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Super Mario de tripi, punkis con Game Boy, obsolescencia programada y otras historias sobre la ‘chipmusic’

Diggin’ In The Carts, un documental sobre la escena japonesa de música con videojuegos

Jesús Rocamora

Este 2014 está siendo un año estupendo para sacar a la luz la influencia que los videojuegos ejercen en músicos y creadores contemporáneos, especialmente de electrónica, después de décadas de silenciosa incubación. La Red Bull Music Academy ha presentado Diggin’ In The Carts, una webserie de seis episodios dedicada a los compositores de las bandas sonoras de los videojuegos, que consideran un “homenaje a los héroes desconocidos de la música digital”.

En muchos artículos que hemos leído estos meses dedicados al sello/colectivo británico PC Music, otro de los fenómenos de la temporada, se incluyen referencias a títulos como Tekken, al pop japonés eufórico a lo Final Fantasy y en algunos incluso se compara la labor de componer música con la de programar código. Y mientras artistas como Saint Pepsi introducen ya con toda naturalidad en sus collages sonoros melodías sacadas de Mario Kart 64, otros hablan de “chipcumbia” para referirse a lo que hacen los argentinos Super Guachin. ¡Si hasta los Focomelos han vuelto a Twitter!

A esto pueden sumar ahora Europe in 8 bits, un documental de Javier Polo Gandía que se estrenó el miércoles en el festival Beefeater In-Edit, después de su paso por Canal+. La película recorre la escena de la chipmusic desde su nacimiento en el underground europeo hasta su popularización en el resto del mundo: hablamos música compuesta a partir de reciclaje de viejos cacharros, especialmente ordenadores y consolas, y cuyo sonido es imposible desvincular de aquellos pitidos de alarma de despertador y las sinfonías de calculadora que acompañaban a los videojuegos de los años ochenta, y que también son parte de la historia de la música electrónica. Como dice ante la cámara el productor italiano Mauro Staci, aka Mat64, “estamos hablando de sonidos electrónicos básicos, del primitivismo básico de la electrónica”. O como afirma el artista noruego Binärpilot al intentar definir qué es la chipmusic: “Es como Super Mario de tripi”.

Europe in 8 bits, cuyo financiamiento en parte ha sido posible gracias a una campaña de crowdfunding en Verkami, arranca con una imagen conocida: como en el Toy Story de Pixar, ¿a dónde van a parar las viejas Game Boy, los vetustos Commodore 64 y aquellos maravillosos Amiga y Atari ST cuando les alcanza la obsolescencia programada, cuando su dueño se convierte en un adulto de piernas largas y pierde el interés por los videojuegos?

Javier Polo comienza su trabajo siguiendo los pasos de algunos locos de los circuitos a través de mercadillos y vertederos, en busca de viejos cacharros y chips a los que darles una segunda oportunidad y devolverlos así a la vida con otra función distinta de la original, como prometeos hipermodernos, frankensteins de chatarra para una orquesta animada. Como el mismo Polo aseguraba en una entrevista, “la idea de todos los que están detrás de este documental es sencilla: coge algo que no sirve para nada y dale una nueva utilidad, un nuevo uso. Eso es lo que tiene más valor para mí de la película”.

Curiosamente, la chipmusic nos habla más del presente que del pasado, a pesar de que la nostalgia es inevitable en la hora y cuarto que dura Europe in 8 bits: ahí están los viejos anuncios ensalzando la capacidad sonora del Commodore 64, ideales para hacernos soltar una lágrima, y los recuerdos de muchos de los entrevistados del trabajo imborrable de compositores de bandas sonoras de videojuegos como Rob Hubbard (Commando, ACE II) y Ben Daglish, que “tenían una energía especial, una histeria inconfundible, que incluso de niño te hipnotizaba”, recuerda el alemán Patric Catani. Aunque precisamente por su identificación con el ocio electrónico también ha existido de forma paralela un discurso condescendiente por parte de artistas serios, tipo “vamos, tío, crece, deja los videojuegos y empieza a hacer música de verdad”. Así que, como reconoce el sueco Goto80, “tuvimos que empezar a pensar en la manera de hacerlo más serio, dándole un toque más artístico y político”.

En montañas de basura

Chipmusic es Kraftwerk y el techno, es paisajes industriales, ciudades y política. Así que decir que es solo música de videojuegos es perezoso”, dice el productor sueco Covox. El documental pone delante de la cámara a más de una veintena de músicos marcados fuertemente por la filosofía DIY (do it yourself o hazlo tú mismo) y también por la cultura popular de los ochenta y noventa, desde Robocop a Front 242. Es una escena que también tiene sus raíces en el ciberpunk, el crackeo de viejos cartuchos y máquinas y el arte en baja resolución de la demoscene.

