“En mi generación hay una vuelta a tomarse la literatura en serio porque nos han jodido”
Con La hora violeta, Sergio del Molino (Madrid, 1979) abordó un tema que apenas se lee en la literatura española más actual: la muerte por leucemia de su propio hijo a los dos años. La novela fue considerada una de las más importantes de 2013. Ahora vuelve en Lo que a nadie le importa (Literatura Random House) con otro asunto poco ligero: la historia de su abuelo, José Molina. Del Molino narra cómo luchó en el frente nacional y cómo vivió durante el franquismo en un pequeño piso del barrio madrileño de Embajadores. No hay heroísmo ni épica. Sólo hedor y miseria. Literatura intensa, marca de la casa de una generación que, como él mismo dice, ya no se puede permitir la frivolidad porque “nos han jodido la vida”.
Lo que a nadie le importa, pero a su nieto, sí. ¿O no fue así el inicio de esta historia?Lo que a nadie le importa,
Es la palanca que me llevó a escribirlo y parte de una conversación que tuve con mi madre. Ella me decía, “si tu abuelo es una persona muy gris, eso no le importa a nadie”. Yo me quedé con eso y pensé, voy a hacer que eso importe. En la literatura no importa el tema, importa cómo lo tratas. De la nada, si lo trabajas bien, puedes hacer algo transcendente y que importe. Está ese juego y luego también estoy contando la vida de gente que está al margen del relato oficial.
En ‘La hora violeta’ hablaba de su hijo y en esta novela de sus abuelos. La familia como el gran relato literario.
La familia es el gran catalizador. Y eso ya los sabían los rusos en el siglo XIX. La gran novela es una novela de familia y de matrimonio. Te dicen que los grandes novelones del siglo XIX tenían sentido por razones económicas, porque eran los grandes folletines que iban por entregas y la gente tenía mucho tiempo para leer, pero no, eran tan gordos porque los matrimonios eran muy largos. A la novela la mató el divorcio. Ahora, como los matrimonios duran tres años, te da para novelitas. La familia es el gran tema literario, porque es donde están las tensiones, los conflictos, de donde viene tu identidad, de donde sale todo. Y eso es lo que acaba importando.
En este libro también es crítico con la generación postfranquismo. Hay un pasaje en el que cuenta la anécdota de cómo Alfredo Relaño contó en El País con mucha socarronería la historia del Campo de Gas al que iba su abuelo a ver la lucha libre. Y critica esa socarronería. ¿Tenemos los nietos que darle la vuelta a todo esto?
Para los nietos, nuestros abuelos son personajes de respeto y dignidad, mientras que nuestros padres son peleles, caricaturas a los que nos toca odiar. El conflicto generacional abarca tres generaciones. Por eos yo ahí estoy viendo a mi abuelo con ojos de nieto y no soporta que otros le vean como alguien ridículo e idiota, que es como se retrató la España del franquismo desde los años 70. Las películas de Berlanga contribuyeron mucho a eso, de una manera muy buena, pero es verdad que transmiten una España caricaturesca y de una generación muy idiota. Y nosotros, que lo miramos desde una perspectiva de nietos, los vemos mucho más dignos y no tan tontos.
Pero lo que nos ha llegado es el relato que nuestros padres hicieron el país en el que vivimos.
Sí, pero ese país se está acabando, ahora estamos creando otro. Cada generación funda su propio país.
Parece que Podemos, Ganemos son algo de eso.
Sí, ahora ha emergido nuestra generación. Igual un poquito tarde, pero no nos conformamos con el país que hay y estamos creando uno nuevo que al final será rechazado por nuestros hijos. Pero sí, está emergiendo porque se nos ha dado la oportunidad. Eso que dicen los de Podemos de la ‘ventana de oportunidades’, que a mí me parece de un cinismo político aterrador, pero sí, se está emergiendo un nuevo país y se está derribando otro. Yo tengo mucha incertidumbre de qué va a ser, porque además no tengo ninguna confianza en mi propia generación.
¿Por qué no tiene confianza?
Quizá porque soy más conservador de lo que yo me creo y prefiero lo malo conocido que lo bueno por conocer. Yo creo que tenemos un ánimo de demoler muy fuerte y vigoroso e igual eso nos puede pasar factura. Hay una experiencia de siglo XX que ha sido muy demoledor de muchas cosas y nos ha demostrado que las demoliciones apresuradas no han traído nada bueno. Yo hasta ahora he crecido en un país que con todas sus corrupciones y miserias lo veía habitable, desde luego mucho más que el país de mis abuelos y el de mis padres. Y de esa incertidumbre de no sé qué país vamos a construir nosotros me deja un poco in albis.
