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La vieja gruñona de ‘El ángel de piedra’ no envejece: una novela magistral de la literatura canadiense

Retrato de Margaret Laurence en 1986

Cristina Ros

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Hagar Shipley, 90 años, mente lúcida y cuerpo marchito, lengua viperina y cada vez más indomable. Vive en Manawaka (Canadá), con su hijo y su nuera, en una casa que cada día es menos suya y más de ellos. Mientras la biología sigue su curso, el cerebro recuerda. Sin nostalgia; no es de enternecerse y lloriquear. Más bien, como un ajuste de cuentas. Con los demás, pero sobre todo consigo misma. Ella es la protagonista ―y el alma― de El ángel de piedra (1964), la obra maestra de Margaret Laurence (1926-1987), un clásico de la literatura canadiense elogiado por Margaret Atwood y Robertson Davies. Libros del Asteroide la publica por primera vez en castellano con traducción de Miguel Temprano García.

“¿Quién quiere leer un libro sobre una anciana?”. La autora se hacía esta pregunta mientras escribía. Y precisaba: “Una anciana que no coincide con el concepto público habitual de lo que debería ser una anciana”. Ahora bien, ¿qué idea tenemos de lo que debería ser una anciana? ¿La abuelita de mejillas sonrosadas que prepara croquetas? ¿La bruja de la colina que al final del cuento se redime? No somos niños, no necesitamos tópicos. Es más: vivimos en una sociedad envejecida, cuidar de los mayores es un reto social. Sabemos lo que es la senectud: las pastillas, el tacataca, las enfermedades, los pañales, la senilidad, la dependencia. Ni siquiera los más afortunados, los que recuerdan quiénes son, los que se mantienen en pie hasta el último aliento, son inmunes a esa progresiva rendición del organismo. La protagonista es una anciana de lo más real, si se puede decir así, y por eso su voz duele.

Hagar se expresa en una primera persona que conjuga con maestría las cuitas del día a día con los recuerdos que permiten entender quién es, o quién ha sido. Gran personaje, con una voz vigorosa, gruñona y sarcástica, llena de la furia que la invade por ser vieja y tener que afrontar decisiones ajenas a su voluntad. El conflicto que lo precipita todo es la posibilidad de ingresar en una residencia, que equipara a una cárcel (“Las pequeñas celdas parecen deshabitadas y huelen a creosota. Un catre de hierro, un tocador, una colcha de esas baratas que venden por correo”); a partir de ahí, su periplo se convierte en una huida de lo inevitable a la vez que socava en el pasado. Y lo inevitable no es (solo) el final de la vida, sino las renuncias previas: al gobierno de su hogar, a la libertad de movimiento, a la intimidad, a la autonomía corporal. Se establece el paralelismo entre un anciano y un niño: adultos que deciden “por su bien”, la habitación como espacio propio, intromisiones en su privacidad; ¿en qué momento padres e hijos se intercambiaron el papel?

La novela se abre con la escultura del ángel de piedra del panteón familiar, morada de los ausentes y destino ineludible (“Es difícil imaginar un mundo sin mí. ¿Se detendrá todo cuando yo no esté? Vieja estúpida, ¿quién te crees que eres? Hagar. No hay nadie como yo en el mundo”). Y metáfora de sí misma, que se ha hecho “de piedra” por los embates de la vida, pero, aunque tenga la ilusión de controlar todo, ni siquiera una estatua es incólume al tiempo, con un golpe puede romperse. Esa es la “verdad” de Hagar, su lucha interna, que interpela no por compasión sino por reconocimiento. El miedo. La fragilidad. Los arrepentimientos. Está de vuelta de todo y su voz sin filtro, de una honestidad apisonadora, hacen de ella una protagonista inolvidable.

Nada duele más que las buenas intenciones (ajenas)

Hagar no está sola: a través de su voz, retrata a unos secundarios tan bien caracterizados como ella, define en pocas pinceladas a allegados y extraños. Porque una de las claves de la vejez es la dependencia: de la familia, pero también del desconocido amable que la socorre cuando se siente indispuesta o le cede el asiento. ¿Quién no se ha visto en esas? El cómo ella (nos) ve a los demás es otro acierto: lo humillante de dejarse ayudar, que la consientan por piedad, la inanidad de la cortesía, la tendencia a dar demasiado por sentado cuando se trata de la tercera edad (“’Debió de crecer usted en la granja [...]’¿Por qué lo pregunta? A él le da igual si nací en la granja, en el hospicio, en Sion o en el infierno”). No hay alternativa a la amabilidad, la paciencia, el respeto; pero para quien lo recibe, si ha sido independiente y tozudo, no deja de resultar degradante.

Entre la familia, sobrevuela la cuestión de hasta qué punto es lícito entrometerse: ¿dónde termina el derecho a la intimidad, y a disponer de sus recursos, de una anciana que depende de ellos? Y, derivado de lo anterior, ¿hasta qué punto es admisible que cuidarla altere el microcosmos familiar? Ocuparse de un enfermo puede desencadenar conflictos entre los sanos, por el reparto de tareas o por criterios divergentes acerca del cuidado. Aquí, se ocupa de ella la nuera, una mujer (para variar) que tampoco es joven y que no puede con todo, que tiene derecho a cansarse. Hagar se da cuenta de todo, pero insiste en su negativa a la residencia. ¿Hasta qué punto es admisible su deseo? ¿Y cómo gestionar el remordimiento cuando se actúa en contra de su voluntad? Debates que deben salir del armario, para los que brinda píldoras de realidad.

