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Las palabras de Galeano caminan sin latir

Eduardo Galeano. 2008. Italia/ Imagen: Mariela De Marchi Moyano (Flickr).

Mónica Zas Marcos

Vladimir Nabokov murió con un deseo muy explícito y una orden categórica para sus familiares. Si no conseguía terminar la novela El original de Laura en sus últimos días, su esposa Vera tendría que quemar el borrador en una hoguera. Esta última voluntad fue ignorada por su mujer, a la que también debemos que la primera edición de Lolita no fuese reducida a cenizas. O eso dijo su hijo Dmitri cuando traspasó los derechos de la obra embrionaria a una editorial.

En una cura de conciencia, el vástago traidor recurría en el prólogo de Laura a otro perfeccionista vendido (en el sentido más apropiado de la palabra) por su amigo íntimo. Gracias a la desobediencia de Max Brod, hoy podemos leer algunas de las obras más emblemáticas de Franz Kafka como Metamorfosis, El Castillo y El Proceso. Estos albaceas caminan por la peligrosa línea entre el bien cultural y la avaricia ¿Son héroes o canallas? El gran debate de la literatura póstuma no se conforma con un gran éxito editorial.

El caso de Eduardo Galeano es un poco distinto, aunque no sabremos nunca hasta qué punto menos deshonesto. El escritor ya admitió que no volvería a leer Las venas abiertas de América Latina porque se desmayaría de aburrimiento. Era un maniático de la excelencia y jamás dejaba de pulir sus textos. Por eso las dos novelas póstumas de este pensador nos dejan una sensación inacabada, aunque sus representantes aseguren que él lo quería exactamente así. En El cazador de historias se repite el efecto que ya vivimos con Mujeres, tanto en formato como en fondo. Después de iniciarse con la crónica política y el análisis económico de Latinoamérica, decidió curarse en longitud con una prosa concisa a pequeña escala. “Revelar el universo a través del ojo de una cerradura”, como decía él. Así, esta nueva antología de relatos forma un mosaico con pedacitos de recuerdos del fútbol, mitologías incas, retratos de personas y de nadies.

Desde la editorial Siglo XXI aseguran que Galeano había cerrado con detalle milimétrico su última obra, incluida la foto de la portada. Sus piezas literarias siempre funcionan por acumulación, aunque parezcan redactadas de un plumazo, y giran todas alrededor de una misma temática. Por eso la última parte del libro -agregada por capricho de la editorial- parece inconexa con el resto de las páginas. Basta con leer el prólogo del editor Carlos Díaz para entender por qué. “Había empezado una nueva obra, de la que dejó escritas unas cuantas historias; le gustaba la idea de llamarla Garabatos”.

Estos pensamientos huérfanos se han incluido sin un consentimiento específico de su autor. Y a Galeano le gustaba referirse a la “palabra viva” para identificar un buen libro. “Las palabras caminan latiendo. Y en estos días, por pura casualidad, me entero de que en lengua turca caminar y corazón tienen la misma raíz”, reflexiona el pensador bajo el epígrafe Por qué escribo.

Sería injusto, no obstante, señalar la única licencia de la editorial como una invasión de su memoria. El cazador de historias lleva su firma hasta la última coma, incluyendo este pedazo adoptivo pero reconocible.

Esa pasión inútil

La literatura de Galeano fluye por dos vertientes. La primera pretendía despertar las conciencias de Occidente mediante una literatura amable sobre temas desgarradores. Como los muros altisonantes y mudos del Sáhara, Cisjordania, las vallas de Ceuta y Melilla o México; o sobre los nadies, “aquellos que cuestan menos que la bala que los mata”. La otra era una escritura tan personal que, con el simple hecho de leerla, parece que estemos manoseando la intimidad de su cerebelo.

El cazador de historias se podría englobar en la segunda. Arranca con historias de su infancia, retazos de los castigos que sufría en el colegio por su fresco compromiso social y panorámicas de su pueblo. No deja de incluir infancias ajenas, bíblicas o inventadas. También habla de los países que le acogieron en su exilio, de las cafeterías que han acunado a los mejores escritores, de los taxistas desconocidos de Estocolmo y de la pasión por el mar de sus nietos.

Le dedica una parte entera a la búsqueda de la vocación, las razones de su escritura -que tantas veces ha descrito en entrevistas- y las primeras borracheras junto a sus maestros literarios. Y concluye con una veintena de relatos cortos o garabatos sobre la muerte, escritos en sus últimos días de enfermedad, cuando las palabras vagaban solas por el mismo camino.

El sol nos ofrece un adiós siempre asombroso, que jamás repite el crepúsculo de ayer ni el de mañana. Él es el único que se marcha de tan prodigiosa manera. Sería una injusticia morir y ya no verlo.

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