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'Cuatro millones de golpes': Los Planetas contados por Eric Jiménez

Eric (Los Planetas)

Rubén Lardín

Los Planetas son cosa de puretas. Así lo canta al menos Novedades Carminha y no vamos a ponerlo en duda, porque se están refiriendo a una banda que ya da conciertos con asientos numerados, indicativo inequívoco de que la quinta que un día se vio representada en su música está hoy, si no obsoleta, algo cansada.

En realidad no ha llovido tanto desde que los granadinos marcaran el pavo de una generación con álbumes como Pop o Una semana en el motor de un autobús. Por entonces, Eric Jiménez había entrado en la treintena y se unía al grupo de Jota y Florent “por ver qué salía”. Ahora tiene cincuenta “palos” y ha decidido que es buen momento de contarnos su vida.

Maderas sobre pellejo

En la contracubierta de Cuatro millones de golpes, título que hace referencia a la letra más famosa de la banda (“He estado con Eric hasta las seis y nos hemos metido cuatro millones de rayas”), Eric nos cuenta que a los seis años su padre le encañonó con una pistola, que a los diez ingresó en la Falange para tocar el tambor, que a los dieciséis se casó y que, según todos los indicativos, debería haber muerto a los treinta.

Eric empieza confesando que no se llama Eric, y en adelante el libro va a transcurrir como un somero examen de conciencia, una historia que en principio nos tememos de épica americana, de escalada social y triunfo de la voluntad, pero que acaba siendo campechana y lineal, sin apenas cambios en el personaje protagonista, que se muestra de principio a fin como un hombre quebradizo y sentimental.

Los Planetas, con los que Eric no reconoce un compromiso completo hasta La leyenda del espacio, son la médula de Cuatro millones de golpes pero no monopolizan el relato. Cuando él llegó a la banda, de hecho, traía recorrido. Había puesto la batería al punk de KGB, que llegaron a asomarse a la escena madrileña de los primeros 80 (“el Rock-Ola era como la puta cantina de La guerra de las galaxias”) y sería parte contratante de Lagartija Nick, donde se iban a dar los celebrados experimentos con Enrique Morente. A la muerte del maestro, Eric difundirá su palabra con Los Evangelistas y participará en otros combos como Napoleón Solo o los nuevaoleros Tarik y la Fábrica de Colores.

De todos ellos se habla en el libro, que presta especial atención a la gestación de Una semana en el motor de un autobús, complementando aunque sin rebasar nunca en informaciones el estupendo trabajo al respecto de Nando Cruz. También habla de Omega, quien asegura que muchos de los que aparecen tanto en el libro como en el documental hablando sobre ese disco, mienten. De aquella colaboración entre Morente y Lagartija Nick también infiere un giro en su personalidad como baterista de rock, muy dado a contratiempos y redobles fuera de tiempo, una influencia castiza, adquirida del flamenco, que venía a sumarse a su fascinación desde niño por la mística de la Semana Santa.

La soledad del baterista de fondo

Eric escribe para poner negro sobre blanco una aventura que por momentos se le antoja inconcebible, la de estar vivo. Lo hace cumpliendo con los tópicos requeridos, rememorando colocones y sobradas tóxicas sin demasiada entidad como anécdota, llamando la atención sobre las aportaciones del tío del fondo, ese al que todo el grupo da la espalda, y abundando en generalidades que no pondremos en duda, como que la industria musical de este país es un auténtico nido de víboras y ladrones.

Quemado en algunos aspectos y resuelto a enderezar otros, su compromiso parece ser solo consigo mismo, si bien se muestra muy cauto y reacio a causar molestias. Tal vez por eso la lectura de estas memorias resulta algo frustrante en sus omisiones y elipsis, donde un miembro del grupo siempre por identificar protagonizó este o aquel disparate, el propio Eric no grabó la percusión en tal o cual EP “por historias que ahora no vienen a cuento” o el bajista “Kieran decidió largarse de la banda por motivos que es mejor no desvelar”.

Cuatro millones de golpes es un libro de memorias que dista de ser memorable, desmañado en los retratos y perezoso en los adjetivos (brutal, alucinante o bestial se repiten sin cesar a lo largo de sus casi trescientas páginas), pero que en esa llaneza acaba por definir al personaje y hacerlo próximo. Un protagonista que también se enuncia en su carácter expeditivo y en las dificultades de una tarea autoimpuesta, la de sacar adelante unas memorias anticipadas con la perspectiva ilusoria que otorga medio siglo de vida. Una sensación acaso relacionada con el cambio de eje que supone la paternidad.

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