Posiblemente este sea el mejor momento para ver a Kurt Vile en directo. Su último disco, Walkin on a Pretty Day (2013) fue un habitual en las listas de lo mejor del año pasado de gran parte de la prensa musical y un merecido hito en la carrera de un músico que lleva ya una década buscando su voz en algún lugar entre pilas de discos de Dylan y Springsteen y el indie de los noventa, buscando el equilibrio entre sus primeras y sucias grabaciones caseras y el ambicioso sonido del rock clásico del que hace gala en los últimos tiempos. Vile tocará en Kafe Antzokia (Bilbao), Joy Eslava (Madrid) y Apolo (Barcelona) mañana, el próximo domingo y el lunes. Lo que sigue es una guía rápida en tres pasos para conocerlo. Y amarlo.
Primer paso: polución americana y blues de locomotora
No sé muy bien si hay alguna relación entre ser niño prodigio y ser hijo único. En cualquier caso, Kurt Vile (Filadelfia, 1980) fue solo uno más en una familia numerosa de diez vástagos y aunque no es el único que se ha decantado por la música, es el que mejor ha demostrado su talento. “Mi padre siempre estaba poniendo música en casa. Era un aficionado al bluegrass, así que la mayoría era country. A los 14 años me compró un banjo, aunque lo que yo quería era una guitarra. Así que me limité a tocarlo como si fuera una guitarra de todos modos. Por entonces me tomé muy en serio escribir canciones primitivas y grabarlas. Ya tenía claro que lo que iba a hacer en mi vida era música”, contaba Vile en una entrevista. Su primera canción estaba dedicada a la calva de Lex Luthor y se titulaba You Made All My Hair Fall Out. Léase esto último como una exclamación en un bocadillo de tebeo.
Así que antes de firmar con Matador y antes incluso dxe que le saliera bigote, Vile ya grababa y se autoeditaba su material en CD-R, obsesionado con el sonido arenoso característico del sello Drag City, hogar de gran parte del indie norteamericano. De hecho, sus dos primeros discos en solitario, Constant Hitmaker (2008) y God Is Saying This to You... (2009), recogen parte de estas grabaciones primitivas registradas entre 2003 y 2007 y sirvieron para presentar a Vile como lo que entonces era: un virtuoso de la grabación casera, un mago a la hora de crear una atmósfera con apenas una guitarra, una caja de ritmos y efectos de origen dudoso. Ambos álbumes se ajustan a lo que conocemos como lo-fi: el sonido cavernoso y los ecos, la experimentación de juguete, la imperfección como parte del proceso creativo, el desorden aparente, la suciedad como rasgo distintivo.
En canciones como Freeway, Best Love, Don't Get Cute y Beach On The Moon está sobre todo su amor por folk y por la tradición de cantautores americanos (Dylan, Neil Young, Bob Seger) y no tan americanos (Nick Drake; y ahí está su devoción por Mark E. Smith de The Fall), por el rock clásico y el pop psicodélico: la fantástica Space Forklift es reflejo del Kurt Vile previo a tener un contrato musical, el que dejó su ciudad temporalmente por un trabajo como conductor de montacargas durante el día y por la noche reflexionaba en su dormitorio sobre el minúsculo lugar que ocupamos en el universo. Volando con su maquinaria pesada como un cohete, como si estuviera colocado por los vapores del tubo de escape. Hablamos, a su manera, de stoner rock. Rock para fumar.
Segundo paso: la guerra contra las drogas
Vile no está solo. En los créditos de algunas de aquellas primeras grabaciones también aparece a su amigo Adam Granduciel, con el que fundó The War On Drugs a mediados de la década pasada mientras ambos mantenían sus trabajos diarios al margen de la música. El despegue del grupo y el de Kurt Vile como artista en solitario ocurrieron al mismo tiempo, pero estar en una banda, salir de gira y atender compromisos es incompatible con alguien que tenía tan claro su discurso propio. Y tras un primer disco juntos, Wagonwheel Blues (2008), Vile abandonó el grupo. Pero aun sin él, o con Vile relegado a invitado especial, The War On Drugs es un anexo perfecto para entender la visión del rock de nuestro villano favorito.
