Las armas nucleares son las únicas armas de destrucción masiva que no están sujetas en su totalidad a ningún tratado internacional que las prohíba. Pese a que en su primera resolución del 24 de enero de 1946, la Asamblea General de las Naciones Unidas se comprometió a “eliminar de los armamentos nacionales las armas atómicas, así como todas las demás armas principales capaces de causar destrucción colectiva de importancia”, la realidad está todavía bastante lejos de esa meta.
Según el Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo, SIPRI, en la actualidad existen alrededor de 17.270 cabezas nucleares repartidas en nueve países. Rusia y Estados Unidos concentran más del 90 por ciento del total. Con 8.500, Rusia es el principal poseedor, sin embargo, Estados Unidos tiene la mayor cantidad de armas nucleares desplegadas (2.150 de un total de 7.700). Les siguen, en número de cabezas atómicas, Francia (300), China (250), Reino Unido (225), Pakistán (entre 100 y 120), India (entre 90 y 110), Israel (80) y Corea del Norte (de 6 a 8). La veracidad de la información sobre el arsenal mundial, advierte el SIPRI, varía bastante en función del país. La facilidad a la hora de acceder a los datos y la transparencia de los mismos suele ser un problema en el caso de China, así como del resto de países que no son parte del Tratado de No Proliferación, India, Israel y Pakistán, que nunca lo firmaron; y Corea del Norte, que se retiró en 2003.
Por eso, la promesa hecha por Obama hace un par de semanas en Berlín de reducir el arsenal nuclear bajo la sentencia grandilocuente de “mientras existan armas nucleares, no estaremos seguros”, ha sido recibida entre la esperanza y el escepticismo por parte de los sectores de la sociedad civil partidarios de la abolición de este tipo de armamento.
“La posesión y el mantenimiento de las armas nucleares tiene consecuencias humanitarias, cada dólar que se destina al armamento nuclear es una desviación de los recursos públicos que deberían dedicarse al cuidado de la salud, la educación y la lucha contra la pobreza”, recuerda Arielle Denis, de ICAN (International Campaign to Abolish Nuclear Weapons), una coalición internacional formada por 300 organizaciones de 70 países. Esta organización, junto con Global Zero, estima que el gasto anual en mantenimiento del arsenal nuclear mundial asciende a unos 100.000 millones de dólares. El problema, aseguran, no tiene tanto que ver con la seguridad, se trata, sobre todo, de una cuestión humanitaria.
Con la intención de resituar el debate de lo nuclear, centrado en los últimos años en la retórica del uso disuasorio de las armas nucleares como garantes, en última instancia, de la seguridad nacional, la organización pacifista WILPF (Women’s International League for Peace and Freedom), a través de su programa Reaching Critical Will, ha elaborado un estudio que pretende poner el acento en el aspecto humanitario de las armas nucleares, su impacto sobre la sociedad civil, la salud, el medio ambiente o la economía. La editora del informe Unspeakable suffering (Un sufrimiento inexpresable), Beatrice Fihn, explica en el texto que “al centrarse en el impacto humanitario y las consecuencias que tendría el uso de cualquier arma nuclear, resulta evidente que estas armas carecen de las connotaciones de poder o del mito de la estabilidad” que generalmente se les atribuye. Para Fihn, tanto el uso como la posesión de armas nucleares “es inaceptable y no hay ninguna situación legítima en la que el impacto de utilizar un arma nuclear puede estar justificado”.
Una de las conclusiones del informe es la incapacidad de la comunidad internacional de proteger a las poblaciones locales ante un supuesto ataque nuclear y, por tanto, la conveniencia de su prohibición. El propio presidente del Comité Internacional de la Cruz Roja hasta hace un año, Jakob Kellenberger, ya avisó en abril de 2010 de la imposibilidad de su organización de responder ante cualquier tipo de uso de un arma nuclear “y el indecible sufrimiento humano que provocan”.
Aprender de la historia
Para ilustrar el impacto humanitario de las armas nucleares, el estudio analiza los casos de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, que dieron inicio a la ‘era nuclear’ en 1945, y los posteriores ensayos de Estados Unidos en las Islas Marshall. A los devastadores efectos inmediatos de la explosión y la radiación inicial sobre las ciudades japonesas hay que añadir otros más persistentes en el tiempo e intergeneracionales. Cuando el 6 y el 9 de agosto de 1945 cayeron las bombas, 140.000 personas en Hiroshima (la mitad de la población) y 73.000 en Nagasaki (un tercio de sus habitantes) murieron de manera instantánea o en los tres meses siguientes.
La explosión acabó con la vida miles de personas de tres formas simultáneas: carbonizadas por temperaturas de dos mil grados, comprimidas por la velocidad de la onda expansiva y a consecuencia de la radiación por neutrones y rayos gamma. Quienes sobrevivieron comenzaron a mostrar los primeros signos de exposición a la radiación a partir del tercer año: leucemias y otros tipos de cáncer (pulmón, pecho, tiroides, estómago, colon, piel, etc.), sufriendo en ocasiones tres o más formas independientes de cáncer en un periodo de veinte años. Además, estudios de la OMS señalan la persistencia del daño psicológico sobre los sobrevivientes, extensivo también a las segundas generaciones, en forma de miedo a enfermar de cáncer, depresión o estrés postraumático.
Las Islas Marshall fueron escenario de 67 ensayos nucleares entre 1946 y 1958. Sobre ellas, los Estados Unidos arrojaron una carga atómica 7.000 veces superior a la bomba de Hiroshima y utilizaron a sus habitantes como objeto de estudio, siguiendo muchas veces procedimientos abusivos o sin la debida información y consentimiento. Los estadounidenses realizaron 72 visitas con fines de investigación a lo largo de cuatro décadas. En los documentos desclasificados sobre estos experimentos se registran efectos de la radiación sobre la salud como: alteraciones en la generación de glóbulos rojos y anemia, desórdenes en el metabolismo, inmunodeficiencias, degeneración musculoesquelética, cataratas, cánceres y leucemia, abortos, defectos congénitos o infertilidad. Además, las consecuencias sobre la población persisten, la mayoría de los que han sobrevivido siguen desplazados a consecuencia de la contaminación radiactiva y “muchas mujeres son estigmatizadas y viven con miedo la experiencia del matrimonio y la reproducción ante la posibilidad de que la radiación siga afectando a las generaciones sucesivas”, explica en el informe la investigadora Barbara Johnston, quien ha participado como científica en el Tribunal de Demandas Nucleares de las Islas Marshall.
Precisamente con el fin de concienciar sobre el daño que han provocado las armas nucleares a lo largo de la historia y recabar apoyos para solicitar un tratado que las prohíba, a partir de mañana y hasta el próximo 13 de julio se celebra en todo el mundo la Semana por la Abolición Nuclear, una iniciativa iniciada por la Coalición ICAN en 2010.