?