En la construcción incesante de un 'nosotros', la cultura occidental no ha escatimado medios para conseguir crear la imagen del 'ellos'. A veces, antes incluso de definir qué somos y qué nos identifica como sociedad en común. Nuestra historia es una prueba palmaria de cómo se ha inoculado con toda suerte de estrategias la idea del otro para dibujar las líneas de lo que es aceptable y lo que no, de lo que es adecuado o todo lo contrario.
En esta construcción, a lo largo del siglo XX, los freak shows, los circos de variedades y los museos ambulantes de rarezas jugaron un papel fundamental. Mediante la otredad de lo expuesto como un entretenimiento baladí, la clase dominante era capaz de justificar el saqueo o el genocidio de la población de otros países -las personas racializadas a veces eran exhibidas en safaris humanos-, pero también de señalar cuáles eran los mandatos sociales o de comportamiento.
“En la sociedad europea, esto recayó en muchas ocasiones sobre la mujer”, describe el prólogo de El salvaje interior y la mujer barbuda, publicado por el pequeño sello Antipersona. “La bruja, la histérica, la mendiga o la barbuda fueron fuertemente perseguidas, explotadas y castigadas por desobedecer las normas sociales que decían cómo debía ser la conducta y el aspecto físico de la mujer”.
En su último ensayo, la escritora, investigadora y doctora en Historia del Arte Pilar Pedraza aborda esa construcción del otro. Pero lo hace con especial atención a la mujer, como ya hizo en otros brillantes textos como Máquinas de amar (Valdemar, 1998) o Brujas, sapos y aquelarres (Valdemar, 2014). En este reivindica la figura de mujeres que subvirtieron el imaginario heteronormativo y por ello fueron exhibidas como monstruos o enfermas, cuando solo eran mujeres con barba.
Antonieta Gosalvus
La del cuadro que precede estas líneas es Antonieta Gosalvus retratada, se cree, por la pintora boloñesa Lavinia Fontana. Nació en la segunda mitad del siglo XVI, se crió entre palacios con refinados modales. Era hija de Petrus Gosalvus, un hombre canario que formaba parte de la corte de Enrique II de Francia, casado con una mujer parisina llamada Catherine y con cuatro hijos e hijas.
Debido a su hipertricosis - conocido como síndrome de Ambras y cuya principal característica es el exceso vello en todo el cuerpo-, tanto Antonieta como su familia fueron retratados en múltiples ocasiones. Devinieron una compañía de lujo para la corte de Enrique II.
“Creo que nuestra sociedad ha ido recalificando el estatus de lo femenino casi a conveniencia”, explica Pilar Pedraza en conversación con eldiario.es. “Gosalves fue una mujer de palacio, cuidaba de los más pequeños y tenía una vida de cortesana. Pero a la hora de la verdad, se podría decir que ella, como otras mujeres pilosas, no era vista más que como un animal de compañía”. Según la escritora, “en las cortes europeas del siglo XVI se conocen muchas figuras que, como Gosalves, pertenecían al mundo de la diversión palaciega o de lo doméstico. De hecho fueron muy comunes en la España de los Austrias”.
Bárbara Urselin
Bárbara Urselin no corrió la misma suerte Antonieta Gosalves. Nació en Kempten, Alemania, en 1629. Sus padres, que no eran pilosos, la exhibieron desde muy pequeña como La mujer cubierta de pelo, previo cobro de entrada, hasta que la casaron con un hombre que hizo lo mismo por freak shows de toda Europa, por entonces espectáculos para gente adinerada o pudiente.
Pedraza cuenta que la imagen de la mujer, al igual que la construcción del concepto de 'otredad', es maleable en nuestra cultura. “La Edad Media heredó y manipuló la cultura clásica. Lo que eran amazonas, lo convirtió en monstruosidades. Lo que eran oráculos sagrados, pasaron a ser despreciables alucinadas”, cuenta la escritora. De aquellos polvos estos lodos: “La misoginia se instaló en nuestra cultura y se aceptó que la mujer era inferior en todos los sentidos”.
“Por aquel entonces”, explica Pedraza, “personas como Bárbara Urselin se veían como una fauna exótica. Se les pintaban cuadros y se les hacían efigies que muchos nobles coleccionaban como rarezas”.
Julia Pastrana
Se la conocía como 'la mujer más fea del mundo', 'Bearded and Hairy Lady' o la 'Nondescript'. Además del síndrome de Ambras, su rostro estaba marcado por un prognatismo mandibular agudo. A pesar de hablar tres idiomas, tocar varios instrumentos y ser una mujer inteligente y cultivada, su aspecto físico la llevó a dedicarse al mundo del espectáculo.
Julia Pastrana nació en una familia humilde de una tribu de indios de Sierra Madre (México) y trabajó durante años como asistenta en casa de un potentado. A los veinte se inició en el mundo del teatro de variedades y conoció a Theodor Lent, un empresario que se casó con ella “para evitar deserciones”, tal y como cuenta Pedraza. Ambos tuvieron un hijo, también con hipertricosis, que murió al poco de nacer. Ella falleció en 1860. Lent los embalsamó a ambos y los exhibió durante años sin ningún pudor.
El empresario llegó a casarse con otra mujer barbuda, Marie Bartel, a la que cambió el nombre por Zenora Pastrana e hizo pasar por hermana de la fallecida y momificada Julia. Marie, mucho más joven que Lent, terminaría metiéndole en un manicomio, afeitándose la barba y casándose otra vez con el fin de llevar una vida tranquila.
