Los agricultores birmanos luchan contra la expropiación de sus tierras
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La madrugada del pasado 29 de noviembre, centenares de campesinos y monjes budistas estaban protestando en el distrito de Monywa, en el centro de Birmania, cuando la policía irrumpió para desalojar los campamentos y monasterios que ocupaban desde hacía semanas. Al alba y sin apenas aviso previo, la policía empleó toda su fuerza para dispersarlos. Al terminar el brutal asalto, 67 personas, la mayoría monjes, yacían heridas sufriendo horribles quemaduras.
Las autoridades alegaron que las quemaduras fueron consecuencia del uso de una partida defectuosa de gas lacrimógeno. Sin embargo, algunas organizaciones locales han realizado investigaciones sobre el terreno y aseguran que la policía empleó fósforo blanco para desmantelar los campamentos.
Menos de dos años después de que el régimen militar que llevaba gobernando Birmania desde hacía cinco decenios emprendiera un proceso de reforma política hacia una “democracia disciplinada” en la que el Gobierno es oficialmente civil, pero el ejército continúa ejerciendo una enorme influencia, aquel ataque contra monjes y civiles desarmados hizo recordar a muchos tiempos pasados, especialmente la brutal represión de la llamada “revolución de azafrán” liderada por monjes budistas en 2007.
Los habitantes de la zona estaban protestando contra la ampliación de la mina de cobre de Letpadaung, el complejo minero más grande del país, explotado conjuntamente por la Union of Myanmar Economic Holdings Ltd (UMEHL), un gigantesco conglomerado empresarial propiedad del ejército birmano, y Myanmar Wanbao, subsidiaria de Norinco, una empresa de armamento china. Wanbao le compró su participación en 2010 a Ivanhoe Mines, una compañía canadiense que llevaba explotando la mina desde 1996.
El impacto de la mina
Para realizar la ampliación de la mina, el Gobierno está expulsando de sus tierras a centenares de agricultores que llevaban cultivándolas desde hacía generaciones. Algunos de ellos se negaron a firmar los papeles que les presentaron las autoridades para ceder las tierras, muchos otros firmaron bajo presión, siendo poco conscientes de lo que estaban haciendo y recibiendo a cambio compensaciones con las que resulta imposible comenzar una nueva vida en otra parte.
Durante una entrevista a eldiario.es realizada en Rangún a mediados de julio, Saw Kyaw Min, el joven abogado de algunos de los agricultores, afirmó que las compensaciones se basan en una tasación obsoleta de la tierra realizada por los británicos durante la época colonial, que finalizó en 1948. Por otro lado, en otros casos ni siquiera ha habido compensaciones y el Gobierno se ha limitado a declarar tierra no cultivable algunos terrenos que antes sí lo eran.
La mina está dando poco empleo a la población local. La mayoría de los empleados, y especialmente los más cualificados, son trabajadores llevados desde China y alojados en barracones rodeados de alambradas de espino y equipados con aire acondicionado, un lujo con el que ninguno de los habitantes de la zona podría siquiera soñar.
El caso de Letpadaung no es único. Al igual que está sucediendo en los últimos años en otros países del Sudeste Asiático como Laos o Camboya, en otras partes de Birmania muchos ciudadanos están siendo expulsados de sus tierras en nombre de un desarrollo económico que resulta prometedor sólo para unos pocos.
Más allá de las expropiaciones, el impacto de la mina sobre el medio ambiente y la salud de la población es enorme y a veces muy visible. Debido a los ácidos que se han filtrado en el suelo y las aguas subterráneas, algunas tierras ya no son fértiles o es necesario transportar el agua desde lugares lejanos para regar los campos, con el consiguiente incremento de los costes.
Algunos agricultores se han visto obligados a adaptarse a las circunstancias y a producir cobre en sus pequeños terrenos. Este es el caso de Ko Nyo, un hombre de 48 años que ahora mantiene a sus dos hijos y a su mujer produciendo cobre en su parcela mediante un laborioso proceso y vendiéndolo en un pueblo cercano. De una tierra que antes le daba 150.000 kyats (unos 150 euros) mensuales, ahora solo puede extraer unos 600 kilogramos de cobre al mes, que sólo le rinden un beneficio de 90.000 kyats (90 euros).