En la primera parte del libro cuenta cómo su abuelo vivió la guerra en el bando franquista. Hay un esfuerzo en hablar del hedor, de la mierda y de los Ideales como una marca de tabaco y nada más. Fuera romanticismo, fuera Malraux y fuera Almudena Grandes.
La guerra solo la disfrutan los señoritos que juegan a la guerra. Y aquí en España los había en los dos bandos. Gente que disfrutaba de la guerra, que le ponía porque realmente no la sufría como algo impuesto. Para ellos, era como una aventura de boy scout. Por ejemplo, el caso de Rafael Alberti o de toda esta gente que jugaba a la guerra, y que llegaba a escribir que le gustaba, que era el momento más intenso de su vida y más emocionante, cuando me parece de un romanticismo adolescente estúpido y muy irresponsable porque esas sensaciones que a ti te llegaban tanto de heroicidad estaban llevando a la miseria y puteando a la mayoría de la gente del país que no quería eso.
La guerra fundamentalmente es una mierda y no tiene absolutamente nada bueno. Puede haber cuatro que la manejan, que la disfrutan porque son ellos los que la han provocado, pero son cuatro. Una guerra no estalla porque un país empiece a enfrentarse unos con otros, sino porque cuatro se enfrentan con otros cuatro. Por eso quería expresar la guerra como algo que te pasa por encima, que no puedes evitar, que no tiene nada bueno y que a lo único que aspira José Molina [su abuelo] es a llegar vivo al día siguiente.
Cuando empecé a investigar la vida de mi abuelo fui a buscar su expediente militar. Lo encontré y vi toda su guerra detallada con todos los datos de dónde estuvo y qué hizo. Al leerlo mi madre no le dio mucha importancia, pero yo, que he estudiado mucho la Guerra Civil, sobre todo la parte bélica, me doy cuenta de que este hombre ha estado en las batallas más duras siempre en primera línea y usado como carne de cañón. Ha llegado vivo de milagro porque él estaba encuadrado para morir. Por tanto, estoy viendo la historia de un desgraciado que ha visto lo peor de la guerra sin posibilidad de elección de nada. Esto me impactó mucho y de repente me puse en su piel y sentí la desolación de un chaval de 20 años que se ve metido en medio de aquello, no sabe cómo salir ni por qué está allí ni qué está pasando, y eso condiciona toda su vida. E intento tomar esa perspectiva, que creo que es la de muchos españoles.
Y también cita a Arturo Barea, que precisamente narró la guerra de Marruecos como algo nauseabundo y muy poco épico.
Es muy distinto a como lo cuenta [Ramón J.] Sender que hace Imán donde antepone la justificación ideológica a su propia vivencia y hace un relato muy distante con un componente épico que no tiene Arturo Barea, que sí dice, ‘vaya mierda, qué hacemos aquí’. Yo lo leí de chaval y me impactó mucho.
En Lo que a nadie le importa hay sentimentalismo, pero nada de cursilería. El libro ‘La cultura de la cursilería. Mal gusto, clase y kitsch en la España moderna’ habla precisamente de lo cursis que éramos (o que eran) en el franquismo. Lo que a nadie le importa
Es que lo cursi es propio de hijos de puta. Tengo la sospecha de que detrás de un cursi se esconde un hijo de puta. Mira la letra de Cara el sol, mira Pemán, el poeta oficial del Régimen. Es el colmo de lo cursi, de lo melifluo. Generalmente los regímenes muy autoritarios y violentos suelen generar una cultura muy cursi que esconde sus intenciones. La gente cruel tiende a lo cursi. Lo cursi suele ser un parapeto de gente desalmada porque es gente que se mira mucho el ombligo, muy hipersensible, pero sólo para ellos, es gente muy poco empática. Y yo eso lo rechazo muchísimo, porque además creo que destroza la literatura. Detrás de la cursilería no hay honestidad. No te puedes fiar de un cursi.
¿Estamos rodeados de mucho cursi ahora mismo?
Los cursis siempre abundan. Además, es fácil ser un cursi y tiene buena prensa.
¿Qué sintió al ir a visitar los parajes donde batalló su abuelo?
