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Cinco historias de emergencia social en Madrid: solicitantes de asilo sin techo, acogidos en una parroquia

Una de las familias acogidas en la Parroquia San Carlos Borromeo / Olmo Calvo

Fabiola Barranco

Desde el pasado viernes, siete familias con niños pequeños y menores a su cargo viven bajo el techo de la Parroquia San Carlos Borromeo, después de ser desalojados de la sala de espera de la sede central del Samur Social en Madrid, donde algunos de ellos habían dormido noches anteriores ante la falta de alternativa por parte del Gobierno, el Ayuntamiento y organizaciones dedicadas a la atención de solicitantes de asilo. Los trabajadores del Samur Social han emitido un comunicado donde constatan “la violación de los derechos humanos” por culpa de la falta de recursos y de compromiso político.

Vecinos organizados alrededor de colectivos como la Red Solidaria de Acogida o la Coordinadora de Barrios están ofreciendo una respuesta de acogida. Estas son las historias de algunas de estas familias que, desde El Salvador, Nicaragua, Colombia o Venezuela, buscan refugio en España.

La confianza de quienes sobrevivieron a las maras en El Salvador

Jorge, su mujer Carolina, su hijo Alex de 16 años y Alejandra, la pequeña de 10, se presentan uno a uno con nombres ficticios porque aún no se atreven a que quede rastro escrito de identidad. Todavía les cuesta desprenderse del miedo que traen a sus espaldas, después de sufrir los estragos de la violencia instaurada en su país, El Salvador.

Es una familia que se muestra unida y ha tejido una confianza que parece el motor de su supervivencia. Esa es la estrategia que utilizaron para proteger a Alex y Alejandra de las maras. Pero a medida que pasaba el tiempo era cada vez más complejo mantenerse ajenos a las garras de las pandillas.

“A la salida del colegio yo iba con mi amigo y a la vuelta de una esquina dos jóvenes me pararon y me dijeron, 'mira tienes que entrar en esto porque la mara te reclama', sacaron una pistola y me apuntaron diciendo que, si no entraba, tocarían a mi papá, a mi mamá, a mi hermana”, cuenta este joven con templanza desgarradora, como si así quisiera sostener las lágrimas de sus familiares. Esos chicos que le amenazaban eran sus vecinos, incluso amigos de la infancia, que habían sucumbido a las pandillas.

Así huyeron a otra zona, pero tampoco encontraron seguridad. La extorsión y amenazas de muerte llegaron en sucesivas ocasiones a su entorno. Alex y Alejandra también fueron testigos del día en que su abuela tuvo que cerrar la peluquería después de ser amenazada por pandilleros. Jorge sintió en dos ocasiones el filo de una pistola en su piel, cuando trabajaba como taxista para sobrevivir después de perder su trabajo al desplazarse a otra zona que la familia creía más segura.

El relato se ahoga en silencios y lágrimas por momentos, pero también desprende supervivencia. “No venimos a mendigar nada, ni a depender del Estado, solo buscamos la oportunidad de sobrevivir”, explican con un tono dulce desde la sala que les han cedido en la parroquia San Carlos Borromeo, el refugio que han encontrado en Madrid ante la falta de alternativas oficiales.

Ellos fueron los primeros en llegar y no escatiman en palabras de agradecimiento. Carolina, incluso, valora “la oportunidad de poder ayudar a las familias que vinieron después”.

“Dicen que hay paz en Colombia, pero no la hay”

Pasaron noches en la calle esperando para conseguir cita previa para solicitar asilo. Recorrieron numerosas organizaciones destinadas a la acogida de solicitantes de protección internacional. Acudieron al SAMUR social. Pero en ninguna de estas instituciones encontraron refugio.

La vida de Gerardo González y su familia se empezó a truncar cuando comenzaron las extorsiones y amenazas por grupos armados que actúan en Buenaventura, Colombia.

Cuando quisieron involucrar forzosamente en una banda a uno de sus hijos, Gerardo buscó protección, denunciando ante la policía. “Pero la Fiscalía ordenó medidas de seguridad que nunca llegaron”, explica.

Después, para proteger a Santi, su hijo pequeño de 10 años, decidieron sacarlo del colegio. Mientras, aumentaban las extorsiones y amenazas que Gerardo y su mujer recibían en la tienda que regentaban. “Una de las veces decidimos no pagar lo que nos pedían y arremetieron contra nosotros, se llevaron todo lo de valor, a mi esposa le pegaron y a mí me dieron un 'cachazo' en la cabeza”, dice señalando una cicatriz marcada en su frente.

“Dicen que hay paz en Colombia, pero no la hay”, sostiene este padre de familia que, víctima de la inseguridad y violencia, huyó de su país. “Decidimos venirnos para salvar nuestra vida”.

Una vez en España, Gerardo, su mujer, sus tres hijos, su nuera y su nieto de dos años, se vieron cercados por nuevas barreras para abordar el futuro que esperaba encontrar para los suyos.

