Javier Marías y las voces de los fantasmas
No recuerdo bien en cuál de sus magníficos ensayos Juan Benet (ingeniero de caminos, además de maestro y mentor de Javier Marías) afirmó que “una frase puede llegar a ser un baile de carnaval”. Sí tengo claro que me acordaría de esa cita muchos años después de haber leído Mañana en la batalla piensa en mí (1994), en relación con su íncipit:
“Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda. Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo, y creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir junto a nosotros”.
Esas frases las leí debajo de la sombra alargada de la estatua de Don Quijote y Sancho Panza en la Plaza de España de Madrid. Esas frases empezaron a perturbar mi visión del mundo y de la literatura, a resonar en mi oído de forma constante y algo siniestra. Aquí había una voz, claro, pero no una voz cualquiera. Aquí alguien me hablaba de muerte, arrancaba su narración digresiva y llena de huecos y de mensajes por descifrar reflexionando sobre algo que no queremos ver o no solemos aceptar (Sigmund Freud mismo lo dice en el breve ensayo Nosotros y la muerte: nadie imagina su propia muerte, siempre somos espectadores de las muertes de los demás, y no hay vuelta de hoja).
Ese íncipit –como todos los de las demás obras de Javier Marías– es lírico por su musicalidad y filosófico por su hondura. Uno arranca el acto de lectura y ya empieza a temblar: cuántas muertes ocurren en el mundo y nos parecen absurdas (la rama del árbol que mata al transeúnte que tiene la mala suerte de deambular justo por debajo del mismo; el resbalón en la ducha (ay, la nuca); la espina del pescado que provoca la muerte por atragantamiento “como los niños cuya madre no está para meterles un dedo y salvarlos”; la barba a medio hacer y que alguien tenga la necesaria “piedad estética” para retocar lo dejado a mitad...). Uno sigue leyendo y se va dando cuenta de que quien narra lo hace cuando todo ya ha sucedido y, sin embargo, se siente todavía involucrado en lo que vivió y vio.
El narrador de Mañana en la batalla piensa en mí, Víctor Francés, un escritor fantasma de profesión, un ghost writer, intenta recordar todos los detalles de la noche más extraña de su vida, esa noche en la que, a punto de consumar el acto sexual junto con Marta Téllez, su nueva y potencial amante, mientras su hijo de dos años tarda en dormirse y su marido está en Londres por asuntos de trabajo, se encuentra con el cadáver de la misma en la cama. Marta sufre un infarto y Víctor ya no sabe qué hacer: llamar a los vecinos (pero no los conoce y nunca antes ha estado en ese edificio ni en ese barrio de Madrid); o avisar al marido (pero cómo avisarle del engaño a punto de cumplirse); o llamar a la policía (pero él no la mató, ni le hizo daño alguno ni le provocó esa muerte repentina); o cuidar a Eugenio, el hijo de Marta (ese niño que tarda en dormirse porque, quizás, de alguna forma irracional, intuye que ese hombre desconocido va a ocupar el lugar de su padre, va a llenar el vacío que este ha dejado en la cama matrimonial). Eros y Thanatos, los dos grandes impulsos del ser humano en la interpretación freudiana de nuestra psique, se imbrican mutuamente en este íncipit en el que todo cobra relieve, desde la incapacidad del narrador de entender el habla infantil y torpe (todavía incompleta y desarticulada) del niño, hasta su deseo de acostarse con Marta (que se queda tumbada en la cama en posición fetal, como si volviera al útero materno, sin sujetador y con el paradójico deseo de no querer molestar a su amante, pidiéndole que no se vaya, que no la deje sola, que no suelte su mano y, al mismo tiempo, convirtiéndolo en testigo ocular de algo inaudito como su propia muerte).
Javier Marías es de los pocos novelistas en lengua española capaces, no solo de crear “frases que parecen un baile de carnaval”, sino también de construir mundos ficticios en los que uno puede vivir temporalmente tomando consciencia, en cuanto lector empírico, de toda la complejidad de la realidad en la que estamos inmersos. Javier Marías sabe parar el tiempo o dilatarlo e investigarlo para que nos metamos en la piel de Víctor Francés y nos preguntemos: ¿qué haría yo en su lugar?, ¿cómo reaccionaría yo frente a una muerta que pudo haber sido amante y se convirtió en “pintura”, en imagen fija y eternamente muda?
