'Apocalipsis Uuuuuuuaaaaaaa': Un diario de rodaje explora el enigma Albert Serra
“Esto es un puto desastre constante, una broma absurda y pesada, una tomadura de pelo, una mierda, un descontrol, un caos y una catástrofe permanentemente desorganizada”. Esa era la estimación del poeta Jaume C. Pons Alorda, a miércoles 7 de septiembre de 2011, sobre el desarrollo del rodaje de Història de la meva mort, la película catalana que un par de años más tarde sería galardonada con el Leopardo de Oro del festival suizo de Locarno.
Història de la meva mort era el cuarto largometraje de Albert Serra. Se planteaba como una suerte de crossover entre Giacomo Casanova y el conde Drácula; dos mitos de la voluptuosidad que, dispuestos como en una vieja película de terror barato, puentearían el camino de tierra quemada que va del siglo XVIII al XIX. Un tránsito desde el exceso y la galantería de las Luces al mundo tenebroso, esotérico y Romántico de la violencia. Sonaba a cine de explotación pero no era tal, si bien lo que se narra en Apocalipsis Uuuuuuuaaaaaaa, el diario de rodaje firmado por Alorda que acaba de editar Alpha Decay, puede llegar a confundirnos.
Profeta patafísico
Albert Serra (Banyoles, 1975) es un nostálgico activo de las vanguardias, lo cual implica que antes que él hubo otros. Ni siquiera hay que salirse del mapa para encontrarle ancestros a su cine en el de Pere Portabella o incluso en el de Jesús Franco, que como él se vanagloriaba -mentía- de no mirar nunca a través de la cámara. A diferencia de aquel, cuyo temario ligero y morboso impidió que se le validase más allá del circuito de consumo rápido, Serra ha sabido vencer esa resistencia entregando un cine del tedio que el peatón no entiende ni quiere entender pero que dispone, astuto, un reservado para acomodar en él al parásito institucional representado en academias, obras sociales y hospicios del arte contemporáneo. Una jugada que completa con un aparato teórico sencillo y pintón que a la crítica de gravedad le viene muy bien para descansar las meninges y florear la prosa.
Todo empezó cuando su película Honor de cavalleria (2006), una adaptación omisa y silvestre del Quijote, fue admitida en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes. Más tarde sería escogida por la revista Cahiers du Cinéma como una de las mejores del año entre el Death Proof de Tarantino, el Inland Empire de David Lynch o el Zodiac de David Fincher.
La opinión de esa biblia de la vanguardia cinematográfica, la misma que en 2001 había incluido en su lista anual la primera edición de Gran Hermano, calaría en un pueblo catalán, españolísimo cuando quiere, que en obediencia al reconocimiento del primer mundo se apresuraría en sacarle partido al paisano. Serra, por su parte, les iba a dar todo lo que pidieran: cháchara petulante, autosuficiencia inmutable, estilismo de dandi, boutades para titular y un sinfín de inconveniencias alegres como que todo el cine es una mierda, que los actores son seres despreciables y que el público es poco menos que idiota.
Las películas de Albert Serra no son ni buenas ni malas, sino todo lo contrario. A veces son incluso mejores. La primera, Crespià (2003), fue una franca anomalía previa al fenómeno; la última, Història de la meva mort , es una astracanada espléndida donde el autor saca todo el partido a un estilo ya fortificado en ciertas imposturas. Lo que todas comparten es que no se pueden explicar y que da igual cómo terminen. Son películas inmunes al spoiler porque en ellas no ocurre gran cosa, de hecho no ocurre casi ninguna, aunque esto tampoco es del todo cierto porque se trata de un cine más próximo a la poesía que a la prosa, un remanso que aspira a aislar alguna inmanencia conciliando lo grotesco, lo ridículo y lo sublime. Su objetivo es constituirse en absoluto.
