Era uno de los estrenos más esperados del Festival de Otoño, la vuelta de Milo Rau después de la sobrecogedora Familie. Mismo marco y mismo espacio, el Centro de Cultura Contemporánea Conde Duque (Madrid). Y el listón estaba alto después de ese teatro minimal, antidramático y quirúrgico de Familie, en el que a través de la historia real de una familia de clase media europea que acabó, sin razón aparente, ahorcándose en el salón de su casa, Rau era capaz de mostrar el horror de las sociedades posindustriales y tecnológicas donde todo está en orden, todo parece 'normal', y por detrás corre cieno ardiente.
Familie recordaba al montaje de Purgatorio, del italiano Romeo Castellucci. Un teatro hiperrealista, frío y declaradamente occidental hasta llegar al paroxismo. Pero esta vez, Rau viajaba de la vieja Europa al mundo en vías de desarrollo, en esta ocasión el europeo tenía que ajustar la mirada al mundo rural de Brasil, donde las poblaciones afrobrasileñas e indígenas siguen luchando por salir de un esclavismo racista y desigual que todavía hoy perdura y los oprime.
En esta ocasión el director suizo, hoy director del Teatro Nacional de Gante, cargo que dejará a finales de este año para convertirse en director artístico del festival vienés Wiener Festwochen, presentó Antígona en el Amazonas, la última parte de su “trilogía de la antigüedad”. Antes fueron Orestes en Mosul (2019), obra en la que Rau trasladaba la Orestiada a la ciudad de Irak todavía devastada, y The New Gospel (2020), una película realizada en los campus de refugiados de Italia donde se ponía en cuestión el mensaje del Nuevo Testamento cristiano.
El teatro de Rau es meridiano en sus planteamientos. Un teatro político, activista, donde la reparación social está en primer plano y que cree firmemente que el arte puede y debe cambiar el mundo y llegar allí donde la política falla. Antígona en el Amazonas, no es una recreación de la obra de Sófocles ni de Eurípides ni del mito griego, sino el encuentro del teatro de Rau con el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra, el conocido MST. Prueba de ello es que de las figura poliédrica de Antígona la obra es un medio que se utiliza para hablar sobre la situación de injusticia de una comunidad y sobre la justificación de desobediencia de la ley. Ese es el casi único punto de la poliédrica figura de Antígona que se utiliza en la obra, la de la revuelta de la hija de Edipo ante un Creonte, rey de Tebas, que ha decidido no seguir la ley divina y no enterrar al hermano de la heroína, Polinices, y dejarlo a merced de las alimañas.
La obra se estrenó el pasado mayo en Gante, en la sede del TNG con pancartas del movimiento de inspiración comunista en el hall y con una declaración promovida por el propio Rau y firmada por gran parte de la intelectualidad occidental denunciando la destrucción de la selva amazónica. Nombres como Giorgio Agamben, Judith Butler, Noam Chomsky o Slavoj Zizek se encontraban entre los firmantes. En Conde Duque tan solo quedaban las pancartas. Pero la intención es clara. En el teatro de Rau no importa solo lo que pasa en escena, el teatro es un punto de encuentro cívico que hay que utilizar, una herramienta de acción política. Tan importante como la obra es poder visibilizar el movimiento del MST.
Los actores en escena cuentan sus vivencias, explican al público su manera de aproximación al trabajo y la realidad con la que convivieron durante el proceso de creación. En escena Rau cuenta con dos actores flamencos, Sara De Bosschere y Arne De Tremerie, y con dos actores brasileños, Frederico Araujo y Pablo Casella. Así se acercaran a la masacre de Eldorado dos Carajás en 1996, cuando el MST decidió cortar al carretera Transamazónica y la policía militar respondió con una brutal represión en la que dieron muerte a 21 activistas que fueron, en algunos casos, ajusticiados con disparos a quemarropa.
Rau es uno de los directores de puesta en escena formalmente más solventes de Europa. Sabe como nadie hacer convivir varios planos de realidad y varios lenguajes al mismo tiempo. Aquí la demostración de esa habilidad es meridiana. En escena se cruzan, por un lado, la realidad de la comunidad brasileña y la historia recreada de Antígona; y, por otro, el lenguaje cinematográfico con el teatral. Rau hace conversar al actor que está en escena con la película que vemos en pantalla y claramente consigue aunar ambos espacios, acercar el lejano estado brasileño de Pará con el pequeño teatro occidental donde ocurre la función.
