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Jeanette Winterson, la gran autora que transgrede los límites del lenguaje y los géneros

Jeanette Winterson, considerada una de las mejores autoras inglesas del siglo XXI,  el año pasado en Barcelona. EFE/Marta Pérez

Cristina Ros

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Son muchos los escritores que dicen que la literatura les salvó la vida. Puede parecer exagerado, un libro no te remienda un órgano estropeado ni te hace salir a flote en un naufragio; pero, para quien conoce el desarraigo, la lectura puede tejer puentes con los demás, con el mundo. Nuevas ideas, empatía, pertenencia. Si, además, eres de clase obrera, en tu casa solo se lee la Biblia y de niña querías ser misionera, entrar en una biblioteca (pública) se convierte en una experiencia liberadora: “Empecé a leer por orden alfabético. Por suerte se apellidaba Austen”.

La frase es de ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? (2011), las memorias de Jeanette Winterson. Nacida en Mánchester en 1959, fue adoptada cuando era un bebé por un matrimonio evangelista de Accrington. Su madre, la figura dominante del hogar, “no quería que los libros cayeran en mis manos. Nunca se le ocurrió que sería yo la que caería en los libros, que me metería dentro de ellos para conservarme a salvo”.

Cuando, a los dieciséis años, confesó que se había enamorado de una chica, le hicieron hasta un exorcismo. Se marchó, encadenó empleos precarios para costearse la carrera y durmió en pisos de amigos, tiendas de campaña y un Mini hasta que se instaló en Londres. En 1985 debutó con Fruta prohibidaOranges Are Not the Only Fruit en el original–, publicada por una pequeña editorial feminista de reciente creación, Pandora Books. Desde entonces ha escrito más de treinta libros, entre novela, cuentos, ensayo y literatura infantil.

Toda su obra integra la identidad LGTBI+, pero sería un error reducirla a eso. Jeanette Winterson es, desde sus inicios, una de las autoras más importantes de nuestro tiempo; una voz, además, reconocible, original, algo que se puede decir de pocos escritores. Con una vida como la suya, podría haberse dedicado al realismo social. Seguro que no se le habría dado mal, pero tenía otros planes: explorar los límites del lenguaje y el género, en sentido identitario y literario, sin desligarse de las preocupaciones del presente, aunque las lleve, eso sí, a su muy personal terreno (en su último libro, Días de fantasmas, hermana el metaverso con el terror). Y es que comenzó por Jane Austen, pero llegó hasta Virginia Woolf.

Identidad, amor, género(s)

No esconde que su ópera prima bebe de su coming-of-age: una chica descubre el amor con otra chica y la comunidad pentecostal donde se ha criado la rechaza. Sin embargo, va más allá del mero relato: se estructura en torno a los primeros episodios de la Biblia, con alusiones a los mismos; deconstruye el texto para darle un nuevo significado. La historia se intercala con episodios en un registro de cuento de hadas, que evocan a su madre –aunque en sus memorias cuenta cómo conoció a su madre biológica, en los libros se refiere siempre a la adoptiva–. Estos ejes –amor, identidad, metaliteratura, herida materna– vertebran toda su obra, con frecuencia a través de personajes marginados por su entorno. Y, aun así, cada una es totalmente distinta.

En La pasión (1987), transgrede el género histórico para narrar el cruce de caminos entre un cocinero francés de la armada napoleónica y una prostituta veneciana. El primero, con la mirada inocente del muchacho humilde que no ha salido de su pueblo, ofrece un retrato mordaz –el humor es otro rasgo fundamental de Winterson– del líder que desmitifica la gloria del Imperio (“Napoleón tenía tal pasión por el pollo que hacía trabajar día y noche a los cocineros”, empieza la novela). Él pertenece al mundo de la razón, el orden.

La trama paralela nos lleva a una Venecia de hechizo donde caben la ambigüedad y la perversión de muchos tipos: es una isla, entre el mar y la tierra, una sociedad con sus propios mecanismos donde la ley se diluye; es emblema del carnaval, baile de máscaras, origen pagano, excesos y desenfreno, la oportunidad de ser otro. En contraste con el tímido oficial, ella se mueve por la noche, trabaja en el casino, se viste de hombre y se enamora de una mujer casada. Desde el nacimiento está marcada por la diferencia: tiene los pies palmeados, como su padre barquero, una señal de locura. 

