El atasco en la autovía que circunda la ciudad era monumental. Los accesos al estadio, un hormiguero de coches desde cuyos equipos de música solo sonaba salsa neoyorquina. Había policía en las esquinas y rotondas malllevando el colapso provocado por miles de espectadores llegados de todos los barrios y ciudades del área metropolitana. La escena podría recordar a las grandes noches vividas en el Yankee Stadium del Bronx cuando la Fania All Stars, Aventura o cualquier otro ídolo de las músicas latinas provocaba riadas y riadas de fans.
El decorado eran bien distinto. La autovía colapsada era la Ronda de Dalt de Barcelona a la altura de Cornellà y el coliseo deportivo, el RCDE Stadium donde juega el Español. Las colas en las distintas puertas de acceso, interminables. El desespero, creciente. Era ya la hora de inicio del concierto y desde el interior, el discjockey calmaba a las masas con ‘La vida es un carnaval’ de Celia Cruz (vale) y el ‘Sufre mamón’ de Hombres G (eso fue feo). Daba igual; todas las quejas y calores pasarían a la historia en cuanto Marc Anthony saliese al escenario. Porque él es la historia. Historia viva de la salsa. Y porque la primera canción de la noche iba a ser, cómo no, ‘Valió la pena’. A saber: “Valió la pena lo que era necesario para estar contigo amor: tú eres una bendición”.
Marc Anthony salió con todo. Quince músicos vestidos de negro (alguno con mascarilla) que no abandonarían el escenario durante casi dos horas. Con todo eso y nada más. Ni pirotecnias, ni confeti, ni pasarelas ni videoflipes. Las pantallas gigantes reproducían planos cortos del cantante para poder inspeccionar todos los tatuajes de pecho y brazos y comprobar, también, cómo empleaba los músculos faciales para proyectar su voz. Más allá de alguna imagen ocasional, totalmente irrelevante, los efectos especiales del concierto serían su propia voz y el sudor cayendo de su frente. Los efectos serían esos cinco trombonistas y trompetistas que encabritaban los estribillos con sus vientos huracanados. Los efectos serían esos tres percusionistas sincronizados tropicalmente para que el tapiz rítmico resultase irrefrenable. Los efectos serían esos dos coristas pretorianos reforzando las órdenes de un Marco Antonio que dirigía la orquesta como un implacable escuadrón salsero. Música, música y solo música.
Despechada, clásica, arrolladora y flexible
En el escenario reinaba un salsero nuyorican, sí, pero sonó ‘Y si hubo alguien’, clásico del 1997, de cuando la salsa era la música menos cool del planeta (no en vano el disco se llamaba ‘Contra la corriente’), y podías imaginar a Raphael interpretándola. Era salsa romántica y despechada. Salsa clásica y eterna. En el escenario reinaba el superventas más inalcanzable del género, sí, pero sonó ‘Hasta ayer’ (aún más antigua; ¡de 1995!), con esos versos que parecen de cuando se escribía con pluma y tintero (“Fui dueño de su alcoba / Y de su almohada / La tuve beso a beso, piel con piel /Y el sol me sorprendió por su ventana) y Marc Anthony la reinventó una vez más. Golpeó enérgicamente el cuerpo de la guitarra eléctrica para que el guitarrista se marcase un solo bien bravo mientras la orquesta templaba un patrón de son cubano. No tuvo bastante y gritó al guitarrista al oído para que avanzase hasta el borde del escenario y acelerase la digitación mientras él ordenaba a la orquesta que tumbase el compás. Minutos de la tormenta eléctrica tras los cuales regresó el son gozón. Y el silencio. Pero Marc Anthony aún le dio otro vuelco, con su voz vigorosa, casi a capella, sobre un esqueleto de bolero-son. Aquella interpretación rozó los diez minutos. Salsa en su concepción arrolladora, flexible y dialogante. Salsa como fenómeno meteorológico. Salsa torrencial. Ciclón tropical en plena ola de calor.
Cayeron títulos de distintas décadas: ‘Contra la corriente’, ‘Flor pálida’... Cayeron versiones de Juan Gabriel y José Luis Perales; tremendo lo de todo el estadio coreando ese harakiri emocional conocido como ‘¿Y quién es él?’ en el que cada pregunta es una puñalada más profunda. Cayeron versos encandilados y versos celosos que el neoyorquino reforzaba con coreografías impulsivas y gesticulaciones dando a entender que las canciones le dolían el doble porque contaban su vida. No es Marc Anthony un gran actor y tampoco sus interpretaciones como cantante son del todo creíbles. Pero, eh, cuando se tapa los ojos con su tatuadísima mano y baja la cabeza con ese gesto de no-quiero-que-me-veáis-llorar, su estampa de salsero rompedor y roto, canalla y frágil gana enteros. Y, claro, las miradas que lanzaba hacia el lateral del escenario, en el que bailaba y posaba su actual pareja, la joven modelo paraguaya Nadia Ferrero, acentuaban esa condición de salsero de telenovela cuya vida ha llenado, llena y llenará páginas y páginas de prensa rosa. Páginas tan delirantes como esta.