Mucho menos impacto de lo que pensaba. Me molestaba, en el Merengue, verlo todo tan musealizado, porque me distanciaba mucho del lugar. Pero los lugares de la batalla del Ebro impresionan más porque está todo menos tocado, y se reconocen algunas fotos de la batalla. Sentí amplificada su soledad. Tuve una cierta epifanía, comprensión de su soledad. Y a mí, que soy muy racional, me molesta mucho cuando la emoción se me dispara y no sé bien por qué, y eso me pasó.
¿Deberíamos hacer más memoria de estos lugares? Porque hay sitios muy abandonados. Nada que ver con lo que ha hecho Alemania con sus campos de exterminio.
No lo creo. Estoy leyendo ahora El haya y el abedul, un ensayo de Camille de Toledo, que dice cómo la memoria ha influido en Europa y por ejemplo cuenta que los estudiantes israelíes tienen una asignatura que se llama Holocausto. Y claro, para ellos la memoria es un tostón, es volver del recreo y a la asignatura de Holocausto. Al final se acaba convirtiendo en una liturgia vacía, una veneración muy vacía que nadie se cree. Un exceso de recuerdo al final lo que acaba creando es una generación descreída que se toma aquello como la obligación de ir a misa, una cosa que no va con ellos. España aún tiene muchos recuerdos de la Guerra Civil. Está lleno, pero como es una memoria conflictiva no es tan oficial. Pero eso yo creo que puede ser bueno porque evita esa liturgia vacía y nos permite volver a la memoria de una forma seria. No creo que sea bueno oficializar la memoria.
Pero ha estado siempre mucho más presente por parte del bando vencedor. Hasta hace cuatro días apenas se sabían muchas cosas del bando republicano. Dónde estaban los muertos, por ejemplo.
Evidentemente. Pero yo vivo en Zaragoza y en el cementerio de Torrero, donde hubo un montón de fusilamientos, tiene un monumento enorme con el nombre de todos los fusilados durante la Guerra Civil y la dictadura, y es un memorial que se puede visitar y está muy presente en la ciudad. Así que yo creo que sí que está presente, pero es verdad que de una manera no amparada por el Estado, como está en Alemania o Francia. Y yo quiero que esté presente, pero que no se convierta en una asignatura obligatoria de clase.
La novela también es crítica con la imagen festiva del Madrid de los cincuenta o sesenta con esa Celia Gámez, o esa Ava Gardner de juerga continua. En su libro aparece el Madrid sucio y obrero. ¿Había que romper con los mitos?
Tampoco es mi intención romper el relato histórico. Yo quiero hacer literatura fundamentalmente. Pero sí te das cuenta de que hay una glorificación que se ha dado por parte de los herederos de los dos bandos de ese Madrid un poco festivo y de una juerga estupenda. Eso le interesaba mucho al franquismo. Pero se hicieron películas entonces como Surcos, de cineastas que no estaban muy bien vistos por el Régimen pero que no se podían tocar porque eran camisas viejas, que intentaban contar eso. Curiosamente eso se ha transmitido a la izquierda, que no ha reivindicado el cine de José Antonio Nieves Conde y ha preferido perpetuar el relato del Madrid frívolo, básicamente porque las figuras de la izquierda, como Fernán-Gómez o José Sacristán, venían de ese Madrid y estaban legitimando su propia historia.
Basicamente también porque, como alguien ha dicho ya, los ochenta también fueron frívolos.
Sí, totalmente. Venías de mucha miseria y no querías que estuvieran todo el día contándote las lentejas. La gente quería otra cosa, divertirse. Y estaba bien, porque España era un país muy aburrido.
La novela es una mezcla de ficción con hechos muy reales. ¿Hay alguna etiqueta para encuadrarla? ¿Ensayo, ficción?
Para mí, es una novela, porque yo creo que la novela lo abarca todo, pero igual como lector tengo una mentalidad más abierta que otros lectores que buscan una clasificación más estanca. Yo no necesito que me lo clasifiquen. Para mí, todo es novela. Intento huir de las etiquetas, me gusta que el texto sea híbrido, que sea difícil de clasificar, que haya un crítico que diga que esto no es una novela y que otros digan lo contrario. Me sitúo deliberadamente en un terreno híbrido, que es donde yo creo que está la literatura que a mí me interesa. El lector tiene que hacer lo que le pida el cuerpo, y luego ya otros clasificarán. Por eso yo creo que las librerías tienen un exceso de etiquetado. A mí me gustaría una librería en la que las asociaciones fueran más libres. Que esté todo un poco más desordenado y mezclado.
