Casi medio siglo se pasó el franquismo temiendo a los españoles. A los reales, no a las caricaturas que la dictadura pintaba en cada conmemoración anual de una paz que era achicoria, cuneta y otra forma de hacer la guerra mediante leyes. Contra su propio pueblo, el régimen tuvo que armarse progresivamente en tres frentes. En lo moral, con el pecado. En lo físico, con el calabozo. En lo material, con las letras de un piso que, como confiaba el ministro de Vivienda José Luis Arrese, quitasen las ganas de aventuras bolcheviques. Amenazas que actuaban como espadas de Damocles sobre cualquier españolito y españolita (¿cuántas de nuestras abuelas llamaban ‘colorado’ al color rojo?) de los que Franco y secuaces tenían distintos arquetipos favoritos.
Uno de ellos era la versión patria del buen salvaje. El palurdo que llega a la gran urbe con tanto susto como una rectitud con la que debe luchar contra los vicios —ateos, proletarios, extranjerizantes— de esta. Ese esencialismo alumbró por ejemplo películas como Surcos, tragedia de inspiración falangista que hoy sigue siendo cruda de ver, o La ciudad no es para mí, taquillera comedia de redención costumbrista. En ambas a los protagonistas les daban ganas de volverse por donde habían venido. En las dos había españoles derrotados ante los elementos. El miedo daba puntos en los despachos de la dictadura. Federico García Lorca en Nueva York no pudo estar más lejos de eso.
Quizá el poeta también fue la anti-España por no agachar la cabeza entre rascacielos. Lorca se fue triste a la capital del siglo XX. Su relación con Emilio Aladrén había terminado y con los 30 cumplidos no acababa de encontrar estabilidad económica a pesar de que Romancero gitano había sido un éxito en 1928. Sabía que necesitaba una nueva forma de escribir poesía. El viaje podía ser un todo o nada. ¿Lorca débil? Marchó deprimido a Nueva York y fue capaz de usar al monstruo de metal para traerse de él una de las cimas de nuestra literatura.
En realidad, a finales de junio de 1929 y junto a Fernando de los Ríos, desembarcó en Nueva York relativamente contento. Durante la travesía desde el puerto inglés de Southampton había moreneado y se puso “como a mí me gusta estar, negro negrito de Angola”. Eso le escribe a sus padres en unas cartas que actúan como relato paralelo, más optimista, que los poemas que le van naciendo. Conociéndole como lo hacemos gracias a trabajos de Ian Gibson, Lorca llegó a la metrópoli con los ojos que tienen los niños: nuevos. Nueva York “anonada, pero no asusta”. Calcula que en tres edificios de estos cabe Granada entera. Enseguida comenzó un periplo con el que asombrosamente podemos empatizar cien años después. Recibido como artista famoso y con residencia en la Universidad de Columbia, no se encierra en su cuarto y apenas cumple con sus clases de inglés. Le falta tiempo para echarse a la calle. “Hay que salir a la ciudad y hay que vencerla”, pronunció en una conferencia a la vuelta del viaje.
Hoy, en la era de las prisas y de las ciudades antipersona que recrudecen la crisis climática, pasear está más cerca de ser un lujo que un derecho. Lorca camina Nueva York. Se pierde en ella y por ella. Es absolutamente contemporáneo al reconocerse cansado por los estímulos. Por los luminosos pero también por “el inmenso ejército de ventanas donde ni una sola persona tiene tiempo de mirar una nube o dialogar con una de esas delicadas brisas que tercamente envía el mar sin tener jamás una respuesta”, como dirá en la citada conferencia. Tarda poco en sentirse más próximo a la población afroamericana de Harlem que a la de la más blanca y espitosa Manhattan. Toca al piano sus “chuminadas”, como él mismo las llamaba modestamente, en pleno renacimiento cultural del barrio. Descubre allí que la opresión racial no es lo único que emparenta a los negros con los gitanos andaluces. También el duende, que tanto se esmeró en describir y que, distinto del ángel que guía y la musa que dicta, quema la sangre. Según el hispanista Christopher Maurer pasaron seis semanas antes de que escribiera su primer poema neoyorquino, precisamente El rey de Harlem, surrealista excepto en un detalle que nos vuelve a evocar el ojo del poeta peatón. Aquí el monarca lleva traje de conserje.
Nueva York es a la mirada de Lorca sensual, fiera. Animal en el sentido literal. De hecho, en las hojas del granadino la ciudad va tomando la forma de bestiario de un capitalismo en desvelo. No duerme nadie, escribe en el escalofriante Ciudad sin sueño. Él tampoco. Hoy subiría stories que los demás veríamos extrañados al despertar. Las borraría enseguida. Sleepy boy, confesará que le llaman las camareras de los sitios que frecuenta. “Al que le duele su dolor le dolerá sin descanso”, advierte. O “si alguien cierra los ojos, azotadlo”. A finales de agosto, una escapada invitado por su amigo Philip Cummings al lago Eden, estado de Vermont, le oxigena creativamente. Al fin y al cabo, casi más que asfalto Estados Unidos es un interminable campo. Quizá esa estancia bucólica unida a dos más a las afueras de Nueva York pudiera exacerbar el contraste vital con lo que estaba por presenciar en el distrito financiero de la gran ciudad.
Lorca, que sintió a Nueva York como “un mundo sin raíz”, revela los ingredientes de esta: “Geometría y angustia”. Goloso imaginar qué pensaría de nuestro tiempo de alarma, Maps, Calendar, pasos contados y Diazepam. En La aurora describe un amanecer sin esperanza posible. “Los primeros que salen comprenden con sus huesos que no habrá paraíso ni amores deshojados; saben que van al cieno de números y leyes, a los juegos sin arte, a sudores sin fruto”, escribe con sabor al primer vagón de la mañana. Allí donde cuesta ver el cielo Lorca fue testigo en octubre del crac del 29 en Wall Street. “Lo terrible es que toda la multitud que lo llena cree que el mundo será siempre igual, y que su deber consiste en mover aquella gran máquina día y noche y siempre”, dice un año después. Pero Roma también se creyó eterna. “La Bolsa será una pirámide de musgo”, sentencia en Danza de la muerte. Lorca abandonó Estados Unidos en marzo de 1930 para ser feliz en Cuba durante otros tres meses antes de regresar a España.
Poeta en Nueva York no vio la luz hasta 1940. Entrado el verano de 1936, el granadino le entregó el manuscrito a José Bergamín, que lo publicó en su exilio mejicano. Lorca, en abril de ese año, había planeado tomar de nuevo un barco. Esta vez habría de llevarle precisamente a México para encontrarse con la actriz Margarita Xirgu, que representaba allí Yerma. El viaje fue posponiéndose. Nunca se hizo y nos quedamos sin un encuentro fascinante. El quinto sol mexica y la luna lorquiana. Los restos del pan de muerto en una carcajada. Una pena negra tan tozuda como una sed que nunca se sacia.