Hace año y medio, los vecinos de Mae Nam Khu, un pequeño distrito tailandés a un par de horas de la capital, Bangkok, empezaron a sentir que el aire se volvía cada vez más pesado. Una de las fábricas de reciclaje de plástico que operaba en la zona había aumentado su actividad repentinamente. “Antes solo funcionaba algunos días a la semana. Ahora está permanentemente en funcionamiento. Todos los días; día y noche. El olor se ha vuelto muy intenso”, explica Somnuck Jongmeewasin, un activista de la zona e investigador sobre asuntos medioambientales.
La fábrica de Mae Nam Khu es una de las beneficiadas directas por la prohibición que China impuso en enero de 2018 a la importación de varios tipos de desechos, incluyendo cualquier tipo de plástico que no fuera 99,5% puro. Las autoridades del gigante asiático, que hasta entonces había importado aproximadamente el 45% del tráfico mundial de desechos de plástico, alegaban los problemas medioambientales que generaba una industria que era utilizada por los países ricos para aliviar sus problemas de gestión de basuras.
La decisión dejaba así millones de toneladas de plástico –se calcula que unos 111 millones de toneladas métricas hasta 2030– en busca de un nuevo vertedero y una crisis medioambiental a la deriva. Los países afectados buscaron nuevos destinos que les permitieran olvidarse de sus residuos por un módico precio, una oportunidad que se abrió en los Estados del sudeste asiático, la mayoría de ingresos bajos o medios con altos niveles de corrupción. “Por desgracia, la región del sudeste asiático es la zona escogida para verter desechos foráneos tras la prohibición de China de 2018”, asegura Lea Guerrero, directora de Greenpeace en Filipinas.
Millones de toneladas procedentes de España
Parte de estos residuos proceden de España, según datos proporcionados por organizaciones medioambientales. Así, según un reciente estudio publicado por la ONG tailandesa Earth (Tierra en inglés), Tailandia importó entre 2014 y 2018 casi 25 millones de toneladas de desechos plásticos procedentes de España, siendo así el sexto país del mundo que más residuos de este tipo enviaba al Estado asiático. En el caso de Malasia, España fue el octavo mayor exportador entre enero y julio de 2018, con 20,6 millones de toneladas enviadas durante ese periodo, según datos del Gobierno malasio recogidos por Greenpeace.
Buena parte de esa basura compuesta de plásticos y de desechos electrónicos, que también son ahora rechazados por China, son exportados a estos países utilizando lagunas legales, explica Guerrero. Así, la exportación de desechos peligrosos está regida por la Convención de Basilea, un convenio internacional que entró en vigor en 1992 y que limita –y en algunos casos prohíbe– el intercambio transfronterizo de este tipo de residuos, especialmente cuando se dirigen a países empobrecidos. Aunque originalmente incluía principalmente desechos que contuvieran metales pesados, como la electrónica o desechos médicos, recientemente, se acordó incluir en la lista de residuos peligrosos los plásticos no reciclables.
Sin embargo, la convención deja abierta la puerta a que se envíen estos desechos aunque estén prohibidos si van a ser destinados a su reciclaje –supuestamente, cumpliendo unos estándares mínimos de seguridad–, algo que muchos países han utilizado para deshacerse de basura que en la práctica no se puede aprovechar, explica Guerrero. “Buena parte de la basura termina en vertederos o se quema en sitios ilegales, creando problemas para las comunidades y el medio ambiente”, afirma la activista.
Decenas de comunidades como Mae Nam Khu ya han empezado a padecer los efectos de este nuevo negocio. Malasia, donde ya había una industria del reciclaje antes de la prohibición de China, ha sido uno de los países más afectados. “Ha habido denuncias por parte de las comunidades por la quema de residuos. No todo puede ser reciclado y la quema contamina el aire”, asegura Heng Kiang, de Greenpeace en Malasia.
En Tailandia, el informe de la organización Earth también ha denunciado los impactos de la expansión de las plantas de reciclaje, la mayoría de ellas con capital chino. “Los inversores chinos estaban muy bien preparados para hacer que el negocio sobreviviera –fuera de las fronteras chinas–” , asegura Penchom Saetang, directora de Earth, quien explica que las nuevas plantas han contaminado las aguas de varias localidades debido a la mala gestión de los residuos. “Este tipo de intercambio internacional es muy peligroso para los países en desarrollo”, continúa Penchom.
La crisis ha sido tal que hace unas semanas el Gobierno de Malasia decidió devolver 3000 toneladas de plástico no reciclable a varios países occidentales, entre ellos España. Indonesia hizo lo mismo días después y ha enviado a Estados Unidos cinco contenedores con papel que supuestamente era para reciclar, pero en el que había otros desechos como plásticos, caucho o pañales.
En Mae Nam Khu, los aldeanos ya han comenzado a sufrir problemas de salud relacionados con las emisiones de la fábrica generadas cuando se funde el plástico. “Algunas personas están desarrollando alergias, otros incluso fiebre”, asegura el investigador Somnuck Jongmeewasin. Varios estudios han atribuido importantes efectos en la salud del tratamiento de estos residuos, especialmente cuando se queman. “Queman por las noches el plástico que no pueden reciclar. Es peligroso. Los plásticos tienen muchos componentes y varios de ellos afectan a la salud”, continúa Somnuck.
Sin embargo, las comunidades no se están quedando de brazos cruzados y varias han iniciado acciones para que se cierren las fábricas. Mae Nam Khu es una de ellas. Sus vecinos han denunciado a la empresa por no tener las licencias pertinentes, cuenta Somnuck. Varias organizaciones medioambientales han lanzado además una campaña para que todos los países de la región firmen una enmienda voluntaria de la Convención de Basilea que prohíba el envío de estos desechos incluso si es para su reciclaje. “Un país solo no puede hacerlo. Necesitamos mecanismos internacionales que eviten que el sudeste asiático se convierta en un vertedero”, concluye Penchom.