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La música como campo de batalla del fascismo: una historia de usurpación

Un miembro de Skinheads Against Racial Prejudice se manifiesta el pasado 1 de junio en Londres en una convocatoria antifascista y antirracista

Susana Monteagudo

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Acudir al asalto del Capitolio de los Estados Unidos y alardear de ello le costó a Ariel Pink el contrato con su discográfica, Mexican Summer, en 2021. Un ejemplo de cómo el fascismo se codea con la música popular más allá de frívolas provocaciones y veladas adscripciones. A veces, incluso, infectando el discurso de quienes le fueron antagónicos: baste mencionar las controvertidas opiniones del exlíder de Sex Pistols, John Lydon, o las del subversivo icono de la movida, Fabio McNamara.

Y, prueba de ello, son también los incidentes que han sacudido España en las últimas semanas: Líderes de bandas neonazis agrediendo a cómicos o miembros de grupos indies –con conexión en una de las más importantes tiqueteras del país– increpando a escritores en la Feria del Libro de Madrid. Ante la proliferación de estos y otros episodios, cabe preguntarse, ¿es la música el nuevo campo de batalla del fascismo?

“Siempre lo ha sido. Siempre ha habido grupos de música nazis”, sostiene el periodista y músico Miquel Ramos, quien sitúa el origen del movimiento neonazi a finales de los 70 y principios de los 80, momento en que se apropia de un estilo originalmente obrero, el Oi! –una mixtura de punk, ska y pub rock– muy ligado a la cultura hooligan. Es lo que se conoce, de forma más amplia, como RAC (Rock Against Comunism), bautizado así en respuesta a Rock Against Racism, campaña activa desde 1976 a 1982 que pretendía mitigar la propagación de discursos de odio contra la inmigración y en la que participaron Gang of Four, Buzzcocks, The Clash o The Specials entre otros.

La politización de los skinheads

Eran tiempos convulsos en Reino Unido. Con Margaret Thatcher al mando, una economía en recesión, privatizaciones masivas, altos niveles de desempleo y una guerra en las Malvinas. Es decir, el clásico caldo de radicalización. Jóvenes de barrios humildes y marcada desafección política adoptaron una estética de carácter multiétnico y proletario que se remontaba a los 60: botas Martens, camisas, tirantes, chaqueta bomber y pelo rapado. Eran los skinheads. Algunos de sus integrantes, sin embargo, acabaron politizando dicha escena con un discurso nacionalsocialista, circunstancia retratada por Shane Meadows en This is England (2006).

Lo mismo sucedió en España poco después. “Primero habían sido unos punks más. Entonces el punk era tratado como un movimiento juvenil violento porque nuestra música era muy fuerte y rápida, con cantantes muy gritones y antisociales radicales. Y allí en medio estaban los protopelaos, que querían ser violentos pero de verdad, con mala leche”, explica un componente de un grupo punk que vivió esos acontecimientos pero que prefiere mantenerse en el anonimato.

“Así, por esta idea pueril, empezaron a juntarse en los alrededores del bar Fantástico [Barcelona] para convertirse en rivales de los punkis y su peor fechoría era cascar a los que se encontraban solos por las calles, diez contra uno, porque habían oído que en Londres los skins lo hacían así. A esto lo llamaban cazar. También asaltaban el antiguo Zeleste en masa durante algún concierto y, como siempre, la policía los favorecía a ellos y a nosotros nos detenía. Luego, a partir de los noventa se quedaron bastante embobalicados con el fútbol”, añade la misma fuente.

Terror en las calles

En los 90 se multiplicaron las cacerías. El movimiento neonazi, en connivencia con el ultra futbolero, desplegó una política de terror que tuvo también su expresión musical. El RAC vivía su momento de esplendor –aunque minoritario en comparación con otros países y surgieron bandas como Estirpe Imperial, División 250 o Torquemada 1488 que solían actuar en la clandestinidad. Para evitar boicots, la ubicación de los conciertos se revelaba pocas horas antes. “Recuerdo con 13 años los Conciertos por la raza en Valencia durante Fallas. En 1991, 1992 y 1993 hubo conciertos. Venían nazis de toda Europa y la ciudad estaba en alerta durante varios días. Pero también los hubo en Barcelona, en Zaragoza, en Madrid…”, rememora Ramos, quien recoge con detalle esta y otras historias en su libro Antifascistas (Capitán Swing, 2022).