“De las mujeres barbudas como Pastrana sí tenemos mucha información”, explica Pedraza. La ficción, de hecho, se ha acercado a la figura para tratarla de distintas formas, como en Se acabó el negocio, una película en la que Marco Ferreri y Rafael Azcona utilizaron la leyenda de Julia Pastrana como inspiración para una extraña comedia negra. “La mujer pilosa representaba 'lo otro', abyecto o exótico”, cuenta Pedraza, “son casos reales, casos de personas con estas características físicas que quisieron introducirse en la normalidad y que fracasaron porque el mal ya estaba hecho, ya se había asentado socialmente”.
Krao Farini
Algo menos turbia, resulta ser la historia de Krao Farini (aunque también lo es). Se cree que nació en 1876 en la frontera entre Laos y Tailandia, pero más tarde conseguiría la ciudadanía estadounidense. Sus primeras apariciones públicas en Europa datan de principios de 1880, siendo aún muy pequeña. La dio a conocer otro empresario del espectáculo Guillermo Antonio Farini, conocido como El Gran Farini, que solía contar que procedía de una tribu perdida de aspecto simiesco que vivía en las copas de los árboles. Que la había conseguido, como si de un mueble se tratase, de manos de los reyes de Birmania.
Farini la adoptó como hija y fue de gira con ella por todos los Estados Unidos durante años. Más tarde viajó con el circo Ringling Brothers de forma independiente y gestionando su fama y su dinero hasta que, cansada, se retiró a un piso de Brooklyn. Cuenta Omar López Mato en su libro Monstruos como nosotros: Historias de freaks, colosos y prodigios que Krao gozaba de muy buena fama en su barrio y que vivió pacíficamente el resto de sus días. Era conocida y respetada por sus vecinos, y más célebres que su vello facial eran las fiestas que oficiaba y la comida que preparaba. A su muerte, pidió que la incinerasen, conocedora de lo que había ocurrido con el cadáver de Julia Pastrana.
El caso de Krao, según Pedraza, es significativo porque nos muestra que aunque escasas, “también hubo historias de mujeres con características físicas diferentes que salieron adelante”. La escritora describe que Farini pertenecía a “un mundo muy desconocido, pero que nos enseña mucho no solo sobre el imaginario cultural sino también sobre la historia del espectáculo que en Europa y en América moldeó el concepto de 'quién y cómo es el otro'”. Según ella, “todo esto hay que saberlo porque ilustra muchos problemas actuales: el miedo al diferente viene de muy lejos”.
Clémentine Delait
Clémentine Clattaux nació el 5 de marzo de 1865 en Chaumousey (Francia), en el seno de una familia dedicada a la agricultura. A ello dedicó gran parte de su vida, pues su trabajo en el campo resultaba imprescindible para el subsistir familiar. Pero a los trece años empezó a crecerle vello facial, que se afanaba en afeitarse.
En 1885, cuando contaba con veinte años, se casó con un panadero local llamado Joseph Paul Delait, con quien llevaría el negocio y luego un bar. Un día, cuando ella contaba con 36 años, aceptó la apuesta de un feriante de dejarse crecer la barba a cambio de 500 francos, que equivaldrían a más de 5.000 € actuales. Sin embargo, el feriante desapareció antes de pagar lo debido y ella empezó a gustarse y aceptarse con barba. Así que se la dejó crecer sin esconderla ni un día más el resto de su vida.
Tal fue el recibimiento de quien la conocía que decidió rebautizar el bar que llevaba con su marido como Le café de la Femme à Barbe. A su clientela habitual se sumaban curiosos y, más tarde, reporteros y fotógrafos a los que cobraba. Sus imagen se convirtió en un icono de la época y sus postales se vendían en toda Francia. Tras la Primera Guerra Mundial, sin embargo, la pareja y su hija adoptiva Fernande empezaron a sufrir dificultades y tuvieron que echar el cierre al popular local.
Tras rechazar varias propuestas de circos ambulantes, algunas de ellas millonarias, Delait empezó a aceptar invitaciones de personas importantes como el príncipe de Gales e intentar sacar partido de su vello para sacar a su familia de una crisis que terminó afectando a la salud de su manadero. Con el tiempo, ella abriría otra cafetería que regentaría hasta el final de sus días. Falleció en 1939, a los 74 años, e hizo esculpir en su epitafio: “Aquí yace Clémentine Delait, una mujer con barba”.
Jennifer Miller
Todas estas mujeres, para Pilar Pedraza, son “parte de nuestra herencia cultural”. De ahí que no dude en reivindicar por último a Jennifer Miller, mujer barbuda y creadora del Circus Amok.
A finales de los setenta del siglo pasado, Miller se dio a conocer entre las vanguardias artísticas de Estados Unidos a través de la performance y la danza. “Recibió una educación privilegiada en un ambiente intelectual y progresista”, cuenta Pedraza, y se significó como una artista singular en múltiples ámbitos. Su circo, a medio camino entre la performance estética y la agitación cultural callejera, ha recorrido el mundo entero.
“El cuerpo es un territorio de opresiones”, diría Miller. “Las mujeres sufren por tener que plegarse a una imagen, y para ellas una barba es inconcebible. Una mujer no lleva barba porque ante todo, tiene que ser femenina. Pero legitimar la diferencia es también legitimar sus sufrimientos. Seré, pues, una mujer barbuda, sin que por eso sea diferente”.