Sería interesante conocer lo que Carmen Martín Gaite diría sobre la manera en la que ahora se comunica la sociedad. El ruido de las redes sociales, las conversaciones por mensajes, los emojis, los likes de Instagram. Murió hace 20 años, en concreto el día 23 de julio del año 2000, cuando el contacto con los otros aún no dependía tanto de la conexión a Internet ni de la tecnología. Teniendo en cuenta que ya le echaba la culpa a la televisión de la desaparición del placer de la charla, qué pensaría dos décadas después de abandonar su existencia terrenal.
La búsqueda del interlocutor es una constante en sus libros, de ahí el peso del diálogo en su obra en general. Para ella escribir era conversar con el lector y, de hecho, en una entrevista que le hizo Joaquín Soler en su programa A Fondo en TVE en 1981, declaró que: “Si la humanidad encontrase el tiempo y la capacidad para escuchar y ser escuchada la literatura no haría falta”.
No le gustaba afincarse en los recuerdos, pero sí hacía referencia bastante a sus años de juventud cuando hablaba del intercambio de palabras entre personas sin distracciones ajenas. Rememoraba los paseos y las charlas con sus compañeros del grupo de escritores al que se acabaría conociendo como Generación del Medio Siglo (o la de los niños de la guerra) en un Madrid silencioso y lleno de tabernas en las que les fiaban, porque tenían los bolsillos vacíos.
Aunque no siempre habían estado así, porque la escritora nació en el seno de una familia bastante acomodada y de ideas liberales en Salamanca. Su madre era gallega –lo que influyó mucho tanto en su manera de ser como en su obra– y su padre vallisoletano y notario. Decidió que tanto ella como su hermana Ana se educasen en casa con profesores particulares y con sus propias enseñanzas sobre historia y literatura.
La infancia transcurrió apacible en aquella casa de la salmantina plaza de los Bandos, en la que había un cuarto de atrás donde las niñas y sus amigos podían jugar y dar rienda suelta a sus ocurrencias. Ese espacio en el que no entraban ni las exigencias ni las restricciones de los adultos se convirtió en un lugar simbólico al que regresar para refugiarse. De hecho, esa especie de memorias –aunque ella huía de dicho género– con las que ganó el Premio Nacional de Narrativa en 1978 se titulan El cuarto de atrás (Destino).
Cuando estalló la Guerra Civil en 1936, ese albergue de libertad se convirtió en despensa y así se terminó abruptamente la infancia, sin una transición natural hacia la juventud. Puede que por eso el espíritu de la escritora siempre tuviese algo de niña que quería jugar. Aparecía en sus textos –de hecho, también hizo incursión en la literatura infantil–, en la mirada y en su aspecto, con la melena blanca recogida con clips a los lados y su boina.
Su juventud no fue convencional. En 1948 se licenció en Filología Románica en su ciudad natal, –después de pasar un tiempo estudiando en Coimbra, Portugal. Nada que ver con la trayectoria habitual de las mujeres de la época (en su promoción solo había otras siete estudiantes). Al año siguiente se mudó a Madrid tras estar una temporada en Francia y conoció, a través de Ignacio Aldecoa, a los escritores y escritoras de mitad de siglo con los que compartió generación literaria. Alfonso Sastre, Josefina Rodríguez Álvarez, Jesús Fernández Santos o Rafael Sánchez Ferlosio. Contrajo matrimonio con el último en 1953 y tuvieron dos hijos: en 1954 a Miguel, que murió a los siete meses de meningitis y en 1956 a Marta, que también murió prematuramente en 1985, con solo 29 años. El matrimonio se había divorciado en 1970 y madre e hija vivían juntas en Madrid.
Un ascenso fulgurante
Publicó su primer libro en 1954, una novela corta con tintes kafkianos titulada El Balneario (Siruela) con la que ganó el premio Café Gijón. Fue el inicio de una carrera prolífica y exitosa. En 1957 ganó el Premio Nadal con Entre visillos (Austral), su primera novela larga y en 1962 quedí finalista del Premio Biblioteca Breve de Narrativa con Ritmo lento (Destino).
Desde la publicación de dicha novela y hasta diez años después, cuando reapareció en la narrativa con Retahílas (Siruela) en 1974, Martín Gaite se retiró para investigar y escribir ensayos de historia. Según explicó en una entrevista en el programa Hablando con Cervantes del Instituto Cervantes en Nueva York y la universidad de la ciudad en 1996, esa decisión estuvo motivada en gran parte por la llegada del boom latinoamericano a España.
