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CRÍTICA

'Euforia y desazón', un retrato teatral y descarnado de la sociedad argentina con Milei al fondo

Cristina Mariño en 'Euforia y desazón', de Sergio Boris

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Todo transcurre en una academia para repetidores eternos que podría situarse en cualquier periferia urbana del globo, pero que huele al cono urbano, el extrarradio, de Buenos Aires por los cuatro costados. Un paisaje subterráneo, hermético, de aglomeración de objetos y aire condensado que es al mismo tiempo auscultación de la naturaleza humana y radiografía de una sociedad, la argentina, que dejó caer a más de medio país en la nada desde hace muchos años. La obra se estrenó en octubre del año pasado, justo antes de que Javier Milei ganara las elecciones.

Ese es el momento histórico en el que se inserta este montaje estrenado en la Sala Beckett de Barcelona que, además, recoge uno de los teatros más potentes de Argentina, el teatro eléctrico y peligroso de Sergio Boris, y lo hace en una aventura transatlántica y mestiza con la compañía catalana El Eje. Unos seres que dejados y olvidados por una sociedad obsesionada por el individuo, la meritocracia, el éxito y el consumo, deciden no jugar al juego.

Al espectador español, el espacio puede recordarle al desván de La Zaranda. Un lugar lleno de objetos que son memoria lacerada y oxidada. Sillas, papeles, relojes que no avanzan, estanterías con cajas, un aloe vera arrasado por falta de agua y otros pequeños cachivaches olvidados, dejados de la mano de Dios, conforman este universo. Tan solo unos pequeños pupitres dejan intuir que aquello, algún día, fue una academia activa. Al lado de uno de los pupitres vemos un calentador desvencijado con una bañera improvisada donde los personajes van duchándose como pueden. La postal es sórdida, la de una clase social abandonada donde no hay un futuro que se vislumbre ni ningún ascensor social que valga.

En ese universo pululan cinco seres que acaban de dejar hospitalizada a la directora de la academia. Su marido Aguiles (Sebastián Mogordoy) está perdido ante la nueva situación, un eterno estudiante Elian (David Teixidó) lo viste y lo cuida. Luego aparecerá Carlos, hermano de Aguiles (Eric Balbás), una antigua alumna (María Hernández), que viene a hacerse cargo de la academia, y la hermana de Aguiles (Cristina Mariño), enfermera que ha gestionado el internamiento de la directora.

Esa es la trama, una trama que el espectador irá comprendiendo poco a poco pero que realmente importa poco, por no decir nada. Lo esencial de este teatro antiintelectual está en lo que les pasa a estos seres entre ellos, en cómo son acometidos por oleajes de frustración, envidia, deseo y desamparo en ese espacio liminal.  

Un teatro caliente y peligroso que busca el incendio

Así, en escena veremos a unos seres que, desde su lupanar, desde esa miseria sin resolución posible, se rebelan al mismo tiempo que chapotean. Son seres del calado del Bartleby de Herman Melville, aquel del “preferiría no hacerlo”; o del Jacob Von Gunten de Robert Walser, pero llevados a una América que respira desde parámetros diferentes que el occidente desarrollado. Su director, Sergio Boris, después de una función, confirmaba a este periódico la inspiración del libro de Walser para la obra. Asimismo, también apuntaba la influencia del filósofo argentino Rodolfo Kusch, pensador relevante de los años setenta para América Latina que abogaba por acabar con la superioridad del pensamiento racional europeo sobre las culturas autóctonas americanas.

El espacio de la obra es cierto que emula al Instituto Benjamenta de Walser, donde Jacob decide ser el último peldaño, estar y no medrar, pero la propuesta está laminada hasta la extremaunción por un universo propio, porteño y bien peronista. Euforia y desazón es un Walser, pero pasado por la trituradora de Witold Gombrowicz, ese polaco que encontró en Argentina su patria y que defendía un eterno estado de rebelión contraria al superhombre de Nietzsche. Ante la importancia de erigirse en uno mismo, Boris como Witold, defiende un estado de inmadurez perpetuo. Algo que se relaciona con el pensamiento de Kusch, quien siempre habló del resentimiento como raíz motora de los movimientos de resistencia. El teatro de Boris resiste al canon europeo, donde la actuación tiende a la solemnidad y reina el texto sobre todas las cosas.

Así son estos personajes a quienes se les ha negado un futuro pero que tampoco ya lo quieren, siempre hablando de reformar la casa, de carreras que saben que no van a ser, mintiendo al otro y a sí mismos, intentando sacar beneficio en cuanto pueden, siendo, como se dice allí, puros “chantas”. Y al mismo tiempo, unos personajes de una humanidad y una fragilidad sobrecogedoras que, finalmente, cuidan al otro, desean y aman.

