Fueron un grupo de 35 presos republicanos españoles, entre ellos una mujer, que sufrieron como pocos la represión de los totalitarismos. Tras la victoria de los franquistas en la Guerra Civil, fueron internados en campos de refugiados del sur de Francia. Más tarde, cuando los alemanes invadieron el país en 1940, fueron trasladados como mano de obra prisionera, barata y casi esclava a la Alemania nazi. Alojados en Berlín, sobrevivieron a muchas penalidades y, cuando el régimen de Adolf Hitler sucumbió en 1945, se sumaron a la liberación de la capital alemana, ocuparon la Embajada franquista e izaron la bandera tricolor de la República. Pero en el colmo de las paradojas de aquella época convulsa y a pesar de que algunos de ellos eran comunistas, fueron detenidos por las tropas soviéticas, que no se fiaban de ellos. Así pues, los acusaron de haber colaborado con los nazis y sospecharon incluso de ellos como posibles espías. Desde Berlín los trasladaron a campos de internamiento en la URSS, al terrible Gulag.
Esta historia muy poco conocida era, pues, muy digna de ser contada en clave de novela o de crónica histórica. Al final, el joven historiador Julen Berrueta (San Sebastián, 1996) eligió la primera opción para Un amigo en el infierno (Espasa). “Elegí el formato de novela”, afirma Berrueta en una charla con elDiario.es, “porque existen muchas lagunas históricas en la trayectoria de ese grupo tan singular. Mientras se conocen bastantes datos de algunos de los integrantes, de otros apenas ha quedado rastro de sus biografías. Por todo ello, resultaba mejor novelar la historia y reducir los 35 miembros del grupo a solo 13 personajes. En cualquier caso, todos los acontecimientos de fondo responden a sucesos reales”. Periodista e historiador, Berrueta ha rastreado durante años en archivos, libros y periódicos, al tiempo que ha entrevistado también a algunos de los descendientes del grupo llamado los berlineses.
El autor de Un amigo en el infierno descubrió esta fascinante odisea cuando escribió un reportaje sobre la División Azul y lo que más le llamó la atención fue aquella fugaz ocupación de la Embajada franquista en Berlín. “Fue la última vez”, aclara Berrueta, “en mayo de 1945, que la bandera republicana pudo ser izada en un edificio público español”. En la capital alemana aquellos prisioneros trabajaron en una suerte de semiesclavitud, ya que las autoridades franquistas no tuvieron el menor interés en repatriarlos tras la invasión nazi de Francia. La novela, que narra un protagonista ficticio en primera persona, salta en varios periodos en un arco temporal que abarca desde 1936, inicio de la Guerra Civil, hasta 1954, cuando estos republicanos son liberados en los campos del Gulag tras la muerte de Stalin. Aquel internamiento en la URSS brinda a Berrueta una ocasión para mostrar el desencanto de algunos comunistas españoles con la brutal represión del estalinismo. “Es cierto”, señala, “que la mayoría de ellos se vio defraudada con el régimen soviético tras haber pasado por sus cárceles. Ahora bien, conviene afirmar que siguieron defendiendo ideas de izquierda, es decir, que se mantuvieron antifascistas y también antiestalinistas”.
Azules y rojos en lucha por la supervivencia
Un amigo en el infierno representa de algún modo una peculiar historia de amistad y de supervivencia y también de reconciliación entre gentes de los dos bandos que habían luchado en la Guerra Civil. En la Rusia profunda, a miles de kilómetros de sus casas, en unas condiciones miserables, pudieron reencontrarse azules y rojos, falangistas y comunistas, prisioneros todos. “Más que de una reconciliación, yo hablaría de un reencuentro de los dos bandos de nuestra guerra”, señala Julen Berrueta. “No todos llegaron a forjar una amistad”, añade, “pero está claro que algunos divisionarios, que habían combatido con los alemanes, ayudaron a compatriotas republicanos a sobrevivir en aquel campo de Oranki. La relación amistosa, al margen de las ideologías, de un republicano y un militar de la División Azul está novelada, pero responde a situaciones verídicas”. Cuando se le pregunta al autor del libro por las razones de esa complicidad, responde: “Ser compatriotas y la lucha por la supervivencia primó por encima de las ideologías. Una lengua y una cultura comunes propiciaron ese acercamiento entre españoles. De hecho, como dato curioso, los españoles también tuvieron buena relación con los rumanos del Gulag por la proximidad de los idiomas”.
A pesar de tratarse de un episodio poco abordado por la historiografía, unos 400 españoles sufrieron los rigores del terror soviético repartidos por unos 20 campos de internamiento, de los que una decena se situaba en Rusia y el resto repartidos entre Ucrania y Kazajistán. Según distintos estudios, un tercio de esos españoles murió tras las alambradas de aquellos siniestros recintos, muchos de ellos situados en las heladas estepas de Siberia. Castigos, hambre y frío fueron algunas de las causas de los fallecimientos. Al comparar los campos de concentración de los nazis y de los soviéticos, el filósofo búlgaro Tzvetan Todorov, citado en el libro, afirmó: “Enfermedades no cuidadas y propagadas por la mugre o el frío de las tundras siberianas mataban con igual crueldad que el gas, aunque más lentamente”. Sin entrar en una comparación entre los nazis y los estalinistas, Berrueta traza una diferencia sustancial entre unos y otros. “Los campos de concentración abiertos por Hitler estaban destinados al exterminio de los prisioneros, mientras el Gulag buscaba una despiadada reeducación de los disidentes”.
La pesadilla para aquellos republicanos, originarios de varias regiones, y para el resto de españoles del Gulag terminó con el deshielo en la URSS tras la muerte de Stalin en 1953. Poco a poco, las nuevas autoridades soviéticas fueron dejando en libertad a muchos de aquellos presos. La mayoría de los 35 llamados berlineses firmó un documento que los liberaba del campo de internamiento a cambio de quedarse a vivir en la Unión Soviética. Algunos optaron por trasladarse a la comunista Alemania oriental, otros marcharon a Francia y unos pocos regresaron a una España que habían abandonado a la fuerza en la primavera de 1939, al final de la Guerra Civil. La primera repatriación de españoles de la URSS en un barco de la Cruz Roja, llamado Semiramis, tuvo lugar en Barcelona en 1954 y fue acogido en una clave de propaganda anticomunista por parte de la dictadura de Franco. Pero las siguientes expediciones pasaron sin pena ni gloria. “Pese a su añoranza de España después de su trágica odisea”, explica Julen Berrueta, “aquellos republicanos regresaron a un país que ya no reconocían. Era un país bajo una brutal y vengativa dictadura y con una crisis económica que perduraba desde la posguerra. Algunos incluso volvieron a la URSS para instalarse allí de forma definitiva”.