El soul de Solange Knowles es más activista que Beyoncé
“No soy ella ni nunca lo seré”, decía Solange Knowles en la canción God Given Name. Era su segundo disco y la primera vez que le permitían alzar la voz contra una vida de comparaciones odiosas. Años antes, sus padres fracasaron en el intento de calzarla entre las Destiny's Child y tuvo que conformarse con arañar minutos en varios proyectos de su hermana mayor, la imparable Beyoncé.
Fue difícil para la benjamina sacar el nombre de la cantante más poderosa de sus créditos. Hasta que en 2008 se plantó con unas letras que bebían de la rabia y las ganas por labrarse una carrera con su nombre de pila. El álbum Sol-Angel and the Hadley St. Dreams marcó las líneas de todo lo que hoy nos vuelve locos de Solange. El compromiso político, una voz suave de diva del R&B y un estilo desenfadado sin llegar a ser estrambótico.
Canciones como T.O.N.Y y I Decided, producida por Pharrell Williams, eran una buena muestra de que la artista estaba aquí para dejar de ser la eterna hermana y no lamentarse por ello. Desarrolló un sonido que encajase en la dictadura comercial, pero lo suficientemente genuino como para prevenir la caída estrepitosa de su primer trabajo, Solo Star. Este homenaje al estilo Motown la situó por fin en el mapa como una digna heredera de la escuela de Dinah Washington y Nancy Wilson.
Pero con la fama llegó el precio de volverse viral al mismo tiempo que Beyoncé lanzaba su alegato feminista, I am Sasha Fierce. El escrutinio comparativo atacaba de nuevo. No en vano, el sello Interscope Records había convertido la única canción con referencias a su hermana en el single del disco. Así que Solange hizo las maletas, abandonó la discográfica de los huevos de oro e invirtió en ser independiente de una vez por todas. Y mejor, porque gracias a este arrebato hoy escuchamos la joya más perfecta de su carrera: A Seat at the Table.
El cisne negro
Durante este tiempo de retiro musical, Solange se dedicó a su familia y a buscar un sonido propio. Uno que no estuviese diseñado por los gurús del mercado ni concebido para alcanzar el podio de la lista Billboard. Así nació True en 2012, un proyecto de siete canciones cercanas al pop nostálgico de los ochenta y con unos arreglos vocales inauditos en la música negra. Todo un progreso para alguien que seguía cargando con el lastre de las comparaciones.
Pero True no era tanto un álbum como una probeta para ensayar la fórmula de la excelencia. Esa que se consigue intercalando el compromiso político sin parecer un panfleto carente de gusto musical. Por eso, un año después, Solange se mudó a Luisiana para tomar conciencia de sus orígenes afroamericanos. Fue entonces cuando comenzó a involucrarse en protestas sociales, a liderar marchas contra la brutalidad policial y a usar sus redes sociales como altavoz de la ignorancia de la prensa “blanca” al hablar de música negra.
Esto último fue una de las razones para fundar su propio sello, Saint Records. Primero, porque quería dar voz a artistas R&B con un potente discurso de izquierdas y, después, para enganchar a una audiencia negra más leal.
Solange hizo saltar así las alarmas entre los periodistas musicales, que no tardaron en colocar otra vez su foco sobre la artista. Columnas y tertulias radiofónicas analizaban con escepticismo su transición del mainstream al indie. Hasta que una de esas críticas plantó la semilla que convertiría su disco en uno de los mejores del año.
Mi sitio en la mesa
“Fui a un concierto de Solange y vi cómo era su audiencia. Yo, si fuera ella, no mordería la mano que me da de comer”, dijo el tertuliano Jon Caramanica en un podcast para el New York Times. El periodista también hacía referencia a que los seguidores blancos de Knowles habían aumentado desde el lanzamiento de True. La artista, que había sido previamente invitada para defender su campaña contra el estigma racial, se sintió amordazada de repente.
“Empecé a pensar en las indirectas raciales, y no tan indirectas, que implica decir eso a una mujer negra”, admitió Solange en la presentación de A Seat at the Table. “Básicamente me estaban diciendo que cerrase la boca”. Aunque la cantante llevaba ocho años trabajando en el nuevo álbum, estas declaraciones fueron el resorte que le ayudó a definir su mensaje político.
El single, Don't Touch my Hair, es un claro homenaje al pelo como elemento vital de la identidad africana. Como explicaba de forma maravillosa Phoebe Robinson en su libro homónimo, la mujer negra mantiene con su pelo una relación de amor-odio hasta que deja de verlo como un lastre para su integración entre los blancos.
A diferencia de sus anteriores trabajos, A Seat at the Table no habla de sentimientos domésticos. Con la salvedad de alguna referencia velada a su hijo, Solange tiene muy claro el perfil de su público: negros que hayan sufrido segregación y blancos condescendientes.
También reivindica su derecho a estar enfadada en Mad, aunque “no tengo permiso real para cabrearme”. En F.U.B.U usa su ligera y preciosa voz, acompañada de una base de jazz, para hablar de las agresiones diarias a su comunidad. “This shit is for us”, repite incesante haciendo saber que las podemos bailar, pero que esta mierda es solo para ellos. For Us By Us significa que la experiencia musical de este disco es universal por su calidad y, a la vez, muy diferente (y especial) para el público negro.
Este atrevimiento pretende poner en solfa a esos tertulianos que insinuaron que no debía incomodar a la audiencia blanca. Pero, al final, la crítica ha aplaudido un mensaje que marida a la perfección en tiempo y forma con el Lemonade de Beyoncé. A Seat at the Table ha sido nombrado álbum del año en Pitchfork y aglutina un 90% de buenas reseñas en Metacritic. Por fin se entendió que las hermanas no son rivales; es más, ambas son las embajadoras idóneas para esta época de dramas raciales. Por eso hay que dejar de criticar su activismo.
Solange ha encontrado su propio ritmo a fuego lento y una solidez musical que no se adivinaba en True. Ya no hay sonido pop, pero sí unas partituras inteligentes que cuesta encontrar cada vez más en el R&B. La pequeña de la familia, como en las buenas fábulas, se ha hecho grande con sus actos. Y A Seat at the Table ha sido la odisea más redonda que ha dado a luz este año.