La abogada Ana Bibang, hermana del desaparecido dj y productor Jota Mayúscula, fue testigo de aquellos años de violencia callejera mientras trabajaba en el pionero sello de hip hop, Zona Bruta. “El hip hop estaba fuertemente politizado, si ahora cantaran esas canciones acabarían sentados en la Audiencia Nacional. Era profundamente antifascista y los enfrentamientos con los nazis eran descaradísimos. Y si no se encontraban, se buscaban” explica Bibang quien también recuerda momentos de gran tensión: “Vi muchas peleas, muy feas, algunas con lesiones graves y con condenas de prisión, especialmente en alguna manifestación del 20N. Pero hubo un momento en el que se les echó de la calle. Yo fui testigo de ello, pero nunca se fueron del todo y veo que repiten patrones, ahora con una desafortunada legitimidad”, denuncia Bibang.

Nuevo contexto, nuevos géneros

“Ahora, la situación tampoco es que sea excepcional –dice Miquel Ramos de vuelta al presente–, lo único que ha cambiado es que estamos ante un nuevo contexto donde la extrema derecha forma parte de las instituciones y sus discursos ya están normalizados. Esto no implica que haya más violencia en la calle que hace 30 años, de hecho, creo que hay menos, pero sí que es verdad que hay discursos que avalan esos comportamientos violentos. Esta gente no ha inventado nada, simplemente tienen mayor difusión porque hay redes sociales, son mucho más visibles”.

Tampoco parece que haya una escena musical de corte fascista especialmente numerosa. No la hay más allá de una veintena de conciertos de bandas cuyas letras dicen cosas como “no tengo amigos, tengo soldados”, o de acciones puntuales como la sufrida recientemente por el rapero Jarfaiter, quien acabó echando del escenario a un espontáneo que llevaba la sudadera de uno de esos grupos. “Por suerte, nosotros no hemos tenido ese problema”, dice Toni Mejías, periodista e integrante de Los Chikos del Maíz, quien afirma que, si bien han recibido amenazas, nunca han experimentado este tipo de incidentes en sus conciertos. “Es raro que aparezca alguien si tienes a 1.000 o 1.500 personas a tu favor, tampoco son tontos. Pero también hemos ido con ojo. A veces llegas a pueblos en los que estás a pecho descubierto”, recalca.

“Lo que sí pasa es algo antes impensable: grupos de rap abiertamente nazis que actúan en el ‘parque de atracciones’ que monta Vox cada año”, apunta Mejías en referencia a su evento Viva. Y es que el punk, el hardcore, el metal, el techno y hasta el indie se han convertido en inusitados caladeros para que, quienes sustentan ideologías de extrema derecha, difundan sus mensajes de odio. “Parece que están intentando tocar más palos. Como el grupo Full, con todo lo que ha salido de Bubby Sanchis, oculto dentro de un grupo indie pero abiertamente nazi por comentarios, por actitud y por sus anteriores bandas”, dice Mejías en referencia a uno de los grupos en los que militó Sanchís, con canciones tan explícitas como Siempre fascistas.

A Sanchís, gritar “rojo de mierda, maricón” a Fonsi Loaiza en la Feria del Libro, le ha costado su puesto de directivo en la empresa de venta de entradas, Wegow. No sin la correspondiente presión pública. Ya fuera a golpe de tuit o levantando el teléfono, numerosas bandas amenazaron a la tiquetera con retirarse de la plataforma si esta no actuaba de forma contundente. “Creo que los primeros fueron Angelus Apatrida y luego salimos algunos grupos más”, explica Mejías. “Y antes de que publicaran el comunicado nosotros ya sabíamos que lo habían despedido”, añade.

