Douglas Stuart o aquel chico gay de clase obrera a quien Escocia se lo dio todo

Carmen López

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En el año 2000, el grupo británico Hefner lanzó una canción cuya letra refleja bastante bien el sentimiento de muchos de los que sufrieron las consecuencias de las políticas de ‘La Dama de Hierro’ en los años 80. Sin ningún tipo de sutileza, Darren Hayman canta: “Nos reiremos el día que Thatcher muera, / aunque sepamos que no está bien / bailaremos y cantaremos toda la noche” y una década después se demostró que había sido un visionario. Cuando la exmandataria de Reino Unido falleció en 2013, las calles de muchas ciudades se llenaron de personas que descorcharon botellas de champán y gritaron lemas como “ya era hora” y “la bruja está muerta”, la frase de El mago de Oz con la que Hayman cierra su réquiem. No fue el único que le dedicó versos de desprecio, porque Maggie fue una gran inspiradora para músicos como Morrissey, que también se preguntaba cuándo iba a desaparecer de una vez en Margaret on the guillotine o para la banda The Jam, que en 1982 exponía cómo de dura era la vida por su culpa en Town Called Malice: “Lucha tras lucha, año tras año / La atmósfera es una fina mezcla de hielo / Estoy casi muerto de frío”.

Glasgow fue una de las ciudades más afectadas por el neoliberalismo de Thatcher que llevó al desmantelamiento de la industria que daba de comer a miles de familias. Con el paro llegó la pobreza a los barrios obreros y la desesperanza a los hombres que habían dedicado su vida a trabajar en los astilleros y que ahora no tenían más opciones que buscar un empleo en un mercado en el que no tenían sitio. Esta situación conllevó el aumento de la tasa de alcoholismo, la violencia y las enfermedades mentales de la población que, si bien nunca había tenido una vida demasiado fácil, ahora se había quedado sin opciones. La historia es la misma que la que se vivió al mismo tiempo en muchos países en los que también se aplicaron medidas parecidas, sin ir más lejos, España. Un desastre en cadena que dejó muertos a su paso.

Una de esas víctimas fue la madre del escritor Douglas Stuart, que murió cuando él tenía 16 años a causa de su adicción al alcohol. Nacido en Glasgow en 1976 en el seno de una familia obrera, vivió en persona todos los problemas sociales de la época a los que se sumó su homosexualidad, un factor que no le ayudó precisamente. Pero las experiencias negativas de esas primeras décadas de su biografía sirvieron de base para su primera novela Historia de Shuggie Bain, que se publicó en 2020 y ganó el prestigioso Premio Booker, entre otros galardones importantes. Se tradujo a más de 30 lenguas y a España llegó el año pasado traducida al castellano por Francisco González López (Sexto Piso) y al catalán por Núria Busquet Molist (Edicions de 1984).

Stuart vuelve ahora a las librerías con su segunda novela, Un lugar para Mungo, editada por Random House con traducción, de nuevo, de Francisco González López. En el primer título, el protagonista era un joven queer de un barrio obrero de Glasgow con una relación muy estrecha con su madre, adicta al alcohol. Con Mungo ha vuelto al mismo escenario y a unos personajes similares, pero el escritor explica a este medio que no se trata ni de una continuación ni de una repetición. Aunque tengan puntos en común, no son las mismas personas. “De nuevo hay una madre alcohólica en el libro y parece que vuelvo a lo mismo, pero no es así. A las mujeres enseguida se les pone la etiqueta de ‘malas madres’ y ya no se habla de otras cosas que las caracterizan. Y yo quería mostrar a través de estos personajes que no es así. Aunque las dos son de Glasgow y de clase obrera, la adicción no es una personalidad sino una circunstancia”, declara Stuart.