Las editoriales solo publicaban libros relacionados con “esa moda” y los escritores de su generación quedaron sepultados. De esa época salieron títulos como El proceso de Macanaz: historia de un empapelamiento (Taurus) o Usos amorosos del dieciocho en España (Anagrama). Aunque volvió a su “verdadero vicio, la novela”, siguió publicando más ensayos como Usos amorosos de la Postguerra española (Anagrama). Lo tituló así porque sabía que tenía posibilidades de vender y, así, se volvería a prestar atención al de 1973, que no había tenido mucho tirón (pese su aura fantasiosa, tenía los pies en el suelo). Con él ganó el Premio Anagrama de ensayo en 1987. Al año siguiente le concedieron el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y en 1994 el Premio Nacional de las Letras.
Pero mientras escribía los libros con los que iba recibiendo galardones, su actividad en otros campos fue más que prolífica. Tradujo al castellano a autores como Eça de Queiroz o Natalia Ginzburg, dió conferencias y clases en Estados Unidos, estrenó obras de teatro como A palo seco (1987) e hizo adaptaciones al cine de obras, entre otras de su relato Un alto en el camino (1976).
En 1990 publicó Caperucita en Manhattan (Siruela), uno de sus títulos de literatura infantil más apreciada por los adultos y en 1992, Nubosidad variable (Anagrama). Las siguieron otras de sus novelas más queridas por el público, ya rendido a su talento, como Lo raro es vivir (Anagrama) o Irse de casa (Anagrama). Su última obra fue Los parentescos (Anagrama), que se publicó el mismo año de su muerte, mes y medio después de que le diagnosticaran un cáncer a los 74 años.
Su hermana Ana se quedó como albacea de su obra y recuperó escritos, objetos y todos los materiales que pudo y los llevó a la casa familiar de El Boalo, que también se convirtió en un Centro de Estudios. El último fin de semana de cada mes se organizan visitas a la casa y en 2016, el Ayuntamiento de El Boalo Cerceda y Mataelpino puso en marcha el Premio de Narrativa que lleva el nombre de la escritora. Ana Martín Gaite murió en 2019 a los 95 años, después de haber dedicado las últimas dos décadas de su vida a velar por el recuerdo de su hermana. Ambas están enterradas ahora en El Boalo.
Coincidencia breve y tocaya
Hay casualidades que vienen de perlas para enlazar dos historias que se quieren contar. Esta es un tanto macabra, pero relaciona –y celebra– a dos mujeres esenciales para la historia de la cultura del país, que compartieron espacios, trabajos, amistad, nombre y una visión casi onírica de la realidad que ambas desarrollaron en sus obras.
Carmen Martín Gaite y Carmen Santonja, la mitad del venerado dúo musical Vainica Doble, murieron el mismo día del mismo año en Madrid a causa del cáncer. Muchos de sus amigos, conocidos y hasta admiradores sufrieron una pena doble, porque tenían a muchas personas en común.
Además de moverse por la escena cultural española durante las mismas décadas (aunque, curiosamente, ninguna de las dos era amante de la farándula ni musical ni literaria) trabajaron juntas en la serie Celia (TVE1, 1993), basada en los libros de la escritora Elena Fortún, de la que Martín Gaite era profunda admiradora. De hecho, en 1992 Alianza Editorial reeditó alguno de los libros de las aventuras protagonizadas por el personaje y ella se ocupó del prólogo del primero, Celia lo que dice (Alianza Editorial).
La hermana de Carmen Santonja era Elena, la presentadora del mítico programa de cocina Con las manos en la masa (TVE, 1984), que estaba casada con el escritor, director y productor Jaime de Armiñán. En 1971, este trabajó con otro director, José Luis Borau, en la película Mi querida señorita. Cuatro años después Borau les pidió a ‘las vainicas’ que le hiciesen la banda sonora de su película Furtivos y el dúo se introdujo definitivamente en el sector audiovisual.
Décadas más tarde, José Luis Borau conoció los libros de Celia a través de Carmen Martín Gaite, a la que pidió que fuese la guionista –además de novelista, ensayista, poeta, traductora y autora teatral también tenía experiencia en este campo-. Aunque al principio se mostró reticente, acabó aceptando y estrenaron la serie que se abría con una sintonía firmada por Vainica Doble, claro.
Carmen y Carmen trabajaron juntas para llevar a la televisión las aventuras de una niña fantasiosa, observadora y consciente de que la realidad en la que vivía podría ser mejor de lo que era en parte gracias a las palabras. Palabras que, al igual que ellas, veinte años después de su desaparición conjunta, siguen siendo necesarias.