Con ellos juega el director, haciendo una verdadera dramaturgia de los cuerpos en el espacio, encontrando en los signos más bajos del ser humano, más patéticos, una belleza que va más allá del decadentismo y profundiza en la condición humana. El teatro de Boris juega al contraste y nos enfrenta a una cloaca donde alumbra la belleza y la esperanza. Como aquí ya hiciera Valle-Inclán a su manera o La Zaranda de Vinagre de Jerez a la suya, Boris busca en lo lateral respuestas a un mundo incomprensible, a una sociedad ―la poscapitalista―, inaguantable; y a una Argentina ante el precipicio de haber dejado a buena parte de su sociedad en la miseria.

Y lo hace con un teatro artaudiano, donde los “temas de la obra” están pulverizados y estallan en los vínculos de unos personajes que mienten tanto como desean. El teatro de Boris es un teatro caliente de cuerpos, peligroso, que busca el incendio. Un teatro en el que Boris aplica descargas eléctricas sobre esos seres perdidos en escena y donde el espectador asiste anonadado a cómo naufragan en cada acometida, en cada tsunami que el director va introduciendo.

Un teatro de ida y vuelta

Pero ese espacio también nos traslada a otros lugares, al laberinto de Viejo, solo y puto que Boris estrenó en 2011 y estuvo siete años en cartel en Buenos Aires, o al más reciente Artaud que pudo verse en el Festival de Otoño de Madrid en 2019 y también estuvo largos años en cartel en Argentina. Un teatro basado en los actores y en una actuación surgida de la improvisación y la investigación. Una línea de actuación inexistente en España. Sergio Boris es heredero de una de las vetas principales del teatro experimental que renovó la escena porteña de los noventa. Es discípulo de uno de los grandes, Ricardo Bartís, que desde un pequeño teatro en el barrio de Palermo, el Sportivo Teatral, cambió el rumbo de la escena de su país y de buena parte de Latinoamérica.

Uno de los atractivos del montaje es poder ver a los actores españoles actuar bajo ese registro. Tan solo uno de los intérpretes, Mogordoy, es porteño. Ver cómo cientos de principios de la actuación hispana (psicologismos, composición, focalización) saltan por los aires en estos actores es puro goce. Es un gusto poder ver cómo se sueltan bajo unos parámetros donde lo importante no es lo que se dice, sino la relación con los ojos del actor que tienen enfrente, con el espacio, con lo lateral y con lo inasible, con las miles de significaciones e implicaciones que contiene cualquier frase dicha.

La compañía El Eje nació en el 2013. Balbás, Hernández y Mar Pawlowsky, recién salidos del Institut del Teatre, conformaron este colectivo siempre atento a la creación contemporánea e interesados en ese otro teatro argentino. Fueron ellos quienes propusieron a Boris enrolarse en un proyecto de creación. Boris, apegado a su filosofía teatral, no propuso ya una obra hecha, sino que durante meses estuvo trabajando con ellos en una creación que partía de cero. La obra se estrenó el año pasado en el Temporada Alta de Girona. Ahora, la Sala Beckett de Barcelona la ha recogido. Menos mal, porque estamos ante uno de los experimentos transoceánicos más interesantes y ambiciosos de los últimos decenios.

En otras operaciones de esta naturaleza grandes firmas como Javier Daulte con ¿Estás ahí? (2008) o Daniel Veronese con Mujeres soñaron caballos (2007), llegaron a los teatros patrios con obras ya hechas adaptadas para un elenco español. Proyectos en los que uno acababa incluso culpando a los actores de la diferencia con el montaje argentino. Aquí no. En esta Euforia y desazón es una gozada ver a los actores habitando otros lares, alojando en sus cuerpos el extrañamiento y la antisolemnidad. Boris plantea una actuación en la que se juega con el descontrol, con un teatro donde la actuación siempre está en riesgo y los tres integrantes españoles la llevan a buen puerto. Punto y aparte para Mogordoy que es de otro planeta.

Días después del estreno el año pasado de esta obra, Javier Milei llegó al poder erigiéndose presidente de una nación arrasada. Tras ver el montaje es imposible no cruzar el trabajo con la realidad actual argentina. Por un lado, quizá uno pueda entender mejor la votación extrema de la población en las últimas elecciones. Pero por otro, cierta sensación de terror ante el futuro se impone. En pocos días, el 24 de octubre, dentro del Festival Internacional de Buenos Aires (FIBA), se estrenará Euforia y desazón en, curiosamente, el Teatro Beckett. Imposible saber cómo resonará esta obra en una Argentina que lleva ya casi un año bajo el nuevo Gobierno de Milei. Lo que sí sería deseable es que la historia de relación entre España y Boris continué. Su teatro es uno de los más potentes del teatro hecho “en español”, como se dice ahora.

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