El traje nuevo del emperador
“Serra intenta desnudar todo de retórica”, se dice en las páginas de Apocalipsis Uuuuuuuaaaaaaa, y el propósito parece natural en alguien con formación filológica, que cita a Proust con frecuencia y detesta toda la literatura contemporánea. Serra tampoco ve la tele, entiende que nuestra sobreexposición a las imágenes solo puede ser nociva y en alguna ocasión ha dicho que sus amigos se volvieron medio tontos con la mundialización de Internet.
Pese a toda esa lucidez, los indignados insisten en advertir que nos encontramos ante un farsante. Pero para hablar de farsa ha de existir un sentido oculto y Serra, en actitudes tomadas del Dalí Avida Dollars y del Warhol más lúdico, se muestra ufano recordando una y otra vez que si hace películas es solo para divertirse y ganar dinero, todo el que se pueda. Si luego el público decide abandonar la sala a media proyección no ha de ser problema suyo.
Ninguneado, el espectador más picajoso no se cansará de silbarle al cineasta los premios en un clamor que se verá espoleado por la tabarra de exégetas iluminados y por el pesebre que reserva espacios al embajador, a la voz procaz, al genio irreverente, a la figura utilitaria e inofensiva que pone la guinda de excentricidad a sus galas y corrillos. Entretanto el director, inmune a la parodia porque ha sabido apropiársela como arma preventiva, parece encontrarse muy cómodo como puta en el convento. Se mantiene impermeable a detractores y adoradores pero desde una distancia de seguridad les saca provecho y así va haciendo, muy consciente de que en la tensión de ambas partes es donde él se construye. Incluso más que en sí mismo. Serra sabe que como artista está un poco desnudo, por eso pone tanto esmero en el vestir.
El viaje a ninguna parte
En Apocalipsis Uuuuuuuaaaaaaa Jaume C. Pons Alorda se infiltra en el equipo de rodaje y escribe la crónica del sindiós ocurrido entre el 8 de agosto y el 16 de septiembre de 2011 en Viscri, Rumanía, mientras se intentaba rodar lo que sería Història de la meva mort. Sus páginas retratan a una tropa que busca un método y concluyen que el método está, precisamente, en no encontrarlo. Alcohol en abundancia, conductas tornadizas, salvajismo infantil, destrucción creativa. El caos como motor. Como Waiting for Sancho, el making of de Honor de cavalleria que dirigió el crítico canadiense Mark Peranson, este writing of que firma Pons Alorda pone al descubierto la tramoya y ratifica que el quid de la cuestión se encuentra en la performance de la filmación, que todo parte de esa fiesta y que el rodaje es el juego que ha de cuajar en el paisajismo psíquico que luego llamaremos películas.
Serra, que se define como el último incorruptible, graba cientos de horas a partir de instrucciones mínimas, anota todos los diálogos registrados y en el montaje bailará las imágenes que los contienen como si fueran literatura, cortando aquí y pegando allá para confeccionar su poema de colegial. La idea es despojar el cine de cine para recobrarlo como lenguaje. Y al espectador le pedirá, según sus propias palabras, la paciencia que él no tiene, porque entiende que mirar películas no deja de ser una pérdida de tiempo.
Desde el corazón de las tinieblas, Pons Alorda se refiere al trabajo del director como una combinación de caos, naturalidad, psicodelia, romanticismo, surrealismo... Y le atribuye una actitud que va “contra todo lo que significa ser moderno; contra la modernidad, o al menos contra aquello que nos hacen creer que es la modernidad”.
Todo esto se explica en Apocalipsis Uuuuuuuaaaaaaa, un fresco que alimenta el mito y custodia el misterio, pero cuyo testimonio entre lo atónito y lo espasmódico certifica a Serra como genuino sátrapa local en el coro berlanguiano que le asiste. “Esto ha tomado un rumbo original, divertido, inesperado”, escribía Alorda el martes 13 de septiembre de 2011. Y el guateque no había hecho más que empezar.