Los intereses musicales de ambos son los mismos: hablamos de dos amigos que amaban a Dylan (y en general al rock que la FM entiende por clásico: Credence Clearwater Revival, Neil Young, Springsteen, Tom Petty) y lo llevaron a territorios del indie rock (Sonic Youth, Pavement, Beck, My Bloody Valentine, Spacemen 3, Dinosaur Jr.). Con sus últimos trabajos, tanto Granduciel como Vile han llegado a una madurez similar donde el omnipresente rock clásico no es en ningún caso el modelo a imitar ni una meta, sino algo que, por increíble que parezca, todavía se puede acometer con pasión y hasta de forma muy personal.
En este sentido, Lost in the Dream, el reciente disco de The War On Drugs, es un álbum notable que nace de la alienación, la depresión y la paranoia, según Granduciel, y también de una mayor disciplina como músico. Y lo bien que le ha sentado: “I'm in my finest hour”, canta en An Ocean in Between the Waves. Al igual que los dos últimos trabajos de Vile, es un ejercicio de equilibrismo en el que es muy fácil resbalar y salir malparado: construye una atmósfera única (¿una suerte de americana onírica? ¿O esto es una resaca?), a partir de una instrumentación que solo es perezosa en apariencia, incluidos todos esos necesarios guiños AOR, como el saxo en Eyes to the Wind, el paisaje prog en The Haunting Idle y, en general el déjà vu en la forma de cantar de Granduciel, que trae a la cabeza a Dire Straits y hasta de los Pink Floyd de Take it back. Sin coarta irónica.
Tercer paso: hey-hey-hey, hey-hey-hey
Ya tenemos la imagen fijada de Vile: melenudo, autodidacta, prolífico, enfermizamente mitómano, alguien que no teme al cliché. Bien, ahora olvídenla. Después de cinco discos y varios EPs, el músico no ha hecho sino moverse hacia adelante. Después de ahondar en la suciedad con Childish Prodigy (2009), en esta ocasión vía Stooges y la Velvet, la ruptura lógica llegó con Smoke Ring for My Halo (2011) y el reciente Wakin on a Pretty Daze (2013), dos discos que dejan toda su producción anterior a la altura de un entretenimiento, de puro aprendizaje: todo aquello fue interesante, pero sin duda también insuficiente para quien anhela alcanzar ese sonido transparente, accesible desde el primer instante y universal, del rock clásico. Lo que hoy tenemos en frente es un Vile que canta mejor, compone mejor, suena mejor y que se conoce mejor a sí mismo. Quiere es un clásico.
En los últimos tiempos Vile ha limpiado su sonido y sus composiciones disfrutan creciendo y enredándose en formas más elaboradas, muchas de ellas alcanzan ya los seis, ocho y nueve minutos de duración, lo que no quiere decir que sean más complicadas: temas como Never Run Away, Puppet to the man o Walkin on a Pretty Day siguen usando hey-hey-hey, a-ahs y yeahs como estribillos; en Was All Talk está todo lo que nos gustaba de él, los ecos, la experimentación, aquella polución sonora, pero de una forma sutil, deliciosamente elegante; Runner Ups sigue funcionando como un mantra, a golpe de repetición.
Vile no ha dejado de ser un hombre orquesta, el mismo apasionado multi-instrumentalista, pero ha escapado de sus limitaciones apostando por un sonido-de-banda y sabe rodearse de gente como The Violators, que también tienen nombre de villano. Y sigue escribiendo como los ángeles sobre la vida cotidiana, evocando más que describiendo, y transmitiendo una contagiosa vitalidad en medio de las toneladas de pesimismo actual. “Been diggin / Layin low, low, low / I'm diggin / Layin low, low, low / Dig, dig in / To these lives that we are livin / Livin low / Lackadaisically so”, canta en Walkin on a Pretty Day, una de las mejores canciones que hemos tenido la suerte de oír en los últimos meses. Y a uno le entran ganas de salir de casa y ponerse a caminar, sin importar a dónde ir, ni qué decir.