“No puedo vivir en España porque sigo viendo las mismas cosas que hace 30 años”
“España tiene un problema grave porque no considera que las artes han de pasar por la investigación, la reflexión y la búsqueda para crecer”. Así diagnostica la coreógrafa, bailarina realizadora y artista visual María Ribot la situación y supervivencia de la danza en nuestro país. Lamenta la “irregular voluntad política para dejar espacio y dinero a nuevas ideas, como la inclusión o la inmigración”. Es esta intermitencia la que le llevó a abandonar su tierra natal y establecerse en Suiza, donde no existe “esta mala gestión continua”.
La artista multidisciplinar madrileña fue reconocida con el Premio Nacional de Danza en 2000, y la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes en 2016. Empezó formándose en ballet clásico, danza moderna y contemporánea en Madrid, Cannes, Colonia y Nueva York. A partir de 1984 se estableció como coreógrafa y un año después creó Carita de Ángel. Conocida como La Ribot desde 1991, dentro de sus proyectos destacan sus Piezas distinguidas, con las que espera llegar a las cien a lo largo de toda su vida. De momento, en 2016 logró alcanzar el ecuador.
Ha vivido en Londres y en 2004 se trasladó a Suiza. Sus piezas se representan a nivel internacional y, la última, Happy island, llega este miércoles y jueves a la Casa Encendida en Madrid, acompañada de la compañía de danza inclusiva portuguesa Dançando com a diferença.
La imposibilidad de trabajar en España
La reconocida artista internacional asegura que en Suiza “sí le dan el dinero para que pueda hacer obras”. Y no sólo con este fin, sino también para que “pueda representarlas en el extranjero, dar trabajo, sacar a la gente del paro, trabajar de forma inclusiva, con figurantes, cambiando la manera de mirar el cuerpo o a la mujer”, defiende: “Desarrollo toda mi labor política, social y artística allí porque me ayudan”.
La coreógrafa se manifiesta pesimista de cara a prever que la situación en nuestro país vaya a mejorar: “No puedo vivir aquí porque sigo viendo las mismas cosas que cuando tenía veinte años, y han pasado treinta”. Para la bailarina las artes vivas son las que más corren el peligro de desaparecer, “por ser las más delicadas, la danza principalmente, pero igualmente las performance y todo lo teatral”, alerta.
La fama y el reconocimiento internacional de esta multidisciplinar coreógrafa no han sido suficientes para mantenerla en España. Se le ha dejado marchar para crear proyectos con el apoyo de otros estados, en los que la política no parece “tan compleja, dura y corrupta”, como aquí. Un país que “podría modernizarse”, según opina La Ribot, pero que se mantiene a base de irregularidades. Mientras tanto, el arte sobrevive a base de la capacidad de “búsqueda” intrínseca a los artistas, pero que solos únicamente “podemos hacer algunas cosas”.
En la representación que trae ahora a nuestro país, Happy Island, cinco bailarines profesionales con discapacidad física e intelectual se adueñan del escenario con total libertad en una oda a la imaginación, la existencia y el deseo. Bárbara Matos, Joana Caetano, María João Pereira, Sofía Marote y Pedro Alexandre Silva son los artistas que nutren el espectáculo de emoción, sentimiento e imaginación.
Junto a ellos, en el fondo del escenario, se proyecta una película dirigida por Raquel Freire en la que aparecen otros miembros de la compañía que dirige Henrique Amoedo en Madeira. El espectáculo forma parte de la sexta edición del Festival Internacional de artes escénicas, ÍDEM 2018, que se celebra en La Casa Encendida de Madrid desde el 12 al 22 de septiembre. Durante dos semanas, el programa continuará con propuestas diversas llegadas de Argentina, Cuba, España, Francia y Siria. En ellas se visibilizan realidades como la enfermedad mental, los refugiados, la discapacidad, la memoria o la igualdad de género.
El flechazo con la compañía “de la diferencia”
El título de Happy island es una metáfora de lo que La Ribot sintió al llegar a Madeira, y lo impactada que quedó con la compañía. Fue su director, Henrique Amoedo, quien llamó a la madrileña para “crear una pieza con su estilo, que pudiese provocar a la sociedad”. María, sin embargo, no les conocía, así que se trasladó allí para ver cómo funcionaban. Según entró por la puerta, decidió que quería incorporar no solo a tres bailarines, que era lo que en un principio estaba planeado, sino a todos los allí presentes. Al no ser posible, optó por acompañar la coreografía con una película, en la que sí que pudieran estar incluidos.
Lo que más le gustó a la realizadora visual del grupo fue “la terminología de la danza inclusiva, la posibilidad de dar autonomía a sus bailarines”, explica, “porque implica la noción de posibilidad de deseo, que puede ser sexual, pero que también es soñar, crecer y que no haya límites”.
Con este punto de partida, y tras más de seis meses de trabajo, Amoedo y el asistente de coreografía Telmo Ferreira, colaboraron a que los bailarines entendieran qué es el sexo, “sacando y quitando tabúes”. Se ayudaron de una serie de entrevistas realizadas a cada uno y, poco a poco, La Ribot fue creando los personajes, buscando “sacar lo mejor de cada bailarín”, resalta el director.
El director resalta la transformación de los propios bailarines desde la apertura del centro en 2001, incidiendo en la importancia de “la conciencia que tienen de su cuerpo. Han crecido artísticamente y ahora confían más en sí mismos, se gustan más, tienen autoestima. Esto hace que los demás también les miren diferente, pero el primer cambio ha sido en ellos”. A su propia metamorfosis, añade que habría que cambiar la concepción social sobre la diferencia, que no debe identificarse con la capacidad. “Todos somos diferentes y el cuerpo es una fuente de capacidades. Cuando hablamos de personas con discapacidad la mirada está en lo que no pueden hacer, y lo importante es lo que sí pueden hacer”, reclama.
“María ha introducido la silla de ruedas como elemento dentro de la coreografía, que suele traducirse en minusvalía, y para nosotros es lo contrario”, matiza Amoedo. Y es que, cuando La Ribot acudió a una de las clases de la compañía le llamó la atención la llegada en silla de ruedas de una de las bailarinas y “el tiempo que tardó en bajarse de ella, quitarse la prótesis y empezar a trabajar desde el suelo, que para mí es el lugar de la danza”, reconoce la coreógrafa.