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Dos años del acuerdo UE-Turquía: 13.000 refugiados atrapados en las islas y 2.000 personas deportadas

Refugiados esperan el transporte tras desembarcar del ferry "Nissos Samos" a su llegada procedente de la isla de Lesbos, en el puerto de El Pireo, Grecia, el 11 de diciembre de 2017.

Sara Serrano

Atenas —

En pleno centro de Atenas, a escasos metros de la ruidosa arteria de Patision, una familia de refugiados rodea un olivo. El padre, explica con semblante serio y emoción contenida la liturgia de recolección de la aceituna. Los niños, muy concentrados, sujetan con sus pequeñas manos una lona negra donde van cayendo las olivas, todavía verdes, que el padre varea. Las aceitunas repiquetean al tocar el suelo y ellos estallan en risas.

El padre los mira, tiene los ojos brillantes. Quizás sea solo un juego para entretener a los niños. Quizás la manera de retrotraerse a otro olivo, situado en un paisaje menos hostil y más querido, o una forma de transmitir a sus hijos saberes que, aunque nunca podrán poner en práctica, les pertenecen. La vida parece abrirse siempre paso, incluso en las circunstancias más adversas, también para esta familia de refugiados reunida bajo el abrigo de un olivo a miles de kilómetros de su hogar.

Han pasado dos años desde la entrada en vigor del acuerdo entre la Unión Europea y Turquía por el que toda persona que llegara de manera irregular a las islas griegas sería deportada a Turquía. A cambio de lo que muchas ONG calificaron como el “acuerdo de la vergüenza” para frenar los flujos de refugiados, el Gobierno de Erdogan recibiría 6.000 millones de euros por parte de la UE.

Desde entonces más de 2.000 personas han sido deportadas, según datos del Ministerio de Protección Civil griego. Más de 13.000 refugiados continúan atrapados en condiciones precarias en las islas del mar Egeo. Aproximadamente 8.500 personas vulnerables están pendientes de ser transferidas a la parte continental de Grecia. Y al menos 2.000 menores no acompañados están a la espera de un hogar seguro, según la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR). 

Eleni Stamatakis, parlamentaria de Syriza, sostiene que “el acuerdo ha funcionado en la medida que ha hecho disminuir el número de llegadas a Grecia”. La Agencia de fronteras de la UE (Frontex) ha informado de que el número de migrantes y refugiados que llegaron a territorio griego desde Turquía mostró un descenso del 80% en 2017 con respecto al año anterior.

Sin embargo, cientos de refugiados siguen desembarcando cada semana en las costas griegas. Numerosas ONG han pedido al Gobierno griego en los últimos meses que ponga fin a las “políticas de contención” de refugiados en las islas y han denunciado las “condiciones deplorables” en las que viven, con instalaciones abarrotadas y una situación de incertidumbre y sufrimiento ante el limbo en el que se encuentran.

Stamatakis considera que el principal problema radica en “el no cumplimiento por parte del resto de Estados miembros de las cuotas de reubicación y en la lentitud de los procesos de petición de asilo”. El pasado septiembre, cuando expiró el plazo que se dieron los países de la UE para acoger a 160.000 refugiados desde Grecia e Italia, apenas habían recibido a un 20% de las personas comprometidas. 

Grecia, tierra de nadie

Ibrahim y Guli Asis son un matrimonio kurdo que huyó de Irak con sus siete hijos. Ibrahim, herido por la explosión de una bomba, realizó el viaje con dolores que a veces le impedían caminar. Llegaron a Grecia en octubre de 2016, siete meses después de la entrada en vigor del acuerdo entre la UE y Turquía, y desde entonces tratan de salir del país. “Hemos intentado salir más de 25 veces de Grecia: legales, ilegales, todos juntos, separados y hasta disfrazados de turistas”, relata Omid, hijo mayor de los Asis.

Lo primero que conocieron de Europa fue el campo de refugiados de Samos, una de las cinco islas del Egeo griego convertidas en “puntos calientes”, lugares de recepción y selección. Allí permanecieron un mes. “Las condiciones eran terribles y con las lluvias, las tiendas de campaña eran como barcos”, recuerda Arim, de 18 años.

Mientras tanto, el estado de salud de Ibrahim se iba deteriorando: necesitaba una operación. La familia obtuvo permiso para abandonar Samos y buscar en Atenas la atención médica pertinente. “Cuando llegamos no había nadie para darnos instrucciones ni ayudarnos. Para obtener el AMKA [número de seguridad social] nos daban cita a un año vista”, denuncia Arim.

A día de hoy, Ibrahim, aún no ha recibido atención médica. “Estoy cansado de este país, de los hospitales y de mí mismo. No vine a Europa para tener más problemas. No pido mucho, solo que la gente nos ayude. Dicen que somos refugiados, pero también somos seres humanos, tenemos los mismos derechos”.

Los largos meses de lucha por sobrevivir y la falta de perspectivas de futuro han pasado factura a la familia. Tanto Guli como Ibrahim están bajo tratamiento por depresión. “No vemos ningún futuro en Grecia”, explican.

Varias de sus hijas reconocen que no pueden dormir por las noches y que sufren fuertes dolores de cabeza. Iman, de 18 años, antes de abandonar su país, era muy buena en ciencias y planeaba ir a la universidad. “Doy gracias a Dios por tener un techo y comida, pero yo quiero algo más que esto. Quiero terminar mis estudios”, sostiene. Por la noche, antes de dormir, traduce del kurdo al inglés el relato de su historia, para que no se pierda. “Ahora que hablo contigo intento sonreír. Pero estoy rota por dentro”, añade.

A pesar de todo, los Asis no se resignan. Todos los miembros de la familia son muy activos en redes de solidaridad. Imparten clases de idiomas, ejercen de traductores para otros refugiados, cocinan en centros sociales y están muy conectados con la comunidad kurda y migrante de otras ciudades griegas. Arim y Omid incluso han aprendido castellano, y chapurrean euskera, para poder comunicarse con los voluntarios, que aquí son mayoritariamente españoles. A pesar de las dificultades, la vida sigue adelante.

La otra apuesta: convertir a los refugiados en locales

Nasim Lomani es voluntario en el Hotel City Plaza, uno de los lugares ocupados por refugiados más emblemáticos de Atenas. También participa en el Centro Social de Migrantes, un espacio autogestionado situado en el barrio anarquista de Exarchia, donde se hacen comidas populares, se imparten clases de idiomas y se ofrece asesoramiento gratuito a personas refugiadas. Ambos espacios forman parte de una apuesta estratégica antagónica a la de las autoridades: convertir a los refugiados en locales.

Nasim considera que ni las instituciones europeas ni el Gobierno heleno “tienen un plan a largo plazo” para los refugiados estancados en Grecia. Sin embargo, defiende una alternativa al aislamiento de los campos de refugiados: “Por el precio que cuesta uno de los 'containers' de los campos [unos 15.000 euros más otros 5.000 de gastos de transporte] se puede comprar o alquilar un apartamento en un centro urbano. Además, con la crisis, muchos griegos han abandonado el país y muchos trabajos que nadie quiere hacer han quedado vacantes”.

Esta es la apuesta de los más de 12 'squats' [edificios ocupados] en el centro de Atenas: demostrar que la coexistencia de personas refugiadas y población local puede ser beneficiosa para ambos. “Los refugiados pueden ser parte de la solución a la crisis que atraviesa la población griega”, concluye.

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