“Elena ha muerto durante el parto. No he sido capaz de mantenerla a este lado de la vida. Sorprendentemente el niño está vivo. Ahí está, desmadejado y convulsivo sobre un lienzo limpio al lado de su madre muerta. Y yo no sé qué hacer. No me atrevo a tocarlo”. Así comienza el diario de un joven republicano que intentó escapar del horror de la Guerra Civil por las montañas que separan Asturias de León. El cuaderno del poeta, que fue descubierto por un pastor, ahora descansa en el Archivo General de la Guardia Civil metido en un sobre clasificado como DD. Es decir, difunto desconocido.
La historia es en realidad el Manuscrito encontrado en el olvido, el segundo de los cuatro relatos que componen el libro Los girasoles ciegos escrito por Alberto Méndez en 2004. Es ficción, pero la veracidad de los hechos, vividos y sufridos cientos de miles de españoles, lo convierten en un espejo desde el que mirar a un incómodo pasado todavía por resolver. Porque, a pesar de los años, el exilio, el miedo y la impotencia aun no han cicatrizado del todo.
Precisamente por ello, Tolo Ferrà ha decidido adaptar esta “segunda derrota” a una obra que estará disponible en Teatro del Barrio (Madrid) hasta el 2 de febrero, algo que, según confiesa a eldiario.es. tenía ganas de hacer desde que por primera vez se enfrentó a un texto que acabó “rompiéndole” por dentro.
Su situación personal tuvo gran parte de culpa. Lo leyó en 2008, poco antes de entrar en el quirófano para enfrentarse a un inesperado problema. “En las dos primeras semanas de posoperatorio apenas podía leer ni hablar, el tumor estaba alojado en una zona bastante delicada y mi mayor preocupación era pensar que a partir de ese momento no iba a poder dirigir nada”, explica el dramaturgo a eldiario.es. Aun así, lo consiguió. “El cerebro es mágico y de repente reconecta. Fue encontrarme bien y en seguida ver que tenía que enfocar mi energía hacia este proyecto”, añade.
Después del paréntesis, Ferrà volvió a reconducir su vida hacia el teatro con una íntima puesta en escena. Porque, aunque el contenido de la obra se ciñe al libro de Alberto Méndez, el dramaturgo ha introducido ciertos elementos que elevan exponencialmente la carga dramática de la obra y ayudan a contextualizarla entre las cuatro paredes.
Pero, más allá de qué se cuenta, el mérito del autor de Los girasoles ciegos reside en cómo contarlo. El capítulo no solo está compuesto por el diario del republicano exiliado, sino por otras voces que ayudan a traer su relato hasta nuestros días, como un atestado de la Guardia Civil o incluso un editor que se plantea si publicar o no el cuaderno.
Ferrà ha hecho lo propio adaptándolo al campo teatral, y ha dado otra vuelta de tuerca a la historia. En este caso es un conferenciante (Patxi Freytez) quien nos enmarca en unas supuestas Jornadas de estudio sobre Los girasoles ciegos, y es a través de su investigación (y su voz) como conocemos lo que ocurrió dentro de aquella montaña nevada en 1940. “Quise jugar con esa mezcla evidente de realidad y ficción para crear la sensación de estar mirando a través de una rendija lo que sucede en la cabaña”, apunta el dramaturgo.
Papel, madera y sangre
Además de la evidente importancia de Eulalio (Miguel Álvarez), que es quien escribe sus memorias, el director también ha querido recalcar la de otro pilar de la historia: Elena (Xisca Ferrà o Marta Gómez, dependiendo de la función). Esta fallece durante el parto, nada más empezar, pero su figura continua presente en el pensamiento y en la palabra escrita del joven poeta. “Para mí no podía simplemente desaparecer. Ella se convierte al morir en la propia muerte”, señala Ferrà.
Elena se transforma en una advertencia que llega como el frío y la nieve, representada en escena con un montón de papeles triturados que poco a poco se adentran hasta un núcleo familiar cada vez más deteriorado. Pero, según detalla su director, el uso del papel como material no fue gratuito, sino que representa “el manuscrito” y “los muchos archivos que están ocultos con nombres de personas que todavía no han podido salir de las cunetas”.
Asimismo, los intérpretes principales se encuentran acompañados de dos ejecutantes en escena (Leticia Alejos y Vera González), que según el director funcionan “como hilo conductor que relaciona el mundo de la palabra con el mundo de la cabaña”. La presencia de las dos actrices es sutil, pero resulta fundamental para dar vida a un universo que, paradójicamente, se encuentra abocado a la muerte.
Tintan de blanco al cuerpo de Elena, manchan de rojo las manos de Eulalio después de matar a un lobo, e incluso dan vida a una vaca famélica que se niega a dar leche. “Me encantan los títeres y la manipulación de los objetos en escena, ya que creo que a través de estos se pueden trasmitir cosas que son de un lenguaje propio del teatro y que nos diferencia de otros como el audiovisual”, sostiene el dramaturgo.
El resto de la escenografía, de la que se ha encargado Susana de Uña, se limita a una pared de madera sobre la que se proyectan los documentos a los que hace referencia el conferenciante. Es simple, pero efectivo. Todo lo que aparece en la obra de Tolo Ferrà acaba teniendo su significado en el relato, desde lo que parece un muro inerte hasta la música interpretada en directo por Odin Kaban para cada uno de los elementos que aparecen ante el público. Ocurre hasta con la tierra esparcida por en suelo. “Es la tierra en la que vivimos, que forma parte de lo que somos. Y por eso necesitamos tener claro qué hay debajo de ella”, defiende.
Sin embargo, al menos de momento, no parece que esté del todo claro. “No es un tema de abrir heridas. Eso es una metáfora errónea. Tampoco es un tema de colores ni de bandos. Lo plantea muy bien Alberto Méndez: unos fueron vencidos, pero todos fueron derrotados”, cita Ferrà. Una derrota que, para Eulalio, culminó con una frase: infame turba de nocturnas aves.