Desenlace que acredita la eficacia de la defensa colectiva, aunque, en este caso, no exenta de controversia tras filtrarse el historial de su protagonista: hace un año, Sanchís fue señalado por un presunto caso de acoso sexual. Aquello no trascendió. No hubo clamor popular ni investigación por parte de la empresa. Y muchas personas, mujeres en su mayoría, se sirvieron de los recientes acontecimientos para denunciar ese doble rasero y advertir de la discriminación histórica del feminismo en cuanto víctima del fascismo.

“Ha habido un acoso importante que no se ha tomado en serio durante muchos años”, dice Miquel Ramos al respecto. “Todos vimos el acoso que sufría [Cristina] Fallarás. Todos vemos lo que sufren feministas activistas como Irantzu Varela y muchas otras, que dan la cara y están en redes. Uno puede sufrir miles de comentarios en redes y otro puede sufrir que suba alguien al escenario y le parta la cara. Todo merece nuestra condena”, subraya Ramos. Bibang, por su parte, aprovecha para reivindicar a otras víctimas históricas: “Las personas racializadas, las personas migradas, las trabajadoras sexuales, las personas trans. Y, por supuesto, cualquier tipo de diversidad sexual”.

Por todo ello, resulta desconcertante que géneros musicales de origen racializado e incluso declaradamente antifascista, acaben manoseados por la extrema derecha. “Como no tienen identidad alguna, tratan de usurpar todas las ideas de la izquierda radical, incluso su estética”, exclama indignado Ramos. “Arrebatan espacios y referentes. También es una estrategia para confundir a la gente. Y lo de que utilicen el hip hop ya es totalmente obsceno”.

“La cuestión es tergiversar todo”, opina Mejías al tiempo que apunta razones que explicarían el expolio de estos géneros: “Es muy fácil hacer rap. Hacerlo bien, ya es más complicado. Pueden descargar una base de internet, grabar con un equipo de 500 euros y hacer sus canciones. Y el punk, aunque haya instrumentos, tampoco necesita grandes voces y les resulta sencillo. Además, aprovechan esta especie de rebeldía antisistema, de quemarlo todo, que había dentro de estos géneros para darle la vuelta con sus mensajes reaccionarios”. Bibang, por su parte, es tajante: “Eso no puede ser rap. El rap y la cultura hip hop es, por definición, antifascista. Son una panda de paletos que les ha dado por rapear”.

Asociacionismo y esperanza

Ante la reiteración en sus ataques y su apabullante presencia en redes y medios, todas las fuentes consultadas creen necesaria la adopción de estrategias urgentes. De la misma opinión es el músico Rodrigo Cuevas, quien recientemente apostaba por evitar responder a provocaciones y abrazar el asociacionismo. “Eso sería maravilloso”, decía sonriendo el asturiano. Y es que volver a las calles es opción de consenso. “Es importante reforzar todo eso, esa es la gente que curra día a día”, apunta Ramos. En la misma línea, se expresa Mejías: “Es la única manera de mostrar músculo. Y creo que el músculo que ha tenido la izquierda no ha sido el individual de gimnasio, sino el colectivo. Hay que volver a las manifestaciones y demostrar que no estamos acomodados en el poder, porque no lo estamos”. Y Bibang añade: “Hay que aprovechar también el altavoz que tenga cada uno”.

¿Y en el ámbito musical? Si bien ya existe Rock contra el fascismo, Mejías echa en falta mayor unión y presencia del sector: “Hay miedo a que se cierren puertas, pero creo que debería haber unos mínimos que respetáramos. Una asociación o un sindicato, no sé, algo, una plataforma aunque sea para poder reaccionar ante esto y mostrar una repulsa. Y aunque no todos los grupos tienen sus letras marcadamente ideológicas creo que toda la gente se considera mínimamente progresista y sabe que los nazis, el machismo y el racismo están mal”.

Mejías, cuyo grupo inicia en 2025 una tregua indefinida de al menos 3 años, cree también importantísimo dar esperanza a la gente joven. Esa misma idea inspiró el último álbum de Los Chikos del Maíz, Yes Future (2022): “Tenemos que vender un poco de esperanza para que la gente joven acabe rechazando estas ideas reaccionarias. Y hay que dejar de normalizar en medios, en redes y demás a los nazis como parte del debate y relegarlos a la oscuridad, de donde no deberían haber salido nunca”, concluye.

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