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La vergüenza de ser moderno, documentada por un antropólogo

Ser moderno es una cosa muy antigua, una aspiración y una condena que nadie sabe bien en qué consiste. Para el moderno de ley, el que dormía en una tinaja, ser moderno implicaba una ruptura, una actitud contestataria, un plantarse en el centro mismo de su tiempo para comprenderlo y presentar resistencia.

Para el moderno contemporáneo, sin embargo, ser moderno estriba en todo lo contrario: una sumisión ciega al tiempo en marcha, una obediencia a los ritmos e inercias de la sociedad de consumo y una completa ausencia de valores espirituales. Ser moderno es hoy, más que ser, parecer.

En su primer libro, Iñaki Domínguez, licenciado en Filosofía y doctor en Antropología Cultural (Barcelona, 1981), trata de explicar cuáles son las dinámicas sociales y los procesos culturales que han llevado a expandirse a una subcultura que basa su identidad en la máscara, la apariencia y el acatamiento de dogmas, y en cuyo contexto resulta difícil establecer relaciones profundas ya que las aptitudes individuales carecen de utilidad comercial.

Modernos de pueblo

Domínguez, que juega al despiste definiéndose como moderno reinsertado, fecha el germen del moderneo en la España del tardofranquismo, cuando el crecimiento económico promovió el auge de las universidades y se dio al aperturismo turístico. Antes localiza el protohipster en figuras como la de Ramón Gómez de la Serna, pasa a definir constelaciones estéticas donde se irá afincando el moderneo por venir y se planta en los tiempos modernos detallando los planes de especulación urbanística que en los años 90 lograron reinventar zonas antes degradadas como Malasaña en Madrid o el Raval en Barcelona.

Hablamos de barrios donde el provinciano desplazado a la capital, casi siempre por estudios, anhela vivir para allí disolverse como individuo, trascender el yo y sentirse por fin cosmopolita. Un proceso de redefinición de la identidad según manden los cánones.

Los distingos de clase quedan disueltos frente a la evidencia: aunque la conducta del moderno es a menudo idéntica a la del pijo, en el sentido en que ambos se conducen llevados por la estulticia y una conciencia aturdida, no es necesario provenir de una clase alta para incorporarse a un colectivo que todavía ofrece múltiples avatares sin oficio ni beneficio.

Por otra parte, cada vez es más común el perfil entre el moderneo y el pijo-progre de derechas, e incluso lo que antes se llamaba el vividor. Domínguez nos descubre a personajes que son parodia de sí mismos como Brianda Fitz-James Stuart, nieta de la duquesa de Alba que ejerce de pinchadiscos, bloguera, ilustradora, diseñadora y un largo etcétera de profesiones simbólicas y “creativas”.

El perfil del moderno contemporáneo

El moderno contemporáneo sería un individuo que entrega su vida a una pulsión de consumo, donde obligación y devoción se pretenden indistinguibles. El trabajo, por tanto, ha de considerarse fuente de placer, algo que se sostiene en teorías dementes como que cada individuo posee un don, o en sofismas como que la creatividad, valor dudoso y sin embargo en alza, es una vocación.

El auge de embaucadores como los coach personales estaría directamente relacionado con la idea neoliberal de que la motivación y la responsabilidad personal son la única fuente del éxito o el fracaso. Esa es, según Domínguez, otra de las emanaciones del pensamiento positivo tan caro a los modernos, cuyo imperativo es echar a dormir la conciencia crítica y nunca poner la realidad en tela de juicio.

En Sociología del moderneo se relaciona esa idea del trabajo vocacional con una “promoción del consumo en el terreno de la educación”, donde se ofrecen cursos y másteres relacionados con profesiones creativas para las que en realidad no existe demanda. Para cuando lo descubran, los postulantes siempre podrán reciclarse en algunas de las nuevas ocupaciones precarias vinculadas a la publicidad, como la de SEO o community manager, o integrarse en el ámbito de la restauración, que hoy cuenta con gastrobares, locales brunch o restaurantes ecológicos donde una barba bien recortada y unos tatuajes ad hoc llegan a valorarse más que una eficiencia real como camarero.

La cultura y el lenguaje

El moderneo se quiere una bohemia apócrifa en cuya implantación es clave la prensa de tendencias, que tiene la función de acomodar el discurso –vacío– a las necesidades del mercado en tiempo real. La idea de “cultura”, además, funciona como coartada intelectual para el que carece de ella, con lo cual sería la materia más dúctil a esos propósitos.

Aunque no es más que un subterfugio para eludir ilustrarse, ejercer de cultureta sigue funcionando como sinónimo de moderneo. Para seguir esa vía bastará con visitar la exposición que ponga La Casa Encendida, mirarse dos pelis de David Lynch, subir un libro a Instagram y acudir de vez en cuando a un recital de poesía al que nunca llamaremos de esa manera, porque para qué si podemos llamarlo spoken word y así en el anglicismo redefinir y revalorizar nuestro entorno, lo mismo una magdalena reencarnada en muffin que un infeliz que no es que corra sino que hace running en el centro urbano.

Según Domínguez, esos filtros lingüísticos serían análogos a los que se aplican sobre las fotografías para distorsionar la realidad y así dotarla de supuesto glamur. Lo mismo ocurriría con la apreciación por parte del moderno de los objetos llamados vintage, en los que, lejos de ser entendidos como los entendía el modernista Valle-Inclán, como depositarios de una fuerza que oponer al tiempo, “se busca la autenticidad a través del artificio”.

En su afán de zafarse de la mediocridad que le rodea, el moderno rechaza mitos y tradiciones, reinterpreta objetos y espacios y en un triple salto mortal se hace aún más moderno que el moderno al uso cuando se salta las normas del moderneo tradicional, conducta que, según Domínguez, explicaría fenómenos como la apropiación de los bares castizos, sea el Palentino en Madrid o la proliferación de vermuterías en zonas muy concretas de Barcelona.

La familia y uno más

La trampa final del moderneo es también un logro apoteósico de su sistema: incorporar la descendencia a los efectivos del moderno. Ahora la familia puede ser unidad de consumo y seguir siendo “alternativa”. Para ello basta con calzarle al bebé una camiseta de los Ramones, ponerle un nombre exótico y llevarlo al SonarKids. “Cuando uno integra a sus hijos en un discurso de este tipo se convierte en moderno de nivel superior. (…) Todo ello refleja un ulterior desarrollo del narcisismo occidental en el que los hijos ya casi no se distinguen de sus padres, sino que son una prolongación identitaria de los mismos”.

Sociología del moderneo se abre hablando de las dificultades de fijar un análisis semejante en tanto en cuanto la modernidad se define por encontrarse todavía en transcurso. Sin embargo, las conclusiones hacia las que nos conduce la lectura parecen bien fundadas: mientras los primeros modernos españoles fueron transgresores intelectuales o disidentes, los actuales serían “cínicos representantes de un fin de ciclo”, productos de la globalización y cómplices directos del estancamiento cultural que padecemos.

Iñaki Domínguez, que entrevera en el texto su experiencia de hombre rijoso y saludable, explica todo esto en un ensayo riguroso y lleno de humorismo, sentido común y alguna que otra nota brillante a pie de página. Un libro divertido e irónico que elude la descalificación pero que tiene el talento para entrelinearla, que se ciñe a modales académicos para darse la posibilidad de burlarlos y que acaba por resultar una auténtica trampa para modernos. O sea, una lectura que puede salvarles.