¿Los elementos de la vida son los mejores para ficcionar?
Yo creo que sí, y todos los escritores al final tiran de ellos, aunque sea para hacer construcciones muy elaboradas y fantasiosas. Pero tú investigas y en las cosas más delirantes y mundos más alienígenas de Philip K. Dick al final siempre hay algo de él. O en Lovecraft, en Los profundos lo que hay es un miedo que él tenía tremendo a los inmigrantes irlandeses, que le parecían gente tremebunda que le iba a devorar. Todo escritor se nutre de lo que ve y de lo que siente, incluida Alicia en el País de las Maravillas. Yo estoy en un presupuesto en el que no creo que sea necesario construir mundos ni crear muchas barreras entre mi experiencia y el lector. La literatura que merece la pena tiene que ver con la propia experiencia del escritor.
Hasta hace unos años hemos hablado mucho de la autoficción, pero para contar historias un tanto superficiales. Usted se lanza a los temas que nadie de nuestra generación toca: los secretos de los abuelos, la muerte del hijo…
La literatura tiene que ir al núcleo. Literatura no es una carta de amor adolescente o un mensaje de whatsapp para ligar. La literatura tiene que buscar algo que te impacte y que explore la condición humana. Y eso sólo se puede hacer excavando hondo.
Los escritores que son cinco o seis años más mayores que nosotros rechazaron eso. Había mucha más frivolidad. Lo pudimos ver en la literatura, en la música o en el cine.
Sí, sí, de hecho había un rechazo muy grande. Pero también era una forma de alcanzar la hondura. Rechazándola y reivindicando lo superficial estaban creando otra forma de hondura. Estaban reivindicando aspectos de la vida cotidiana que la literatura consideraba que no eran literarios y estaban haciendo algo muy interesante porque le estaban quitando solemnidad a la literatura, estaban quitando mucha caspa y mucha mitología idiota y la estaban refrescando. Siendo superficiales, fueron hondos y eso fue muy importante.
A nosotros lo que pasa es que nos han jodido la vida. Nos encontramos ante un mundo muy incierto cuando nos habían educado para un mundo mucho más estable. Tenemos una conciencia y una experiencia de la fragilidad que quizá no ha tenido la generación anterior, que han tenido mucha más estabilidad, mucho mejor sueldo y mucho mejor de todo. Víctor Manuel me lo decía: “Cuando me vienen músicos muy jóvenes a decirme lo bien que están, yo pienso en todo lo que han dejado de ganar. Si te hubiera ido muy bien hace veinte años, no tienes ni idea de lo bien que te iría”.
O hace diez años.
Claro, si había gente que se llevaba 400.000 euros en una redacción. Y nosotros pensábamos que íbamos a pertenecer a ese mundo. Por eso tenemos más conciencia de la fragilidad y nos cuesta más ser frívolos. Nuestra realidad no es tan frívola, nos enfrentamos a cosas serias.
¿Y puede dar lugar a una literatura más seria? ¿Más profunda?
Sin duda. Yo lo percibo. En mi generación hay una vuelta, no a rescatar la solemnidad, pero sí a tomarse la literatura en serio, no como un juego intelectual como había sido hasta ahora, sino como una exploración, una indagación. Yo no creo que se vuelva a la idiotez solemne anterior, pero sí que creo que los autores de mi generación no se conforman con hacer unos juegos intelectuales, sino que buscan algo más en ello. ¿Es bueno? Como alguien dijo, lo que es bueno para la literatura no es bueno para la vida, y al revés. Pero es verdad que la buena literatura surge de un dolor. Al menos a mí la que me interesa como lector tiene ese poso de sufrimiento, no puede venir de un juego lúdico.
Por cierto, ¿a su abuelo le hubiera gustado esta novela?
En parte sí porque le hacía mucha gracia que a mí me gustara la literatura y tenía como cierta fe en mí y le hubiera gustado ver que yo escribía libros. Y por otro lado no se hubiera sentido muy identificado con su personaje, porque él no llegaba a reflexionar sobre sí mismo de la forma en la que yo he podido reflexionar. Al mismo tiempo, aunque no le hubiera gustado, no me lo hubiera dicho, me lo hubiera perdonado.