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Lemmy: setenta años de rompe y rasga

El músico Lemmy Kilmister

Rubén Lardín

A úlcera y a queroseno. La voz de Ian “Lemmy” Kilmister (Stoke On Trent, 1945) va más allá de la cazalla y el aguardiente para sonar a quebranto, a leña de olivo, a feldespato en corrosión. Pero no, es inútil, no se puede poner en palabras. Lemmy es capaz de partir nueces con la voz, canta como un descosido y nuestra única seguridad es que jamás le vamos a oír un falsete porque esas simulaciones no son competencia de una de las personalidades más genuinas del rocanrol contemporáneo. Es Pop Ediciones acaba de publicar su autobiografía en castellano.

I. El Despegue

La leyenda empezó a fraguarse un día del verano de 1971, cuando Hawkwind, banda británica de rock cósmico inspirada, ya desde el nombre, en la ciencia-ficción new age de Michael Moorcock, echó de menos a su bajista justo antes de salir a escena en un bolo en Notting Hill. Lemmy rondaba por allí a la vera del teclista Dik Mik Davies, con quien compartía un amistad basada en el consumo indiscriminado de speed. En su currículo constaba un año como roadie local de Jimi Hendrix y cierta experiencia sobre las tablas como guitarrista en los Rocking Vicars o cantando para Sam Gopal, pero el bajo no lo había tocado en su vida. “Algo debí de hacer bien, porque estuve con ellos cuatro años”.

Aunque ningún dulce le amargaba, la querencia de Lemmy por las drogas desaforadas no hicieron fácil su estancia en Hawkwind, una banda que se amamantaba en pura lisergia, pero el talento del nuevo bajista fue clave para la que sería etapa más fulgurante del grupo. Con él, Hawkwind se encaramó en las listas de ventas y giró al menos cuatro veces por Estados Unidos, hasta que en una de esas ocasiones Lemmy fue detenido en la frontera con Canadá por posesión de cocaína. La acusación se sobreseyó como “falsa” en cuanto se demostró que lo que cargaba era en realidad sulfato de anfetamina, pero para entonces el grupo ya había tomado la decisión de prescindir de sus servicios. En aquellos días, Lemmy acababa de escribir su último tema para Hawkwind, una canción titulada “Motorhead”.

2. Bombardero en picado

En jerga norteamericana “motorhead” es también la expresión que refiere a los consumidores de speed, sustancia indisociable de la personalidad de Lemmy, así que ese iba a ser mejor nombre para un nuevo proyecto que el Bastard que se manejó en primera instancia. Para empezar, Lemmy requirió los servicios de un ilustrador que por entonces acaba de diseñar la imagen del Swan Song, el sello de Led Zeppelin. Joe Petagno se inspiró en la calavera de un gorila, el hocico de un lobo y los atributos de un jabalí para dar a luz el Snaggletöoth, criatura que se iba a convertir en imagen del grupo y último símbolo de poderío antitodo. En lo esencial, el guitarrista Eddie Clarke y el batería Philthy “Animal” Taylor (sustituyendo a los fugaces Larry Wallis y Lucas Fox originales) constituirían la formación clásica de Motörhead, que el 20 de julio de 1975 daba su primer concierto como teloneros de Greenslade. Como intro utilizaron el audio de un desfile militar nazi salpicado por los “sieg heil” del fervoroso pueblo alemán.

Motörhead, que la revista New Musical Express definió como “la mejor peor banda del mundo”, desembarcaba en el panorama prácticamente a la par que el punk, a cuya actitud Lemmy siempre se sintió afín, y aunque nunca llegó a encajar del todo en la nueva ola británica del metal en que reinarían Iron Maiden o Judas Priest, su aportación es clave para entender la historia del heavy metal y sin su influjo hoy no existirían bandas como Metallica.

Como sea, el ímpetu y la velocidad del trío fueron muy celebrados durante los primeros ochenta y Motörhead cobraría nuevo auge a finales de la década, cuando el gran boom del metal iba venciendo y la banda se certificaba refractaria a modas y tendencias, si bien Lemmy dice que las cosas no empezaron a irle del todo bien en lo financiero hasta que en 1991 salió el “No More Tears” de Ozzy Osbourne, álbum del que había compuesto cuatro temas. “Gané más dinero con esas cuatro canciones para Ozzy que en quince años con Motörhead.”

Incapaz de concebir ninguna otra manera de sentirse vivo que no sea tocando con un grupo de rock por el mundo, Lemmy también repara en la maldición de un público inamovible en sus preferencias, cautivo de canciones primerizas como “Overkill”, “No Class”, “Metropolis” o la mítica “Ace of Spades”, que ha llegado a aborrecer. “En ocasiones me cabrea un huevo. Se me acercan para decirme: ¡Tío, erais cojonudos! ¿Ah, sí? Si tan cojonudos éramos, ¿cómo es que dejaste de escucharnos en 1980? La respuesta habitual suele ser: Oh, es que me casé. La gente es extraña de cojones”.

