Había que ser muy imbécil para discutir con Ramón Lobo. Lo conocí en 1986 o 1987. Acababan de nombrarlo jefe de la sección de Internacional del diario Expansión, que yo había contribuido a sacar a la calle solo unos meses antes. En aquella época él tenía una brillante cabellera rubia y la sonrisa permanente que ha conservado hasta sus últimos días. Hablaba lo imprescindible, y respondía a las preguntas con alguna frase irónica, breve como un telegrama. Aunque causó sensación entre las chicas de la redacción, no hay ningún indicio de que traicionara a su primera esposa.
Era un joven cordial, amable, un hombre bueno y un profesional competente y trabajador. Eso lo puede decir cualquiera que lo conociera en aquella época. Nos hicimos amigos de inmediato. Juntos fuimos de Expansión a La gaceta de los negocios, y de allí al diario El Sol. Como decía José Antonio Martínez Soler, fundador y director efímero de estos dos últimos diarios, íbamos como santa Teresa, de fundación en fundación.
Ramón parecía condenado a ser jefe de Internacional durante toda su vida, hasta que lo fichó El País. Fue una decisión acertada del periódico, tan acertada como disparatada fue incluirlo, tres decenios más tarde, entre los 140 periodistas despedidos en el ERE que la empresa hizo para tapar los agujeros de la gestión de su CEO de entonces, Juan Luis Cebrián. El tiempo pone a todos en su sitio: la sonrisa amable de Ramón es recordada con cariño y admiración por sus amigos, por sus compañeros y por los lectores, por los oyentes y por los televidentes; sin embargo, poca gente menor de 40 años sabe hoy quién es aquel tipo que lo despidió.
En El País, Ramón comenzó a viajar. Su mirada y su forma de contar seguían la senda de Ryszard KapuÅciÅski, aquel rey de los corresponsales que opinaba que “las malas personas no pueden ser periodistas”. Ramón desconfiaba de los editorialistas y de los jefes que le apremiaban con la hora de cierre o le exigían que les diera el titular de su crónica cuando él estaba en medio de una matanza entre tutsis y hutus en el corazón de Ruanda, o conduciendo a toda velocidad por la Avenida de los Francotiradores, en Sarajevo. Mientras otros hacían crónicas sobre el rudo valor de los combatientes, Ramón contaba las terribles historias de las víctimas. Por ellas se jugaba la vida. Fue precisamente su necesidad de escucharlas la que, en 2005, hizo que fuera secuestrado en un campo de refugiados de Gaza.
Decía al principio de esta crónica que había que ser muy imbécil para discutir con Ramón Lobo, un tipo que jamás alzaba la voz, hablaba con amable ironía, y siempre te regalaba una sonrisa. Un tipo que, cuando aquel señor como-se-llame lo dejó en la calle, se multiplicó en varios medios y se ganó su lugar en los escaparates de las librerías. Fue más periodista que nunca, más admirado que nunca.
Mi amigo Ramón Lobo, El Lobito, ha muerto. En un mensaje enviado a sus amigos para prevenirnos de la inminencia del desenlace, su viuda, María, contó que los médicos le habían preguntado cómo quería morir. Cuando salieron de la habitación, Ramón le dijo: “Al final no soy un impostor”. Ella añadió en su mensaje: “Consecuente hasta el final”. Efectivamente, fue un héroe consecuente.