En contraste con la soledad del anciano cuando se mantiene autónomo, se produce otro fenómeno: la introducción de una nueva red de conocidos, tanto pasajeros como otros que devienen pilares, provenientes del ámbito sanitario. Por un lado, los profesionales; por otro, los demás ancianos y pacientes dependientes en general. Compañías no elegidas, que para quien ha vivido a su aire suman otra piedra en el despeñadero de envejecer. El problema empeora por las deficiencias hospitalarias, la falta de intimidad (“una enorme sala, repleta de camas blancas de hierro, todas estrechas, y en cada una hay un cuerpo [...] Cualquiera puede deambular por la sala y detenerse a contemplarme. Entrada libre”). Y no todas las ancianas son iguales, compartir achaques no implica estrechar vínculos. Tampoco están por la labor de hacer amigas, en ciertas circunstancias.

Los arrepentimientos: la incomunicación familiar y el qué dirán

Tan interesante como el progresivo deterioro es su mirada hacia atrás, para conocer quién es, quién ha sido, quiénes han formado parte de su vida. Episodios intercalados con naturalidad, sin transiciones bruscas, que mantienen la tensión y trazan escenas con hondura emocional, sin sentimentalismo. Su padre, un escocés que se abrió camino en el continente, regentaba una tienda y crio a sus tres hijos solo tras la muerte de su esposa. Hagar, la única chica, era la más lista (él lamentaba que no hubiera sido un hombre). Se convirtió en una mujer fuerte, por dentro y por fuera; nunca se puso ningún corsé, o así lo cree ella.

Y, como está de vuelta de todo, en su relato no caben los tabús. El descubrimiento del sexo. El matrimonio con un hombre que le desaconsejaban. La maternidad. Los reveses. Todo desde un punto de vista desacomplejado, sin idealizar ni dramatizar, sin caer en la autocompasión. Sobresalen dos temas: uno es la dificultad para expresar los afectos, patrón repetido de generación en generación. Hagar es de esas madres que no dicen te quiero, que son prácticas y se mueven en los silencios. Sin embargo, confiesa instantes de duda, cuando habría querido dejarse llevar, pero el temor la recondujo a la cómoda inercia de la costumbre. La represión de los sentimientos y el miedo al qué dirán la han constreñido, y ahora lamenta aquello que ya es demasiado tarde para hablar.

El segundo punto fuerte es la relación con los hijos, sobre todo cuando son adultos (una cuestión aún poco tratada en literatura, al menos en comparación con las obras sobre madres primerizas). Las diferencias entre ambos chicos, la relación que Hagar establece con cada uno. Las discrepancias entre ella y su marido en su forma de educar. La voluntad de ella, pese a no proceder de familia erudita, de que los niños lean, se cultiven. Las expectativas. El momento en el que se percata que el vínculo se ha roto y no reconoce al joven que tiene delante. El deseo de ayudar y a la vez de dejar volar. Al final, preguntarse si valió la pena tanto sacrificio.

Esta vieja soy yo

“Esta novela significa tantísimo para mí, sencillamente porque soy yo”, escribió Laurence. Como el “Madame Bovary, c’est moi” de Flaubert, nos recuerda que los grandes personajes trascienden sus características y atañen asimismo al lector. Porque son inabarcables: se habla de vejez, sí, pero también de identidad, de quiénes somos y de los roles que desempeñamos para los demás (hija, hermana, esposa, madre), del paso del tiempo (el apego a las fotos, a los objetos que ya no se fabrican), de la huella que dejaremos, si habrá alguna. Se piden más personajes femeninos que hayan cruzado el ecuador de la vida, y Hagar es una aportación excepcional, como la Olive Kitteridge de Elizabeth Strout o la narradora de Sobre los huesos de los muertos, de Olga Tokarczuk: personajes nada complacientes, que no edulcoran, pero tampoco son fríos; con su temperamento, antes bien, arañan.

Y, por si alguien siente pereza o piensa que le resultará deprimente, baste decir que con la literatura no importa el qué sino el cómo. Por encima de su pertinencia, El ángel de piedra es una gran novela, y una novela, además, muy fácil de disfrutar. Amena, con diálogos y buen pulso narrativo, de las que invitan a sumergirse de lleno en una historia bien contada, sin experimentos. Esta coetánea de Mavis Gallant y Alice Munro sabía que la buena ficción revela una verdad más poderosa que cualquier ensayo, por eso aún nos pone ante el espejo, plantea preguntas incómodas y nos recuerda que, en el fondo, lo único que importa es ser fiel a uno mismo. Ella lo fue al seguir su instinto y escribir este libro. Sesenta años después, no ha envejecido: el ángel de piedra nos sigue mirando.

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