Su naturaleza espídica le impide mirar mucho atrás, de ahí que la autobiografía que Lemmy firma en colaboración con la periodista musical Janiss Garza sea un libro eminentemente oral donde sobrevuela su carrera sin caer en reflexiones profundas, saltando de un recuerdo a otro a partir del tendido eléctrico que supone la discografía de Motörhead. La somera gestación de cada uno de los discos que les han puesto en la historia, las crisis intestinas, las neurosis particulares de protagonista y secundarios y algunos puntos sobre las íes en cuanto a discográficas, productores y jóvenes ejecutivos se entreveran con las ineludibles anécdotas dementes, declaraciones de amor hacia bandas femeninas como Girlschool, partidas al Asteroids con Randy Rhoads o apariciones estelares como la del Monty Python Michael Palin, que en 1987 visitaba el estudio de grabación para aportar su voz al disco “Rock ’n’ Roll”. Todo ello aromado de una desmemoria envidiable: “El verano del 71 fue genial. ¡No me acuerdo de nada, pero nunca lo olvidaré!”.

3. TU VUÒ FA’ L’AMERICANO

La diéresis de Motörhead es ornamental, apela al umlaut alemán y responde al gusto de Lemmy por la mitología bélica germánica, pero el combo no dejará de ser puramente británico aunque nuestro hombre viva afincando en Los Angeles desde principios de los años 90, donde jamás le van a conceder el permiso de residencia “porque una vez fui detenido por la posesión de dos pastillas para dormir en 1971, de modo que evidentemente han de andarse con ojo, ya que eso me convierte en un peligroso drogadicto loco, ¿verdad? Un razonamiento brillante de cojones el de esa gente”.

Lemmy confiesa que le bastaron dos semanas en EE.UU. para aniquilar toda su vida social: “Comentaba algo que me parecía hilarante y todo el mundo reaccionaba horrorizado. Se escandalizaban y se sentían agredidos y todo tipo de hostias”. Coleccionista de memorabilia de la Alemania bélica, en sus memorias Lemmy no se resiste a anotar que los Estados Unidos viven en la negación, manteniendo clubes donde los judíos no tienen permitida la entrada mientras la industria del aeromodelismo se niega a ponerle la esvástica que le corresponde a la maqueta del Messerschmitt 109.

El libro está fechado en 2002, lo que hace ineludible mentar los acontecimientos del 11 de septiembre de un año antes: “Fue una tragedia horrible, pero es lo mismo que hicieron Inglaterra y Estados Unidos en Berlín a diario durante tres años en la Segunda Guerra Mundial, y lo mismo que le hizo Alemania a Inglaterra. Sucedió en prácticamente todas las grandes capitales alemanas y también en muchas ciudades francesas y polacas. Pero la mayoría de los estadounidenses no piensan en eso. Se creen que todo empieza y acaba con Estados Unidos. Como es la primera vez que les sucede algo parecido, era de esperar que reaccionaran de manera un tanto exagerada. Pero no nos dejemos llevar por el pánico, acabarán superándolo. Cualquier cosa puede acabar superándose con el tiempo”.

4. No soy un puto producto

Lemmy es bajista pero brama mirando a lo alto, encomendado, y en esa actitud lleva cuarenta años, poniendo en el cielo su grito algo enredado de sueño, euforizando con él la banda sonora de nuestras vidas, operando en ese interregno entre el rock duro y las derivas del heavy metal que los años irán convirtiendo en speed, thrash, black, death y una ristra de adjetivos ridículos como latas atadas a un guardabarros de aleación.

Lemmy, que nunca ha compartido los presupuestos y las filosofías de terror y gore asociadas al metal pero que cuando ha encartado no ha dudado en disfrazarse de Adolf Hitler y ejercer de centinela junto a Tom Araya en un concierto de Slayer, se mantiene perseverante en sus convicciones y sigue cantando a sus orígenes, a los orígenes de todo: el blues, los Beatles, Buddy Holly, Little Richard, Eddie Cochran, Elvis, Chuck Berry...

Cuarenta años después, Lemmy permanece activo, conserva sus patillas de artillero y con voz arenosa declara que el secreto de la longevidad está en no morirse, “aunque cuando mueres te vuelves automáticamente un cincuenta y ocho por ciento más genial. Vendes más discos y te conviertes en un ser maravilloso”. Su estilo de vida, sin embargo, lo desaconsejan nueve de cada diez doctores, entre ellos el que le hizo los primeros análisis cuando en 1980 tuvo la idea de someterse a una transfusión completa. “Una transfusión de sangre pura le mataría -determinó aquel médico-. Ha dejado usted de tener sangre humana. Y tampoco puede ser donante. Que ni se le ocurra. Su sangre es tan tóxica que mataría a una persona normal”.

Lo que nos seduce de Lemmy, que desde el año pasado lleva metido entre pecho y espalda un marcapasos, es lo que debería configurar a toda estrella del rock de ley: su naturaleza elemental, las cartas sobre la mesa, una asombrosa ausencia de afectación y la disposición a seguir siendo el que siempre ha sido. “Los críos de ahora tienen una actitud parecida a la de los padres contra los que nos rebelamos nosotros. Probablemente sus hijos se les acabarán desmadrando. Los hijos de nuestra generación, sin embargo, salieron agentes inmobiliarios, cuando no contables de mierda. Dios sabrá cómo lo hicimos. Supongo que será porque la mayoría de la gente simplemente se da por vencida”. Y remacha, como un señor: “No quiero que ningún adulto escuche mi música. Los adultos son los que lo joden todo”.

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