Mientras se dedica a observar y a formular hipótesis, el narrador y protagonista de la novela enciende la televisión de la habitación, bajándole el volumen. En la pantalla se ven a Fred MacMurray y a Barbara Stanwyck en una película en blanco y negro. Son actores muertos, y sin embargo eternos, porque siguen moviéndose dentro del mundo ficticio de la película. No hablan, porque Víctor les quita la voz, pero siguen actuando. En cambio, Marta se retuerce, está a punto de despedirse para siempre de su propia casa, de la cama matrimonial, de su hijo pequeño. Entonces Víctor decide preguntarle si quiere llamar y avisar a su marido, quizás la tranquilice, quizás sea oportuno que él también esté al tanto, encontrándose en el extranjero y muy lejos de aquella cama matrimonial todavía no manchada por la traición. Y luego el enésimo paréntesis, la nueva digresión que se abre y nos sumerge en un estado de ánimo saturnino y melancólico, en una reflexión que nos empuja a exclamar: ¡sí, eso es así!
“No soportamos que nuestros allegados no estén al corriente de nuestras penas, no soportamos que nos sigan creyendo más o menos felices si de pronto ya no lo somos, hay cuatro o cinco personas en la vida de cada uno que deben estar enteradas de cuanto nos ocurre al instante, no soportamos que sigan creyendo lo que ya no es ni un minuto más, que nos crean casados si nos quedamos viudos o con padres si nos quedamos huérfanos, en compañía si nos abandonan o con salud si nos ponemos enfermos. Que nos crean vivos si nos hemos muerto”.
Frente a estas reflexiones nos damos cuenta de que el enigma del tiempo es uno de los más impactantes y decisivos con el que se enfrentan todos los narradores de Javier Marías: ¿cuándo avisar a los más allegados del cambio?, ¿en qué instante se produce el cambio?, ¿cómo es posible que se nos crea vivos si ya nos hemos muerto? El tiempo es un misterio y, en términos shakespearianos (o a través de una imagen de Shakespeare que atraía a Juan Benet), es “negra espalda”, su revés, el lugar en el que ocurre lo ya ocurrido o lo que nunca ocurrió y, sin embargo, pudo haber ocurrido. El mismo Víctor es la “negra espalda del tiempo” del niño Eugenio que no sabe ni entiende que su madre ha dejado de vivir y tendrá que asumir la pérdida. Igual que nosotros, los lectores de Javier Marías, tendremos que aceptar que su voz y la de sus narradores fantasmales ya ha dejado de contar y de cantar, de danzar esos bailes de carnaval en los que una frase parece que no se acaba nunca o parece que se abre y se va ampliando y metamorfoseando dentro de paréntesis que parece que no se cierran nunca.
Y luego están los homenajes, las reescrituras, las alusiones literarias (no solo a Shakespeare, ni tan solo a Sir Thomas Browne o al reverendo Sir Laurence Sterne, cuyo Tristram Shandy Marías tradujo con 26 años): Víctor se imagina en qué podría estar pensando Marta en el momento de su muerte. Porque con la muerte (esto también es o nos parece cierto y verdadero) “no sólo desaparece quien soy, sino quien he sido, no sólo yo, pobre Marta, sino mi memoria entera”. Y hete aquí la sombra del prólogo que Miguel de Cervantes redactó pocos días antes de morirse en su Persiles: “Adiós risas y adiós agravios. No os veré más, ni me veréis vosotros. Y adiós ardor, adiós recuerdos”.
Es el 11 de septiembre de 2022. Hace 21 años de aquella primera lectura en el mes de octubre en la Plaza de España de la Corte y Villa. Y hoy quiero fingir que quien aquí habla no es Marta, ni es tampoco su amante in potentia, Víctor Francés, su narrador fantasmal, sino el mismo autor que creó a ambos, Javier Marías in carne ed ossa: “¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!”. Adiós, addio, Javier Marías.
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