“Es necesario un gran cambio de mentalidad”, sostiene enérgica Mathilde Iweins desde Roma tras explicar la complejidad del problema del despilfarro de alimentos y su repercusión en términos económicos y ambientales. Iweins es una de las expertas de la FAO que ha participado en la elaboración del informe “La huella del desperdicio de alimentos: impactos en los recursos naturales”, presentado esta semana simultáneamente en la capital italiana y Nairobi. El estudio es el segundo que elabora este organismo de las Naciones Unidas en torno al tema. “En 2011 nos planteamos la necesidad de entender cuál era el impacto del desperdicio de alimentos evaluando no solo el coste económico sino teniendo en cuenta también lo que éste supone en cuanto al uso del agua, la ocupación de tierra, el clima y la biodiversidad”, explica.
Y las cifras hablan por sí solas. Cada año se emplean 1.400 millones de hectáreas para cultivar alimentos que acabarán perdiéndose o convertidos en basura, o lo que es lo mismo, se desperdicia un tercio de los alimentos que el mundo produce: 1.300 millones de toneladas. Más que suficiente para alimentar a los 870 millones de personas que pasan hambre cada día. Solo en los países ricos, por ejemplo, se tira tanta comida como la correspondiente a total de la producción neta de alimentos del África subsahariana, según la FAO. “Son datos que impresionan bastante”, reconoce Iweins y, seguidamente, matiza: “hay que considerar lo que se malgasta en cada parte de la cadena productiva y en este caso, eso depende del lugar. En los países en desarrollo el desperdicio tiene lugar en las primeras fases de la cadena, durante la producción en el campo y el almacenamiento, mientras que en los países occidentales se traslada a las últimas fases, particularmente, el consumo”. ¿Las razones? También varían pero, a grandes rasgos, vienen a reflejar la desigualdad del sistema mundial. “En el Sur hace falta más inversión y mejoras en infraestructuras, gran parte de las pérdidas tienen lugar en los terrenos de cultivo, mucho de lo que se cultiva se deja perder en el campo porque sale más caro recolectarlo si no se va a poder vender que dejarlo ahí. A veces es una cuestión de dinero y otras es simplemente consciencia”, expone. “Realmente, todos contribuimos a este despilfarro”.
Las consecuencias a largo plazo de este fenómeno, que cada año alcanza un coste de 750.000 millones de dólares (excluyendo el pescado y el marisco de los alimentos que se desperdician), inquietan especialmente a esta experta en la materia. “Desafortunadamente, parece que lo que no nos cuesta dinero no nos preocupa y al malgastar alimentos también se están malgastando los recursos naturales que se emplean para producir esos alimentos”, advierte Iweins. “Esos recursos naturales son limitados, hay una cantidad limitada de agua, de tierra, y si parte de ellos se malgastan cuando podrían haber sido utilizados para otra cosa eso significa que éstos no van a llegar en buenas condiciones a las generaciones futuras. Cuando desperdiciamos la comida y los recursos naturales estamos comprometiendo la seguridad alimentaria de las generaciones futuras”, sentencia.
Para producir esos 1.300 millones de toneladas de alimentos que nadie ingerirá hace falta cada año un volumen de 250 kmde agua, el equivalente al caudal anual del Volga en Rusia o tres veces el lago de Ginebra, calcula el informe. Además, la agricultura pone el peligro la supervivencia de numerosas especies de animales y plantas, sobre todo en los países empobrecidos (donde afecta al 72% de las especies amenazadas frente al 44% en los países desarrollados).
Otra cuestión sobre la cual la FAO llama la atención es el destino final de estos desperdicios. “Nuestra forma de eliminarlos puede llegar a ser incluso más dañina para el medio ambiente”, avisa Iweins. La mayor parte de los restos de alimentos irá a parar a vertederos (tan solo un pequeño porcentaje se destina a la realización de compost), convirtiéndose en una de las principales fuentes de emisiones de metano. Es más, la FAO estima que la huella de carbono de los alimentos que se producen para no ser comidos es de unas 3.300 millones de toneladas de CO2. Tan solo Estados Unidos y China emiten a la atmósfera mayor cantidad de gases efecto invernadero al año.
Por regiones, el informe identifica lo que denomina los “puntos calientes” del despilfarro de alimentos. En Asia, por ejemplo, el principal problema es el desperdicio de cereales, especialmente del arroz, cuyas emisiones de metano son particularmente elevadas. Por otra parte, pese a que la cantidad de carne que se malgasta es baja en términos comparativos, el despilfarro cárnico tiene lugar mayoritariamente (en un 80% de los casos) en países de ingresos altos y América Latina.
El caso español
El caso españolEn España, según datos del Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente, el volumen de pérdidas y desperdicio de alimentos es de 89 millones de toneladas al año, de las cuales el 42% se genera en los hogares, el 39% en el proceso de fabricación, el 5% en la distribución y el 14% restante, en los servicios de restauración. En el conjunto de países de la Unión Europea, España ocupa el sexto lugar en cuanto a comida desperdiciada.
En la memoria de muchos puede que resuenen todavía las palabras del ministro Arias Cañete cuando, el pasado mes de enero, hizo alarde de comerse yogures caducados. Más allá de la anécdota, la propia Iweins recalca la “enorme confusión” que existe entre los consumidores en torno al etiquetado de los alimentos. Tanto la FAO como la Unión Europea, a través de la Resolución del Parlamento Europeo sobre cómo evitar el desperdicio de alimentos, aprobada en enero de 2012, inciden en la importancia de la claridad en los mensajes “consumir preferentemente antes de”, “fecha de caducidad” y “fecha límite”.
Etiquetas aparte, Mathilde Iweins atribuye a la crisis económica la capacidad de reducir la cantidad de comida despilfarrada: “cuando un país atraviesa una recesión, como está sucediendo en determinadas partes de Europa, la gente no tiene dinero para andar tirando la comida a la basura”. Nos lo pensamos más y planificamos mejor. Precisamente España es tomada como ejemplo de buenas prácticas en el “conjunto de herramientas” de la FAO para evitar los desperdicios de alimentos. Este documento destaca la tradición de la venta a granel de determinados productos como medida ejemplar que da la posibilidad a los consumidores de adquirir solo la cantidad que vayan a consumir y cuyo envasado, además, implica un menor impacto sobre el medio ambiente.