Borges Amordazado
Los límites del homenaje son tan flexibles que, mientras los herederos de Stieg Larsson piden activamente que un extraño use los personajes del autor sueco para continuar su multimillonaria saga, hay otros que no pueden experimentar con la obra canónica del autor más experimental. Es el caso del argentino Pablo Katchadjian y su El Aleph engordado, donde el autor modifica el original borgiano de varias maneras, añadiendo 5.600 palabras a las 4.000 del cuento original.
Katchadjian tiene 36 años y dirige la Imprenta Argentina de Poesía. Es parte de la nueva narrativa argentina y ha escrito varias novelas pero no es exactamente famoso. O no lo era, hasta ahora. De El Aleph engordado se publicaron 300 copias en 2009. La obra que habría sido una nota al pie de página de libros más leídos si no fuera porque la viuda y heredera de Borges María Kodama le denunció por plagio en 2011.
Tras una serie de fallos en favor del escritor, Kodama consiguió en junio que la Cámara de Casación admitiera que “se ha editado, vendido o reproducido en una edición gráfica una obra publicada sin autorización de su autor o derechohabiente”. El juez dispuso un embargo de 80.000 pesos sobre sus bienes (unos 7.560 euros), pero más adelante dictó falta de mérito y ordenó que se acabara el peritaje antes de tomar otra decisión.
Las viudas negras de la propiedad intelectual
La escena literaria latinoamericana se ha volcado en bloque en favor de Katchadjian y contra Kodama, a la que muchos consideran una viuda negra de la propiedad intelectual. Este es el apelativo que reciben aquellos herederos que ejercen un control asfixiante sobre la obra de un autor. Casos famosos incluyen el de Stephen Joyce, nieto de James Joyce, pesadilla de biógrafos y famoso por prohibir que la ciudad de Dublín usara citas del Ulises en el primer gran aniversario de su creación.
Otros albaceas difíciles fueron el juguetón Dmitri Nabokov, hijo del autor de Lolita, cuyos permisos de cita eran cambiantes e idiosincráticos; o Valerie Eliot, segunda esposa de T.S. Eliot, que nunca llevó bien el interés de los biógrafos por la primera mujer del poeta británico. O su protegido Ted Hughes, viudo y ejecutor de la obra de la poeta Sylvia Plath. Hughes quemó el diario que Plath escribía cuando descubrió que Hughes se acostaba con la publicista Assia Wevill y le echó de casa porque “no quería que mis hijos lo leyeran”. Lamentablemente, en ese momento escribió algunos de los mejores poemas en lengua inglesa y la ventana a su proceso de creación se quemó por la mano de la persona que debía protegerla.
Kodama vs. Borges
Las intenciones de un albacea no son siempre celosas, egoístas o puramente económicos. El guardián literario también es responsable de mantener la integridad de la obra de un autor, a veces en detrimento de su comprensión, sólo porque los tiempos cambian y los autores muertos, no. Samuel Beckett no quería que hubiera mujeres en sus obras, y Valery Eliot no dejó que la mismísima Kate Bush usara el bellísimo monólogo final de Molly Bloom para hacer una canción.
En este caso, el mundo literario coincide en que es la propia Kodama la que no respeta la integridad de Borges. El nuevo Aleph no sólo era un homenaje a Borges, también era parte de una serie de obras que proponen la deconstrucción de las obras del canon literario. Dos años antes, Katchadjian había publicado El Martín Fierro ordenado alfabéticamente (2007), donde ordenaba los 2.316 versos exactamente como lo explica el título. Resultado: es el Martin Fierro, palabra por palabra, pero también es un texto completamente nuevo. Con El Aleph, su intención era “hacer literal la cuestión básica de que siempre se escribe sobre otros textos precedentes”, una de las premisas favoritas del autor de Pierre Menard, autor del Quijote.
Ese cuento no puede ser más borgiano, y es completamente original: antes de morir, el oscuro autor francés Pierre Menard deja escritos los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Quijote, y un fragmento del capítulo veintidós. Son idénticos en todo a los que escribió Cervantes y que, sin embargo, no son plagio porque Menard no los copió. Su técnica fue convertirse en Miguel de Cervantes, “conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918”.
Y el Quijote que escribe es idéntico y no es el mismo, porque no es lo mismo un texto publicado en el siglo XVII que uno publicado en el XX. Si aplicamos la máxima de su ensayo Los precursores de Kafka, casi se podría decir que fue Menard el que influyó a Cervantes y no al revés, porque la lectura del Quijote de Menard transformaría la del Quijote de Cervantes. Para el escritor argentino, plagiar era indistinguible de la influencia. La diferencia no es de grado sino de efectividad.
La intertextualidad y los guardianes de la literatura
El mismo Jorge Luis Borges fue acusado en más de una ocasión de plagiar a otros, cosa que no le preocupó lo más mínimo. Cuando le acusaron de copiar a Giovanni Papini y su texto Dos imágenes en un estanque para escribir El otro, dijo tranquilamente: “Leí a Papini y lo olvidé. Sin sospecharlo, obré del modo más sagaz; el olvido bien puede ser una forma profunda de la memoria”. Papini, por cierto, escribía entrevistas falsas.
Lo mismo le pasó a Rilke con los primeros versos de su poema más bello: “Quién si yo gritara me oiría, de entre las jerarquías de los ángeles”. Rilke dijo que esos versos se le aparecieron una gélida mañana de enero de 1912, mientras paseaba por las inmediaciones del Castillo de Duino, cerca de Trieste, donde estaba pasando el invierno. Murió sin saber que las había levantado de la Biblia –que sin duda aprendió de pequeño y, sin sospecharlo igual que Borges, convirtió en una forma más profunda de memoria– y tardó diez años en componer todo lo demás.
Esta conversación entre autores de distintas épocas que algunos académicos llaman “intertextualidad” es la proteína de la que vive la literatura. Sólo los lectores se convierten en escritores. Aprender hasta interiorizar lo mejor de lo leído hasta hacerlo propio es parte fundamental del proceso de escribir. La prueba definitiva es el libro que ponía en circulación este verano Círculo de Tiza: Hambre de realidad. Un Manifiesto.
El título que deriva de nuestro supuesto cansancio de la ficción en favor del ensayo y las noticias. Pero lo importante es que David Shields firma un texto completamente original donde no hay una sola palabra suya. Cada párrafo contiene obra de un autor distinto y, a diferencia de Katchadjian, Shields nos dice quién es. Si el libro es un Manifesto, no es sobre la muerte de la novela sino sobre la imposibilidad de escribir algo completamente original, y lo poco que importa.
Borges no lo habría dicho mejor. Aunque también puede que lo dijera él.