Si con Shuggie Bain exploraba el universo de la feminidad, esta última aborda con más profundidad el tema de la masculinidad. Los hombres que rodean a Mungo son rudos, toscos y tienen serios problemas para comunicarse y expresar sus sentimientos o sus miedos. Las normas del patriarcado se cuelan por todas las grietas que encuentra, incluidas las de los hombres que lo sostienen. “Imagínate tener todo ese miedo y esa frustración y que nadie te pregunte cómo estás, si estás contento, si te pasa algo. Esos hombres no podían decir cómo se sentían, porque si lo decían, se echaban a llorar, y ya tenemos lluvia de sobra en esta puñetera ciudad”, dice en determinado momento la vecina de Mungo, la señora Campbell, después de que su marido le pegue una paliza. El escritor explica al respecto de este tipo de reflexiones que “los hombres hacían trabajos muy peligrosos, podían morir en los astilleros. Ellos no decían nada y las mujeres no preguntaban por miedo a desatar a la bestia, porque el hombre intentaba escapar y evadirse bebiendo en exceso en algunos casos, otros caían en depresión y otros tenían arrebatos de violencia”. “Yo quería mostrar un pedacito de esa masculinidad”, añade.

La violencia es constante en el libro. Además de la ejercida sobre las mujeres, también está representada la que se establece entre bandas enfrentadas –protestantes y católicos– en el mismo territorio. Uno de los cabecillas de la banda de los protestantes es Hamish, el hermano mayor de Mungo, que le obliga a participar en las batallas campales para ‘hacerle un hombre de verdad’. En un barrio de bloques de edificios planificados sin sentido de comunidad, en el que no hay bibliotecas, piscinas o ni siquiera demasiadas tiendas, los chavales no tienen mucho más que hacer que estar en unas calles que consideran un territorio propio a defender. Para Stuart, esa violencia personificada en Hamish surge de dos vertientes: una, el aburrimiento y otra, la necesidad de sentirse un macho alfa y que los demás le reconozcan como tal. Ambas bandas se generan por los mismos motivos: “Por la reputación y porque es divertido pelearse y después emborracharse con los amigos y revivir todo lo que ha pasado. Es un comportamiento muy tribal”, asevera el autor.

Un amor shakesperiano

La novela se divide en dos tramas que transcurren en paralelo hasta que se entrelazan al final. Por un lado, narra la acampada a la que la madre del protagonista obliga a acudir junto a dos hombres que conoce en una de sus reuniones de Alcohólicos Anónimos. Ha descubierto que su hijo es gay y piensa que la experiencia le convertirá en un hombre de provecho sin imaginar que, en realidad, le está mandando al infierno en autobús.

“Yo crecí en un mundo que nos decía que el mejor lugar para un joven era estar rodeado de otros hombres. Era una época muy naif, no habían salido a la luz los abusos en la iglesia, la policía o los boy scouts, éramos muy ingenuos”, explica el escritor al respecto de la historia de la excursión. “Era un mundo muy intolerante con los chavales gays o con una identidad sexual alternativa a la norma, y te decían ‘tú no puedes ser esto porque te vas a convertir en un monstruo así que vamos a arreglarte”. La capacidad del protagonista para sobrevivir a los abusos y reponerse es casi milagrosa. “El sufrimiento en Mungo es transformación. La versión de masculinidad es tan estrecha de miras que eso le hace sufrir porque no encaja con todas esas cosas, pero en esa excursión se convierte en un hombre más violento y más aterrorizador de lo que se podrían imaginar”, sostiene el escritor. “Hablo de la violencia loca que todos podemos llevar dentro y eso es lo que pasa cuando pedimos que se vuelva oscura una figura que tiene mucha luz dentro”.

Por otro lado, cuenta la vida cotidiana de Mungo, un adolescente sensible y tímido que no encuentra su lugar en el mundo que le ha tocado vivir. Mientras lidia con su realidad, conoce a su vecino James, un joven católico con el que explora su sexualidad y del que se enamora. De hecho, en su esencia, esta es una novela de amor con similitudes a Romeo y Julieta: una relación imposible entre dos personas pertenecientes a bandas enfrentadas que quieren impedir el noviazgo a toda costa. Dos seres incomprendidos que encuentran en el otro la esperanza de una vida mejor.

“Sí, mi propósito era contar una historia de amor y aludo bastante a esa obra de Shakespeare. Por ejemplo, cuando miran por la ventana y se ven de bloque a bloque donde viven aislados o con el símbolo del castillo de James, porque en el primer momento que aparece en la historia está arriba, como Julieta”, dice Stuart. Cuando el escritor era joven y vivía en un barrio como el de Mungo, pensaba que era el único gay que había allí por la falta de visibilidad del colectivo aunque, por mera estadística, tenía que haber muchos más. “Quería demostrar que el amor es salvación, que el amor es redención. Le di a Mungo la historia de amor que me habría gustado vivir y que nunca tuve”, sostiene.

