La cara B de la cultura es tan fea como la pintan

En el siglo XIX nació Julia Pastrana, una mexicana que debido a sus rasgos indígenas fue catalogada en el gremio del espectáculo como “la mujer más fea del mundo”. Su rareza era tal que decidieron llevarla hasta Europa, donde actuó de acuerdo con la moral victoriana: cantó, bailó y fue sometida a exámenes médicos en público que revelaban de forma “científica” su exotismo. Se convirtió en un ejemplo de lo que estaba fuera de la norma y de lo que, precisamente por ello, debía ser señalado.

“Muchas culturas a lo largo de la historia han discriminado a personas con discapacidades, deformidades y enfermedades, y estas tensiones consecuentes continúan”, explica a eldiario.es Gretchen E. Henderson, profesora de Literatura Inglesa, investigadora de Historia del Arte y autora del libro Fealdad: una historia cultural recientemente publicado por la editorial Turner. Este no intenta filosofar en términos estéticos ni redefinir la “fealdad”, sino rastrearla a través de la historia para mostrar cómo nos hemos relacionado con un concepto que, según la propia docente, es “ambiguo y cambiante”.

Todo comenzó cuando Henderson exploraba otro aspecto también vinculado al de fealdad: el de deformidad. Fue entonces cuando descubrió la Ugly Face Club, una hermandad del siglo XVIII en Liverpool dedicada a luchar por el reconocimiento de personas feas en una sociedad donde lo importante es la belleza. De hecho, la palabra feo en inglés surge de un término medieval que significaba aterrador o repulsivo, a su vez derivado del nórdico antiguo como “ser temido”. Pero el concepto venía de mucho antes.

“La fealdad crece de muchas fuentes: desde Aristóteles, que llamó a las mujeres hombres deformes, pasando por los cuentos medievales de brujas convertidas en bellezas, a los espectáculos ”monstruosos“ del siglo XIX”, afirma la escritora. Y entrar dentro de esta categoría, además, tenía implicaciones más allá de las visuales. “En la antigüedad, la práctica de la fisonomía correlacionaba la apariencia externa con el valor interno, a menudo en términos morales”, añade la experta.

Sin embargo, lo feo no siempre tiene connotaciones negativas ni es lo opuesto a la concepción occidental de belleza. Como pone de ejemplo la escritora, “el arte japonés wabi-sabi valora la imperfección, lo degradado y marchito, lo torcido y envejecido”, atributos pueden que no sean bien recibidos en otras culturas. Este aprecio por “lo feo” también se ha utilizado para desafiar estándares sociales, ya sea en forma de el campo pictórico o en el de la publicidad menos corriente. “Recuperemos lo feo”, anunciaban con la obra musical de Shrek.

De esta forma, Henderson propone un recorrido por la historia de la fealdad dividida en tres capítulos. El tema es el mismo, pero las perspectivas cambian y, como consecuencia, también lo que es apartado de la norma. Resumimos algunos de sus puntos clave.

Lo “feo” como animal

En sí mismas las bestias no son feas, pero han terminado adquiriendo esa connotación cuando empezaron a rozar lo infrahumano, a convertirse en híbridos de personas y animales que han encarnado los miedos culturales a lo largo del tiempo. No obstante, este apartado no se reduce a un catálogo de fenómenos de feria, sino a personajes que lograron negociar su propia fealdad.

Un ejemplo de esto es el cíclope Polifemo, cuya historia se reelaboró y pasó de monstruoso a cómico. Mientras que en la Odisea de Homero es una bestia aterradora que mata a los hombres de Ulises, en la versión del poeta griego Eurípides la fealdad de Polifemo ya no aterroriza. Es un ser presentado como ridículo, borracho, que aúlla por doquier sin afinar.

“La historia de la fealdad no sigue una progresión ascendente a la iluminación, sino que se eleva y se sumerge como una curva sinusoide a medida que el mundo cambia y ‘la diferencia’ se presenta en nuevas formas”, destaca la docente. Pero el de Polifemo no es la única muestra.

El cuadro de La duquesa fea, realizado por el pintor flamenco Quentin Massys en 1513, fue subastado en 1920 bajo la premisa de que era “el retrato más feo del mundo” debido a que su objeto es una aristócrata “famosa por sus rasgos repugnantes”. La realidad, es que sufría una deformación facial fruto de la enfermedad de Paget. “Cuanto más contrapuestas sean las figuras, por ejemplo, los deformes frente a los hermosos, los viejos frente a los jóvenes, los fuertes frente a los débiles, más gustará el cuadro”, recogía Leonardo Da Vinci en su Tratado sobre la pintura. En ese contexto nació La duquesa fea.

Lo “feo” como grupo

Este segundo capítulo se pregunta por las prácticas en torno los considerados como grupos “feos”. Es decir, cómo ciertos colectivos, a veces alineados con cuestiones de raza, género o clase, eran tratados en base a lo que significaban sus cuerpos en. Los casos son múltiples y variados: son santificados, erotizados y hasta comercializados.

La obra de Henderson detalla cómo el emperador romano Heliogábalo tenía la costumbre de invitar a sus banquetes a hombres calvos, tuertos, altos o gordos para reírse al verlos todos juntos. Esto lo heredaron los británicos neoclásicos, quienes incluían comidas servidas por camareros con piernas de madera o manos temblorosas, cenas de tartamudos y carreras en las que competían lisiados, ancianos u obesos.

Los españoles tampoco se quedan atrás. En 1512 los conquistadores justificaban la conquista y esclavización de indios americanos por considerarlos “animales parlantes”. Palabras como “primitivo”, “salvaje” o “no civilizado” se caracterizaban fundamentalmente con lo ajeno, algo que era “demostrado” a través de estudios pseudocientíficos que en el fondo solo buscaban tener argumentos para la invasión.

“Los choques surgen cuando una cultura se ve a sí misma como mejor y estandariza las normas que pueden dejar a otros vulnerables a malos tratos. Este comportamiento puede tener graves consecuencias, desde leyes discriminatorias hasta la aparición de la eugenesia y el genocidio”, advierte Henderson.

Lo “feo” en los cinco sentidos

Las personas no solo ven, también oyen, saborean, huelen y tocan. Precisamente por ello, esta parte está centrada en analizar la fealdad a través de los cinco sentidos. En lo que respecta a lo óptico, muchas culturas creían que un “mal de ojo” podía hacer daño o que atisbar algo horroroso tenía implicaciones más allá de lo visible. Uno de esos mitos estuvo presente desde la Antigüedad hasta el siglo XIX y, según este, una mujer embarazada no podía ver algo aterrador porque de lo contrario acabaría deformando a su hijo en gestación.

La fealdad puede ser una puñalada crítica, pero también un grito de guerra, una dualidad bien presentada en lo sonoro. Desde sus comienzos, el jazz estuvo ligado al estereotipo racial, convirtiéndose en algo admirado y a la vez condenado. “El lenguaje de los monos, los chillidos y gruñidos de la jungla”, dijo Henry Ford en el periódico neoyorquino The Dearborn Independent.

El rock fue otro género denostado. Gran parte de culpa la tiene el trasfondo de la caza de brujas contra los comunistas en EEUU de los años 50, contexto que motivó a Frank Sinatra a ridiculizarlo como “la forma de expresión más brutal, fea, degenerada y viciosa”. Hoy día, esa misma música llena estadios. Porque, como recalca Henderson, al final la palabra feo “puede sugerir más sobre el observador que sobre lo observado”.