Decía el poeta Joan Margarit que la muerte era un “invento”. Lo han leído bien. Uno más de esos inventos que los humanos nos sacamos de la chistera para que sigamos todos metidos con la cabeza “en el lío” (“lío”, en castellano, es una palabra muy margaritiana, porque un lío, decía, te puede matar).
Hoy ese “invento” se lo ha llevado a él, ese conjunto de partículas elementales que aseguraba que era la vida se han disuelto “en el misterio” por un cáncer a los 82 años. Nos queda su poesía, en catalán y castellano, ese conjunto también de partículas cargadas de letras que destilan bálsamos cuando son más necesarios, sobre las heridas abiertas.
Llegado a la vejez con una lucidez extraordinaria, el llamado con razón “poeta del consuelo”, premio Cervantes en 2019, a las puertas, cómo no, de una pandemia, el humanista que dedicó su vida entera a crear vigas en verso que pudieran protegernos - “solo un poco, no gran cosa”-, de esta intemperie, se había dado cuenta de que otro poeta tenía razón: “El hombre inventó la muerte”.
Este es un verso de Yeats. Un aforismo casi esotérico e indescifrable para quienes seguimos metidos en “el lío”. Pero Margarit, unos meses antes de morir, lo comprendía perfectamente, y reía ante los ojos estupefactos del interlocutor.
Como los sabios clásicos, como los poetas que fueron expulsados de la ciudad por Platón (detestaba por ello a profesores y expertos, embalsamadores de la poesía), tenía ya pocos principios que esgrimir más allá de los versos escritos. Esperaba que, una vez cumplido el cometido, estos hablaran por ellos mismos.
“No hay nada gratis en esta vida”, aseguraba, y “no hay nada a destiempo”. Si se fijan bien, todo ese “lío” que serán sus vidas puede comprimirse en estas dos leyes fundamentales.
Para tener casa hay que ganar la guerra, así se tituló su libro de memorias. La guerra de Margarit ocupa una vida entera. No hay nada gratis y vivir no lo es. Vivir duele, y de ahí que su poesía fuera un acto de amor, el cobijo en Un asombroso invierno.
Conocía el poeta demasiado bien ese invento de la muerte. Sintió el mayor de los dolores: su hija Joana murió en el piso de arriba de su casa. Fue el único momento en que le gritó a la poesía, él que creía por norma en el equilibrio, en apartarse de la emoción inicial antes de escribir cualquier cosa, como buen arquitecto, profesor de cálculo de estructuras que era.
Y le dijo: o me ayudas o te abandono, o me sirves de consuelo ahora que mi hija se está muriendo o tú, poesía, eres una mierda. La poesía, claro está, vino a su rescate. Cómo no consolar a uno de sus favoritos, cómo no consolar a quien a tantos había consolado. El poeta escribió así el que consideró hasta su muerte su mejor libro: Joana. El único que escribió “en caliente”.
No hay nada a destiempo. Su historia está llena de velas rotas, arrecifes traicioneros. Nació en mitad de la guerra cainita y seguramente por ello decía que España le daba miedo desde los Reyes Católicos. Fue el 11 de mayo de 1938, en la madrugada, en Sanaüja (Lleida). Franco -“a hostias”- le robó el catalán y sus pasos iniciales y erráticos como poeta fueron en castellano.
Tardó más de veinte años en darse cuenta de su “grave error”. La cripta, el agujero, la fuerza elemental a la que todo poeta debe entregarse para levantar su catedral, es la lengua materna.
En su caso, era el catalán. Por eso siempre decía que su obra completa nacía de los restos de un naufragio a los 48 años. Fue con el catalán cuando conectó con ese poder que hoy tiene la bendición de refugiarnos.
Pero, entonces, testarudo, inteligente, tuvo otro susto (“la vida es un susto constante”): se dio cuenta de que no quería devolverle a Franco el castellano. “Faltaría más”. Lo había leído todo en esa lengua, la amaba también. Así que inventó un nuevo sistema. Un genial juego margaritiano del que salieron obras tan populares como Casa de Misericordia y todas sus obras completas.
Si lo han leído ustedes en catalán o en castellano, deben saber que nunca se tradujo a sí mismo, sino que creó estos poemas, que guardaba en papel, en un bolsillo próximo al corazón, a la vez y en ambas lenguas.
Primero nacía todo en la cripta materna, y después, germinadas las primeras palabras unos días en el útero catalán, saltaban también al castellano, y una y otra lengua se informaban y formaban, copulaban, se avisaban de errores y aciertos, creaban el poema a la vez, construían las bases de su poesía.
Humilde como los sabios que caminaron ya tranquilos en los márgenes de la carretera de la historia, consideró estúpido preguntarse si su obra iba a ser universal, si el poeta que había ganado el Cervantes o el premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana iba a saltar al Parnaso (otro “lío” más, seguramente).
Solo el tiempo escoge a los elegidos. A Margarit, en cambio, consciente de lo estúpida que es la vanidad, solo le interesaban los lectores, esa comunicación que para él era una comunión, un abrazo que seguirá suspendido en las partículas que forman el todo.
Sabía que uno, en este “lío”, lleva consigo sus miedos y que debes aprender a convivir con ellos. Para eso están las herramientas, pocas, “nada del otro mundo”, quizás, pero lo único que tenemos, y son las artes, son la música y la poesía. A la vejez “has de llegar leído”, deben cultivarse para tener el pequeño beneficio de su protección.
Decía que la bondad es más importante que la belleza, que la belleza debe ser una manifestación de esa bondad, y en cada uno de sus versos podemos leer entre líneas esta afirmación. Margarit fue un arquitecto completo. Ganó su casa porque nos construyó una casa a todos y nos la deja justo ahora en esta era de diluvios.
El asombroso invierno ha alcanzado al fin a unos de los poetas más populares. Pero no se entristezcan más de lo necesario, sigan en “el lío”. Solo sepan, como él supo, que todo eso es un invento, incluso, sí, tal vez la muerte. Todo, claro está, menos la poesía: “la única herramienta de consuelo que tenemos”.