El romance con una mujer casada y la indeterminación de género es recurrente en sus novelas. En Escrito en el cuerpo (1992), un narrador más contemporáneo y sin género especificado relata sus affaires con hombres y con mujeres, sin dar ninguna importancia a su bisexualidad (Winterson plantea la sexualidad con naturalidad y libertad absolutas, es decir, sin un personaje sufriente que se pregunte qué le está pasando o se reprima). La relación que da un vuelco a su existencia será, no obstante, con una mujer casada. Esta novela contiene algunas de las páginas más bellas que se han escrito sobre el cuerpo, el erotismo y la pérdida; la segunda parte constituye un mapa por la anatomía de la amada, un giro intimista que despliega su enorme dominio estilístico.

En Espejismos (1989), la figura materna cobra protagonismo en el Londres de Oliver Cromwell. De nuevo, con metáforas: un personaje grotesco, en apariencia y en actitud, que surca el Támesis con su hijo, en quien suscita emociones encontradas: su madre lo abruma, pero es su monstruo. Winterson reflexiona sobre las aristas del rol de las mujeres en el patriarcado: aunque relegada en el hogar, su madre dominaba al marido, imponía su criterio. Los complejos por su falta de formación y la obsesión por el físico, por las apariencias en general, se canalizan en forma de rabia. A pesar de todo lo que le hizo sufrir, Winterson no la encasilla, reconoce su fragilidad; hay amor también ahí.

Toda su obra integra la identidad LGTBI+, pero sería un error reducirla a eso. Jeanette Winterson es, desde sus inicios, una de las autoras más importantes de nuestro tiempo

Su genio no termina ahí: La niña del faro (2004), retomando el camino de Woolf en Al faro (1927), nos presenta a una joven huérfana que aprende el oficio de un farero ciego, un avezado cuentacuentos que rinde homenaje a la tradición oral. Emprende un periplo que la lleva a congeniar la magia del folclore con la ciencia de Darwin. La carga (2005) versiona el mito de Atlas, castigado con sostener el peso del mundo, enlazándolo con problemas actuales como la soledad o el tiempo La mujer de púrpura (2012) revisa los juicios de las brujas de Pendle Hill (Lancashire) en 1612 con un retrato crudo de las torturas, que conviven con muestras de ternura que afloran incluso en ese contexto.

Compromiso con el presente (y el futuro)

Un autor siempre escribe del presente, aunque sitúe sus historias en el pasado; al hablar del fanatismo religioso o del Imperio napoleónico está planteando, de hecho tensiones íntimas y sociales que resuenan en el presente. Con todo, Winterson es una de las pocas escritoras que han introducido temas cien por cien actuales como las nuevas tecnologías o la inteligencia artificial, con su dosis de emoción y erotismo.

En Frankissstein: una historia de amor (2019), versiona el clásico de Mary Shelley en una Inglaterra post-Brexit con muñecas sexuales de última generación y un laboratorio de criogenia que aspira a devolver la vida a unos cadáveres. En Días de fantasmas (2023), mezcla la tradición gótica con las apps digitales o el metaverso: el miedo, el terror, reside en lo desconocido, lo que escapa a nuestro control. Hoy tiene forma de redes que no vemos.

Esta conciencia social no es nueva en ella: ya en Simetrías viscerales (1997) se interesa por la física cuántica y la cosmología, a través de un triángulo amoroso formado por dos investigadores y la esposa de uno de ellos; en El Powerbook (2000) plantea el peligro que entraña ocultar la identidad en Internet, adaptando el estilo al lenguaje informático; y en el singular Planeta azul (2007) se aproxima a la ciencia ficción e invita a pensar en el cambio climático y la destrucción de la Tierra. En 2015 participó en el proyecto Hogarth Shakespeare, que con motivo del cuadrigentésimo aniversario del bardo propuso a varios autores que versionaran su obra. Su elección, Cuento de invierno, dio lugar a El hueco del tiempo, un reflejo de la sociedad de la crisis de 2008 con un tono en apariencia más ligero, pero lleno de reflexiones agudas sobre el tiempo y la memoria.

También ha cultivado el ensayo (12 bytes. Cómo vivir y amar en el futuro, 2021) y, aunque no ha escrito un segundo libro de memorias, en Días de Navidad (2016), una compilación de cuentos y recetas, comparte experiencias sobre estas fechas, que a ella le gustan porque era la única época del año que su madre estaba contenta, y además tiene el hábito de escribir un relato navideño cada año. En las entrevistas no se corta al opinar sobre el Brexit, los riesgos (y a la vez la fascinación) que entraña la inteligencia artificial, la urgencia medioambiental o la salud mental. Con esto último ya se abrió en canal en sus memorias, antes de que se convirtiera en un debate público: “Estoy convencida de que la creatividad está de parte de la salud”, defiende. “Iba a ponerme mejor, y comencé a ponerme mejor gracias a la oportunidad del libro”.

Y qué bien que así lo hiciera.

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