Como cualquiera nacido alrededor de 1980 con acceso a un ordenador, Stephen Witt descubrió que podía acceder a toda la música del mundo de manera gratuita por cortesía de la tecnología P2P. En la introducción a este libro, Witt sitúa su plusmarca personal en 1.500 gigabytes, lo que viene a ser alrededor de 15.000 LPs.
Él mismo reconoce que no ha escuchado ni escuchará nunca el grueso de lo descargado. Con los años empezó a preguntarse, no sólo por el sentido de ese afán por poseer la Biblioteca de Alejandría del pop, sino también por la manera en que esos discos habían llegado a circular por la Red, antes incluso de su publicación oficial. Así empieza a gestarse Cómo dejamos de pagar por la música, cuando el discurso propiratería que ha dominado las dos últimas décadas está en plena recesión.
La idea inicial era contar la accidentada vida del mp3 desde que Karlheinz Brandenburg inició sus investigaciones a mediados de los ochenta en la Universidad de Erlangen-Núremberg hasta su definitivo triunfo frente a otros estándares de compresión de archivos de audio. Esto es, cuando fue adoptado por la comunidad pirata como el formato idóneo para el intercambio de archivos vía P2P. Pero, como es inevitable, otras historias se fueron cruzando en su camino.
“Cuando comencé a tratar el tema de la adopción del mp3 por parte de los internautas me encontré con la fascinante subcultura de los filtradores de disco. Y un poco como consecuencia de ello me parecía que debía ofrecer también el punto de vista de la industria de la música”, explica Stephen Witt a eldiario.es. El resultado final de la investigación, autofinanciada con ayuda de su editor en EEUU, es una historia a tres voces (aunque Alan Ellis, el creador del sitio web Oink Pink Palace, también goza de su cuota de protagonismo).
En el proceso, analiza el desplome de la industria del disco como si fuera una novela negra. “La primera versión del libro era más técnica, centrada exclusivamente en la piratería. Pero cuando lo leí me recordaba a un artículo de Wikipedia, y me pareció terrible. Me alejé del proyecto durante un año y cuando volví a él me di cuenta de que necesitaba una estructura narrativa que mantuviera interesado al lector. Así que terminé organizando el libro cronológicamente, saltando entre los diferentes arcos narrativos con el paisaje del derrumbe de la industria musical aportando la tensión. Y parece que funcionó, porque la gente se lo termina”.
El bueno, el feo y el malo
Los patrones que Sergio Leone inmortalizó con su icónico filme son, en el caso que nos ocupa, intercambiables en función del punto de vista del lector. Por ejemplo, Dell Glover, un hombre de raza negra, formación autodidacta y condición humilde que, inesperadamente, pasará a la historia como el mayor filtrador de discos conocido durante los primeros años de Internet.
Entre 1998 y 2009, y aprovechando su trabajo en la planta de fabricación de Universal en Kings Mountain (Carolina del Norte), Glover se las arregló para esquivar las medidas de seguridad de la fábrica y ripear y compartir más de 20.000 discos a través del grupo Rabid Neurosis. Entre otros muchos, los lanzamientos de la aristocracia musical del momento: Beyoncé, Kanye West, Madonna, Nick Cave, Pearl Jam, Oasis, Shakira, LCD Soundsystem, Nine Inch Nails, etc.
Cualquiera que haya descargado un álbum de éxito antes de 2009, estaba haciéndose una copia de un archivo generado en el ordenador de Dell Glover. “En el periodo que cubre el libro, el perfil del filtrador de discos era el de un joven que ve su actividad como una suerte de desafío a la autoridad y que no estaba especialmente interesado en conseguir una contrapartida económica. Hoy las cosas han cambiado y la piratería está dominada por individuos como Kim Dotcom o incluso organizaciones criminales que buscan conseguir beneficios millonarios con ellos. Los fundadores de The Pirate Bay, por ejemplo, se han desentendido de la versión moderna del site por su funcionamiento abiertamente capitalista. Este es un perfil reciente que no he tenido tiempo ni oportunidad de reflejar en este libro”.
No hay duda de que el papel de “el feo” en esta película le toca desempeñarlo a Karlheinz Brandenburg, padre del mp3. Witt le describe como “de una presencia física no demasiado imponente. Era muy alto pero caminaba encorvado, y su lenguaje corporal no transmitía seguridad”.
Este retrato se ajusta a su propia historia vital: a Brandenburg le tocó durante años desempeñar el papel de perdedor en una lucha feroz con MUSICAM (un grupo de investigadores financiado por Philips) y el MPEG (Moving Picture Experts Group), el comité de estándares que decide qué avances tecnológicos llegan al mercado de consumo y cuáles se quedan por el camino. Irónicamente, no fueron la industria ni la ley sino las filtraciones ilegales las que, contra el criterio del MPEG, convirtieron el mp3 en el estándar de la música en Internet. Más irónicamente todavía, Brandenburg fue siempre un ferviente defensor de los derechos de autor.
El tercer actor de esta tragicomedia sería Doug Morris, una de las figuras más decisivas en el devenir de la música popular durante las tres últimas décadas. En diferentes momentos de su carrera profesional ha estado al frente de las tres majors que todavía hoy sobreviven a la debacle financiera de la industria musical: Warner, Sony y Universal. A él se le atribuyen decisiones tan controvertidas como la apuesta por el rap gangsteril y abiertamente machista que causó furor en los noventa o la banalización del pop como consecuencia de su política de dar a la gente “aquello que estaban desando consumir”. O lo que es lo mismo, la obsesión de Morris por mejorar la cuenta de resultados de sus empresas y la suya propia.
También a este capitoste discográfico se le achaca por acción u omisión la controvertida decisión de combatir la piratería con una batería de demandas millonarias a una serie de internautas cuyo crimen fue descargar ilícitamente un puñado de discos. Fue esta decisión la que hizo que la industria musical se ganarse el odio eterno de la mayor parte de la población mundial. En realidad la historia de Doug Morris está plagada de claros y oscuros que Stephen Witt pone de manifiesto en este libro para el que, desgraciadamente, no ha podido contar con la colaboración del directivo. Actualmente es el presidente y consejero delegado de Sony Music Entertainment.
De Napster a Spotify: una Odisea en el espacio digital
Lo fascinante de Cómo dejamos de pagar por la música es que algo tan presente en nuestro día a día como es escuchar nuestras canciones favoritas a través del ordenador o el móvil esconda tras de sí una historia como ésta. Y que tiene más de retrato generacional que de manual de consulta o de estudio sociológico.
“La piratería en la música es cosa del pasado. Contra todo pronóstico, esto no se ha traducido en una mejora de las ganancias para la industria. La música era un producto que adquirir en las tiendas, y ahora se ha convertido en un elemento omnipresente, algo que damos por sentado que tenemos a nuestra disposición, como ocurre con el agua o la electricidad. La magia consistente en sentir un disco como tuyo se ha transformado en un sentimiento de que toda la música del mundo nos pertenece por derecho. Muchas otras industrias -la TV, los libros, el periodismo- afrontan el mismo problema, y no hay una solución obvia para el problema. La pregunta es por qué la industria musical llegó a ser tan poderosa en un primer momento”.