La obra va haciendo paralelismos sobre la historia griega y lo vivido por estas comunidades. En la película vemos un coro griego formado por mujeres y hombres de origen africano e indígena gritar, cantar contra el esclavismo contra la dictadura todavía presente. Rau decide también recrear a través de una filmación la masacre que ocurrió en la Transamazónica, lo hace con sus actores y con la gente del propio MST. Y lo hace de una manera hiperrealista.
Es evidente que el teatro de Rau es valiente, no es fácil el acercamiento a una realidad tan distante cuando uno es uno de los creadores europeos más privilegiados y mimados por la élite cultural europea. Rau es consciente de que fácilmente puede ser acusado de etnocentrista, de paternalista, de querer ser mesías de un proceso de descolonización que no le pertenece. E intenta evitarlo. Así, durante el montaje se explicita que la protagonista, Antígona, será representada por la artista activista Kay Sara, pero que no va a ser así, que Kay Sara ha decidido no actuar en proyectos donde sus participantes no sean de su comunidad, que no trabajará para blancos. Así, en un momento, el actor flamenco De Tremerie en un monólogo explicitará en persona lo fácil que es caer en el paternalismo idiota eurocentrista. Se pone la tirita antes de la herida.
Pero quizá el gran golpe maestro de Rau es poner dos veces esa recreación hiperrealista de la matanza de ElDorado, una al principio y otra al final de la obra. En la primera el espectador se verá impactado, pero no mucho, el ojo occidental ha visto demasiado en las pantallas y tan solo cuando la policía dispara las balas de fogueo a pocos centímetros de los activistas se oyó cierto crujir en los asientos. Es al final de la obra cuando ese metraje se resignifica. El espectador ya ha asistido a las historias de los supervivientes de la matanza, se ha llenado de realidad y contexto. El hiperrealismo sin contexto es gore emocional y vacuo, parece decir.
Hay que apuntar también que el montaje tiene un claro paralelismo con el que se pudo ver hace poco en el Centro Dramático Nacional, Depois do silenco, de la creadora brasileña Christiane Jatahy. En aquella obra se hablaba del mismo tema, también existía una película rodada en la comunidad de la que se hablaba y también los lenguajes cinematográficos y los teatrales se mezclaban. Los paralelismos son muchos pero entre ellos destaca que ambos montajes han sido producidos por grandes teatros europeos.
Estas semejanzas no son otra cosa que la constatación de un movimiento escénico que se está imponiendo en Europa. Un movimiento de gran carga política, que necesita romper con la representación del teatro tradicional, donde la mezcla de lenguajes es herramienta con la que se construye la propia dramaturgia y donde el registro documental y muchas veces testimonial es necesario para la verisimilitud de lo expuesto. Un teatro que los europeos tildan con asiduidad de necesario, de estilete contra la sociedad del espectáculo imperante. Jatahy y Rau son dos referentes de alto vuelo. Hay otros muchos que no tienen su finura y capacidad.
La relación de estos movimientos escénicos europeos con otras sociedades no son nuevos. Quizá una de las grandes traslaciones del teatro europeo al latinoamericano fue el Tercer Teatro de Eugenio Barba. Era imposible no rememorar el gran montaje de principios de siglo de la compañía boliviana Teatro de los Andes La Iliada, en el que su director, Cesar Brie, discípulo del teórico y director italiano, trasladaba la epopeya griega a la historia sangrienta de los pueblos americanos tras la ocupación colonial. El tercer teatro de Eugenio Barba germinó y se reprodujo por toda Latinoamérica, por Uruguay, Colombia, México… Algunos hijos fueron más guapos, otros más feos, pero fue un teatro que se enraizó en las comunidades y trabajó con y para ellas. Un teatro que además centraba su arte en la formación del actor. Muchos de los actores latinoamericanos están cruzados por Barba.
La pregunta que se suscita al comparar estos dos fenómenos es qué quedará del teatro de Rau en Mosul, qué en Brasil. En un momento de la obra vemos en el film cómo los actores flamencos regalan una escena de Antígona a una de las comunidades indígenas que les acogen. Interpretan de manera nórdica, contenida, vertical, medida. La comunidad anfitriona los mira sin entender el lenguaje, agradecidos. Quizá sea el momento de la obra que más interrogue sobre el sentido de este montaje y de este modo de aunar política y arte.