Además, la contaminación está causando no pocas enfermedades respiratorias y de la piel, como la que sufre Ma Myint Myint, una mujer de 42 años que, tras ducharse con aguas contaminadas, tiene unas dolorosas úlceras en la piel. Puesto que la sanidad pública en Birmania es poco menos que inexistente y no se puede permitir la privada, no recibe más tratamiento que un ungüento que apenas sirve para mitigar el dolor.
Los agricultores resisten solos
Los agricultores resisten solos Pese a las presiones, muchos de los habitantes de la zona están dispuestos a resistir hasta el final, conscientes de que si pierden sus tierras, lo pierden todo. No sólo continúan organizando protestas con cierta regularidad, sino que algunos siguen cultivando la tierra, pese a que las autoridades les han prohibido hacerlo; un acto de resistencia cotidiana por el que se arriesgan a ser detenidos.
La presencia de la policía es constante durante el día en toda la zona, pero por las noches los pueblos sólo pertenecen a sus habitantes. En un par de ellos se organizan patrullas y defensas para impedir la entrada a las fuerzas de seguridad y proteger así a los activistas que organizan las protestas y huyen de la policía. Algunos de los organizadores ya han sido juzgados y encarcelados. La última es la activista Naw Ohn Hla, condenada a finales de agosto a dos años de trabajos forzosos por haber convocado una protesta a principios del mes pasado.
Algunos de esos activistas proceden de otras ciudados, pero los agricultores de Monywa se sienten solos en su lucha y a veces no es difícil detectar una sombra de derrotismo en sus rostros. Para ellos, el gran mazazo llegó en marzo, cuando percibieron que les había dejado de lado Aung San Suu Kyi, la líder de la oposición democrática birmana durante el último cuarto de siglo y la persona en la que una gran parte de la población ha depositado todas sus esperanzas durante años. Con las reformas políticas, ahora Suu Kyi forma parte del Parlamento y está tratando de acercarse al nuevo Gobierno semicivil, formado por antiguos generales de la dictadura, en un intento de obtener algún día la presidencia del país.
Poco después del brutal ataque de la policía a los campamentos, el Gobierno creó una comisión para investigar el incidente y la viabilidad del proyecto. La presidencia de la investigación le fue encomendada a Suu Kyi. La comisión publicó su informe en marzo y a finales de aquel mes, Suu Kyi viajó a la zona para presentarlo. Aún admitiendo que la mina tiene un impacto negativo en la zona y que crea poco empleo para la población local, la diputada les pidió a los agricultores que abandonaran las protestas y aceptaran la ampliación. El argumento que esgrimió consistió en que es preciso respetar los acuerdos cerrados con la empresa china en aras del interés y el prestigio nacionales, pasando por alto que estos se realizaron sin ninguna transparencia y sin consultar a los habitantes de la zona.
La postura de Suu Kyi defraudó las expectativas de los agricultores de la zona, que esperaban que defendiera sus intereses frente a los del gran capital chino y birmano. Por primera vez en la historia reciente del país, pudieron verse escenas de gente gritando e imprecando a “la Dama”, como se la conoce popularmente en Birmania, e incluso acusándola de traidora. Y no se trataba de gente pagada por el Gobierno.
Cuando viajé a Monywa, todos los habitantes con los que hablé se mostraron amargamente decepcionados con Suu Kyi y muchos de ellos afirmaron sentirse traicionados y solos en su lucha. La única excepción era Thein Aung, un agricultor de 53 años que dijo que no se había sentido decepcionado porque, en realidad “nunca había creído en ella”. Como muchos otros, Thein Aung admitía que los agricultores de Monywa están prácticamente solos y tienen todas las de perder, pero estaba dispuesto a continuar la lucha. “No tenemos otra opción”, senten
ció.