La novela transcurre durante los años 90 del siglo XX. Desde entonces, las cosas han mejorado bastante –si bien su situación dista bastante de ser ideal– para la comunidad LGTBI+ aunque Stuart considera que no han registrado bien su historia: “A veces nos centramos en lo bonito, los progresos y los avances pero, por ejemplo, en la literatura lo hemos hecho fatal porque tenemos un canon de queer pero no se cruza con la vida de la familia obrera. Solo llega a la clase media, no más abajo”. Glasgow ha sido escogida como la novena mejor ciudad del mundo para ser gay, pero Stuart quiere que las generaciones más jóvenes sepan que no siempre ha sido así y que el camino recorrido no ha sido fácil. “A veces dicen que yo hago ficción histórica y no quiero considerarme tan mayor porque no fue hace tanto y mi juventud fue dura”, afirma.

Educación pública, no meritocracia

Douglas Stuart perdió a su padre cuando aún era un niño y a su madre a los 16 años. Huérfano, consiguió salir adelante, primero trabajando en la industria textil de su ciudad y después como diseñador de moda en Nueva York. Aunque el suyo parece uno de esos casos que presentan los interesados en demostrar que la meritocracia existe, él afirma que fue una cuestión de orgullo obrero heredado de su familia y de las oportunidades que le brindó la educación pública de su país que, en su época, aún funcionaba lo suficientemente bien como para que un chaval sin recursos pudiese optar a unos estudios superiores.

“Gracias al Gobierno socialista pude pasar a estudios superiores con una pequeña beca y, aunque tuve que trabajar para mantenerme, eso me cambió la vida. A mí me creó Escocia y esa fe que tenían en el sistema educativo, algo que hoy no pasa”, asevera. Aun así, sus orígenes le condicionaron a la hora de escoger su camino: “A los 16 años yo quería estudiar literatura inglesa, pero pensé que no destacaría por el barrio de donde venía. Casi no había leído nada, así que me fui hacia el mundo textil y de ahí ya pasé a ser diseñador de moda. Nunca se me habría ocurrido ir a Nueva York y cuando fui no me esperaba quedarme tanto”, comenta entre risas y con un punto de incredulidad.

Su experiencia en el mundo de la moda se refleja en las páginas del libro a la hora de construir a los personajes. Son detalles que pueden pasar desapercibidos, pero las Adidas Samba que Hamish lleva en sus peleas, las zapatillas Nike blancas que su madre compra en un momento de bonanza o la manera de vestir del vecino homosexual, que marca su cintura como una mujer vestida con el New Look de Dior, son determinantes para que el lector los ubique, aunque sea de manera inconsciente. Esos personajes también reflexionan sobre la sociedad en la que viven a través de la ropa que ven en los demás, porque como dice Hamish, solo la gente que tiene dinero de verdad puede permitirse vestir como le da la gana.

“A mi me fascina la psicología de la ropa porque revela u oculta cosas de la persona, es un lugar maravilloso desde el que empezar a escribir un personaje”, afirma Stuart. Pese a que escribe novelas celebradas a nivel internacional, él no tiene formación en literatura pero remarca que sí tiene un doctorado en moda. “Todo lo planteo desde un prisma muy visual, así que antes de un capítulo ya lo veo como si fuese una película muda y lo que tengo que hacer es ponerle palabras a eso”, explica. Esa manera de describir escenarios y personajes le permite presentar el escenario para que el lector lo imagine en su mente sin que él emita juicios de valor.

La última gran cuestión es por qué el protagonista se llama Mungo y no David o cualquier otro nombre más común en su entorno. Esa rareza se cuestiona en la novela y, de hecho, el propio personaje duda de esa decisión materna que le hace destacar aún más entre el resto de chavales, cuando lo que él querría es pasar lo más desapercibido posible. “Mi decisión de ponerle Mungo fue porque es el patrón de la ciudad, que es un santo adorado pero que nunca fue mártir. Hacía milagros casi infantiloides como devolverle la vida a un pájaro o hacer sonar una campanilla, muy dulces. Como lo es el personaje”, comenta Stuart. Un dato extra para quienes lleguen a la última frase de la novela y se queden con la gran duda y el nudo en el pecho, Stuart desliza: “No lo puse, pero quiero pensar que fue sí”.