La acogida les esperaba en la Borromeo, de la mano de colectivos como la Red Solidaria de Acogida. “Todo no termina acá, apenas estamos empezando, pero estamos felices, porque ya no estamos pensando en dónde ir a dormir, qué comer”, dice con profundo agradecimiento.

Emigrar desde Venezuela para salir adelante

Zulay Granados vivía en Caracas, en el barrio 23 de Enero, conocido por su apoyo al presidente Nicolás Maduro. Sin embargo, esta madre de tres hijos se declara opositora al gobierno.

“Algunos vecinos descubrieron que participaba en las marchas de la oposición y un día tocaron a mi puerta advirtiéndome de que, o cambiaba, o tenía que atenerme a las consecuencias”, narra Zulay.

Fue a partir de entonces cuando, tanto ella, como su marido, su hija Oriana de 18 años, su hijo Kleider de 15 o el pequeño, Alan de 7; huyeron de Caracas a Valencia. Luego a Maracay y de nuevo, otra vez a Caracas, pero esta vez en un barrio diferente.

Un ambiente cada vez más violento, la amenaza de la delincuencia y las dificultades que encontraba en su país para acceder a medicamentos, gasolina o alimentos, la llevaron a tomar la decisión de emigrar.

Tras vender su casa y pedir apoyo económico a algunos familiares, llegaron a España. “No emigramos para que me den todo, sino para salir adelante”, dice decidida mientras observa a sus hijos como se entretienen con otros chavales, también acogidos en la parroquia vallecana.

“Decidieron sacarnos a todos; por las buenas o por las malas, nos dijeron” 

Nanzy Carolina (23 años), Oscar (20 años) y su bebé, también huyeron de la violencia de las maras que marcan el territorio e impregnan de violencia El Salvador. Las dificultades para salir adelante también se sumaron a la lista de motivos para buscar refugio en España. “Yo trabajaba de 10 de la mañana a 1 de la madrugada, no podía pasar tiempo con mi hijo y tampoco era suficiente para vivir”, relata Carolina.

Una vez en Madrid, las dificultades en el camino siguieron. “Nos dijeron que podíamos quedarnos en la recepción del Samur hasta que saliera una plaza, y nosotros contentos, porque al menos no teníamos que estar en la calle con el niño pequeño”, cuenta Oscar. “Pero a tarde del viernes se complicó todo cuando decidieron sacarnos a todos, dijeron que por seguridad saliéramos de ahí, o por las buenas o por las malas”, recuerda.

Ahora, acompañados por otras familias y con el respaldo de vecinos y vecinas de Madrid, se sienten aliviados y dicen estar recuperando fuerzas para continuar.

“No es caridad lo que pedimos, sino crear una presión social para que haya humanidad”

En la madrugada del viernes, una madre con dos hijos pequeños de tres y ocho años apareció en la Parroquia San Carlos Borromeo buscando un lugar donde dormir. Logró llegar allí después de que unos trabajadores del SAMUR Social le explicaran que ya no permitían a nadie dormir en la recepción de la central del Samur, el último recurso al que muchas familias, como la de Anielka, se estaban aferrando para evitar dormir a la intemperie.

Con el refugio en la iglesia de Vallecas encontró también algo de serenidad que le ha faltado desde que llegó a España. “Fue la primera noche que pude dormir. Me sentí acogida, caliente, con personas que están igual que yo. Hemos generado mucha solidaridad entre nosotros”, cuenta con agradecimiento.

Atrás dejó momentos difíciles. Tardó tres días para conseguir la cita previa como solicitante de protección internacional, incluidas dos noches al raso, en la calle, con sus pequeños. Fue respaldada por la comunidad nicaragüense en Madrid, tras la decepción de unas “autoridades a las que les compete dar estos pasos de poder acogerte” y de las que esperaba “más humanidad y solidaridad”.

“No es caridad lo que estamos pidiendo, ni que nos tengan lástima, ese no es el objetivo, sino crear una presión social para que haya humanidad y para que el derecho humano como comer o dormir en un lugar decente sea respetado”, expresa esta madre que huyó de Nicaragua envuelta en una espiral de violencia propiciada por el régimen de Daniel Ortega.

“La gente se hartó de él, de toda la represión. Todos le podríamos haber tolerado la corrupción y otras cosas, pero lo que no le pudimos tolerar es la frialdad con la que ordenó dar muerte a tantos jóvenes”, cuenta Anielka, indignada.

Puso tierra de por medio el pasado tres de agosto, después de ser agredida por manifestarse en contra de la represión del gobierno. Primero fue a Costa Rica, después a Guatemala, donde solicitó visado y asilo en Canadá –donde tiene familia– pero la respuesta siempre fue denegada.

Hasta que, en busca de poder desarrollar una vida segura, llegó a España con los pequeños. “Todo lo hacemos por los hijos, probablemente si no tuviera niños estaría en Nicaragua haciéndole frente a todo lo que está pasando allá”, sentencia.

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