El italiano Kenobit recuerda en este sentido el relato El mercado de invierno, de William Gibson, donde el escritor británico describe a un personaje, Rubin, como “una especie de santo urbano que recupera viejos objetos tecnológicos abandonados y los repara, modifica y utiliza para hacer cosas nuevas. Es el maestro de la basura”. Lo que los japoneses llaman Gomi no sensei. “Coger un objeto antiguo y darle una nueva alma. Esta mentalidad es muy ciberpunk”, amplía poco después el propio Kenobit. Se trata de “reimaginar la tecnología respecto de su función inicial”, valora por su parte el productor británico MC Appl Juic: “Es un movimiento en contra de tordas estas fuerzas, rumbos y conformismos establecidos”.

La escena chipmusic nació y creció en Europa gracias a comunidades en internet como micromusic.net, creada en Suiza en 1998. En su popularización tuvieron mucho que ver programadores amateurs como Oliver Wittchow, creador de Nanoloop para Game Boy -que actualmente goza de versiones comerciales para Android y iPhone/iPad- y el sueco Johan Kotlinski, diseñador de Little Sound DJ (LSDJ), también para la consola portátil de Nintendo. Cualquiera de ellos permitía transformar la Game Boy en un instrumento musical.

También tuvo un papel importante la proliferación de fiestas y clubes como Microdisko en Estocolmo o el Blip Festival en Nueva York. Porque una de las cosas en las que pone énfasis el documental es en el lado divertido de una escena que mira la música sin prejuicios y que sigue teniendo mucho de comunidad. Como cuenta Kenobit, “cuando organizo una fiesta en Milán me gustaría poder decir a la gente: ‘Vente a tocar, te pago el billete y 500 euros’. Pero no los tengo. Así que les digo: ‘Mira, vente a tocar, te lo pasarás bien, comerás bien, estaremos entre amigos, conocerás mucha gente, verás una ciudad que no conoces con músicos y gente agradable’. Y la gente termina viniendo”.

Contra el canon anterior

Como bien se encargan de subrayar sus entrevistados, estamos ante un movimiento que adquiere un nuevo significado en esta época marcada por la obsolescencia programada. “En esta época de cambios y nuevas tecnologías tan veloces, modificar objetos para resignificarlos es en cierto punto una forma combativa”, cuenta el argentino Lautaro en el documental. “Creo que es un cierto tipo de rebelión respecto a la tecnología actual, que al final no dice nada nuevo respecto de nuestra realidad”, coincide la italiana J8bit. “El sistema nos impone varias cosas: ‘La música debe ser así’ o ‘la cultura es de tal forma’, y cualquiera que se salga de ahí y use la tecnología de manera diferente se posiciona en contra y se enfrenta al sistema”, aporta el británico MC Appl Juic, que considera que la decisión de publicar como descarga gratuita y bajo licencias Creative Commons también forman parte del ideario de la chipmusic. Para suizo Stu, la chipmusic “no es un género musical, es más una filosofía, una forma de hacer las cosas”.

Entre los invitados a Europe in 8 bits no sólo haya músicos y artistas visuales. En un momento dado, el psiquiatra Cándido Polo plantea ante la cámara que “hay un cierto síndrome de Peter Pan en estos jóvenes” que “comparten esa afinidad por mantenerse anclados en un pasado en el que fueron felices con el manejo de estos instrumentos”. Lo que no le impide reconocer que “cada generación tiene la obligación histórica de crear sus propios patrones culturales y tiene la necesidad de subvertir el orden y los cánones estéticos de las anteriores”.

Para el sociólogo Francesc Hernández, lo que están consiguiendo estos músicos es darle la vuelta a la “alienación producida por la tecnología”: son ellos los que controlan a sus aparatos y no al revés, dándoles el uso que quieren a los mismos en cada momento. “El mundo capitalista es un mundo de consumo en el que nunca agotamos toda la potencialidad del objeto. El objeto tiene un carácter efímero programado por los fabricantes. Aquí tenemos todo lo contrario […]. Estamos ante un movimiento casi postcapitalista; es un movimiento del reciclaje”, completa.

Autogestión, amateurismo, baja fidelidad, crítica al consumismo. “Mucha gente piensa que es un nueva forma de punk, un mensaje político nuevo, que no necesitamos una producción de alta calidad o un estudio de sonido de lujo. Sólo necesitamos un grabador de los años 80-90, conectarlo y producir un hit de 8 bits. Y sin gastarse mucho dinero”, plantea el productor británico gwEm. El guatemalteco Meneo, una de las cabezas más visibles del movimiento chiptune, conocido por sus delirantes directos, también comparte este punto de vista: “Es volver a contar mucho con poco. Es algo más honesto. Es más punk”.

Las nuevas generaciones que no crecieron con los 8 bits también se están arrimando a esta escena. Como reconoce el artista húngaro Áron Birtalan, ni siquiera hace falta que te gusten los videojuegos o que seas un geek. Es el caso del británico Henry Homesweet, con poco más de 20 años, para quien “quizá la chipmusic no sea el mayor movimiento del mundo; hay otros mucho mayores, sin duda, pero rebelarse ante estas tecnologías modernas es mi razón para hacerlo”. Y afina un poco más: “Usar mi vieja Game Boy para hacer música la convierte en un instrumento, trasciende la tecnología. Y eso me gusta”.

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