Entradas desde 60 hasta 300 euros
La segunda mitad del concierto fue aún más arrolladora. Con más salsa despechada (‘Si te vas’), más salsa entregada al amor (‘¿Qué precio tiene el cielo?’; ni idea, pero las entradas iban de los 60 a los 200 euros y hasta los 300 si querías tener una experiencia VIP) y más exhibiciones por parte de una sección de vientos que zumbaba unos agudos desarmantes. Prácticamente ultrasonidos.
Pese a haber publicado este año uno de los discos más disfrutables de su carrera, ‘Pa’llá voy’ apenas tiene presencia en el repertorio de la gira. Solo la impepinable canción titular, que podría haber sido firmada hace medio siglo por cualquier maestro del género, y ‘Mala’, enésimo retrato de esas mujeres que te vacían la cuenta bancaria y el corazón. No, la salsa romántica, cuyas temáticas principales son la celebración del amor y la superación del desamor a través de la venganza y el odio, son terreno abonado al victimismo machista. Anécdota de buen síntoma: ‘Mala’ es su single más reciente, pero el público siguió coreándola incluso cuando la banda acabó de tocarla. Anécdota de mal síntoma. Acabó ‘Pa’llá voy’ y se abrió un cráter entre el público. ¿Un desmayo? ¿Un móvil perdido? ¿Una lentilla? Nada de eso: indisposición gástrica y vomitona XL. Un espectador curioso, al saber qué había pasado, exclamó: “¡Pa’llá no voy!”.
Marc Anthony siguió regalando versos de salsa envenenada (“Mira si yo te conozco bien / Que me atrevería jurar / Que no duras junto a él / Un fin de semana más”) y monumentales ejercicios de desprecio amoroso dignos de los más grandes intérpretes románticos de todos los tiempos. Y el público, entonándolos con la misma pasión que los versos más dulzones y embelesados. Si la vida es un carnaval, y un concierto no es más que un carnaval concentrado, cada canción puede ser un disfraz que el público puede enfundarse para interpretar durante cinco minutos el papel que proponga cada letra, cada salsanovela. Pero todo tiene su final y cuando sonó ‘Parecen viernes’ habíamos cruzado el umbral de la medianoche; por lo tanto, ya era sábado. Final del concierto.
Vivir mi vida, lalalalá
Salió de nuevo Marc Anthony para un bis doble: ‘Tu amor me hace bien’, con la madre de todos los agudos poniendo a prueba las amígdalas del público, y la ultraconocida ‘Vivir mi vida’. Confesión: este cronista no siente simpatía alguna por esta canción con aires de himno de Mundial de Fútbol cuyo estribillo se cierra de forma tan perezosa: “voy a reír, voy a gozar, vivir mi vida, lalalalá”. Y nada en contra de los lalalalás, eh. Pero ver a tantísima gente entonando al unísono esos lemas de obstinada perseverancia (“siempre pa' lante, no mires pa' atrás”) te hace reconsiderar la utilidad de composiciones de esta naturaleza. Máxime, cuando en la pista del RCD Stadium convivían fans de todas las condiciones sociales: algunas con aspecto de tener sirvienta en casa y algunas otras que quizás hayan servido en alguna casa. Pocas superestrellas actuales son capaces de convocado seguidores de tan distintas clases sociales. En este sentido, la salsa de Marc Anthony también es transversal.
“¡Que viva la raza latina!”, proclamó el salsero antes de despedirse.
Tres amigas discutían a la salida del estadio si aquellos dos minutos que pasó Marc Anthony mirando al público, fascinado por su receptividad y entrega, eran sinceros o puro teatro. Allá cada cual con sus conclusiones. Pero no es menos cierto que llenar recintos de veintipico mil personas después de treinta años de carrera, no está al alcance de cualquiera. Marc Anthony nunca podrá hacer sombra a los grandes mitos de la salsa de los años 70. Pero, hoy por hoy, tampoco nadie puede hacerle sombra a él en la liga de la salsa de estadios. Y son ya tres décadas de reinado. Marc Anthony es un salsero de titanio.
Fue solo un concierto de salsa. Salsa y nada más. Salsa hasta las últimas consecuencias. Salsa falocéntrica. Salsa transversal. Salsa torrencial.
La salsa, qué música tan extraordinaria. Nacida de la añoranza (la de los puertorriqueños migrados a Nueva York) y con un componente tan vitalista. Tan compleja en sus formas y, a pesar de ello, tan fácil de entrar en ella. Un buen concierto de salsa puede ser una de las experiencias musicales más desbordante. A Marc Anthony le queda una decena de actuaciones en España. Santiago, Madrid, Sevilla, Fuengirola, Mallorca, Oviedo, Valencia, Murcia, Chiclana y Las Palmas de Gran Canaria. Las superestrellas internacionales ya no hacen giras españolas de este calibre. La venta anticipada apunta a que la mayoría de conciertos serán sold out y, según su discográfica, Marc Anthony abandonará el país habiendo despachado entre cien y 120 mil entradas.