La primera vez, Carolina Sánchez fue detenida con más de cuarenta cápsulas de cocaína dentro de su cuerpo. Se había empezado a sentir mal, le dolía la panza, transpiraba. Su marido no sabía, sus hijos tampoco. La segunda vez no tragó la droga: la llevó en un paquete. La agarraron de nuevo. Carolina tiene 36 años, es argentina y vive en Orán, una ciudad de 86 mil habitantes en la provincia de Salta, a sólo 50 kilómetros de Bolivia. Más cerca de Bolivia que de la capital de esa provincia argentina.
Fue condenada por traslado de droga dos veces, estuvo presa en una cárcel, en un escuadrón de Gendarmería y bajo arresto domiciliario. Pero la última resolución de la Justicia fue declararla inimputable: tiene un retraso madurativo y no sabe leer ni escribir. Un hijo murió por desnutrición y otro tiene epilepsia. Su casa no tiene puertas, el piso es de tierra y a sus perros se les ven las costillas.
Es febrero y en Orán el calor es insoportable. Todos llevan un repasador o toalla pequeña al hombro para secarse el sudor de la cara: gotas en la frente que parecen reproducirse a cada paso. Las calles son, casi todas, de tierra, excepto en el centro de la ciudad. Por el barrio donde vive Carolina los pozos son profundos. En su casa no hay gas, tampoco azulejos y mucho menos cloacas. Están intentando levantar tres paredes de ladrillos para armar un baño fuera de la casa.
Brian mira a su mamá mientras habla. Sus ojos son grandes y tímidos. Es el único que puede agarrar a las gallinas que corren por el patio y levantan la tierra del suelo. Pero ahora está sentado, tranquilo. Y observa.
Sufre de epilepsia. Su madre no sabe cómo ni por qué, pero se desespera cuando lo ver mal. Un día iban a empezar a comer torta fritas frente a un fuego que habían prendido para calentarse cuando de repente al nene se le pusieron blancos los ojos y empezó a convulsionar. La vecina llamó a la ambulancia, pero no logró que lo vinieran a buscar. Lo terminaron llevando en remis al hospital más cercano.
Ahora le queda un frasco de jarabe de ácido valpróico que tiene que tomar todos los días. Cada frasco sale 1.200 pesos (17 euros). Esto representa casi la mitad de lo que cobra del Estado por el niño (lo que se conoce como Asignación Universal Por Hijo), plata que usa para darle de comer, vestirlo, comprarle los útiles para la escuela, etc. Pero no le alcanza.
Carolina estuvo presa en la cárcel federal más grande de la provincia: Complejo Penitenciario III, más conocido como la cárcel de Güemes, por estar en una ciudad que lleva el nombre Martín Miguel de Güemes, un militar y político clave en la Guerra de Independencia de la Argentina. Ella no es una excepción: la infracción a la ley de drogas es el motivo principal por el que las mujeres están presas en Argentina. Algunas por vender, otras por trasladar. En su gran mayoría son pobres y nunca cometieron otro delito.
Un día de 2014, después de haber tragado las cápsulas de cocaína, Carolina empezó a descomponerse. “Ya iba jodida, estaba mal en el colectivo [autobús] ya. Como descompuesta del estómago, vomitando”. La llevaron a un hospital, pero no sabe a cuál. Cuando se recuperó la trasladaron a la cárcel. Pasó un tiempo -no sabe cuánto- y le dieron prisión domiciliaria.
— ¿Por qué decidió hacer eso?
— No tenía plata, vivía en el fondo, tenía mi casa hecha de nylon [a base de lonas]. Se me quemó mi casa, no tenía ayuda del municipio, nada.
— ¿Alguien vino a ofrecerle que pase la droga?
— Yo trabajaba pasando la ropa y ahí me han hablado. Ropa por docena. Pasaba del mercadillo, acá nomá, donde van los tour [de compras que llevan gente a Bolivia a comprar ropa], de la terminal más para acá. Una feria grande donde van todos los bagayeros [contrabandistas]. De ahí para Salta. Me ofreció. Y yo le dije bueno. Era una mujer. Yo le llevé, y al final no me han pagao nada.
El bagayeo [contrabando] es uno de los trabajos informales más comunes de la frontera. El bagayero es la persona que cobra por trasladar lo que sea, desde ropa hasta electrodomésticos, de Bolivia a Argentina o viceversa. A veces lo hacen por el paso permitido, otras por los pasos ilegales. A veces pasan mercadería legal, otras ilegal.
“El bagayero no tiene permitido abrir y ver lo que está pasando. Es como un transportista. Cuando llega al otro lado y lo agarran los gendarmes y le abren el paquete, se entera de lo que lleva”, explica Mónica Jarruz, la psicóloga del equipo de la Defensoría pública de Salta. “La mayoría de los bagayeros pasan por fuera del límite porque pasan mucha cantidad. Y no son dueños de la mercadería”, aclara.
Carolina no se acuerda bien dónde la detuvieron. Sabe que cerca de la capital de Salta. La bajaron los gendarmes, la llevaron al hospital, los médicos le pusieron suero. Su marido no sabía nada. La buscó y la buscó, hasta que la encontró internada y esposada.
Ella, dice, nunca le dijo nada. Él sabía que se iba a trabajar pasando ropa y volvía a la noche. Pero Carolina nunca nombró la droga.
Salta es una de las provincias más pobres de la Argentina. Según el último censo, el 23% de la población tiene las necesidades básicas insatisfechas. El promedio del país es del 12,5%, porcentaje que la provincia casi duplica.
En la ciudad de Orán los indicadores de pobreza son aún peores: el 63% de los hogares tienen suelo de tierra o cemento, el 74% no tiene gas de red para cocinar, y cuatro de cada 10 no tienen alcantarillado, e incluso algunos ni siquiera retrete.
Carolina, además, es parte de los 30.000 analfabetos de Salta. No solo no sabe leer ni escribir, tampoco tiene muy claro qué edad tiene. Cree que 36, pero no sabe cuándo la anotaron en el registro civil. Crió a sus siete hijos en Orán. Uno de ellos murió: “Era chiquito. Ha muerto así decía que era gordo, pero no era gordo, era desnutrido. Era todo hinchado. Era todo gordito pero no era el peso normal. Se llamaba César”.
Durante mucho tiempo trabajó en una feria de comidas llevando un carrito: “Lo arrastraba yo sola. A la gente que compra, yo le sacaba la mercadería en el carrito. Hasta afuera o hasta la terminal. Un carrito con ruedas”, dice Carolina sentada en un banco de madera ajada, los pies en la tierra seca.
No se acuerda si terminó primero o segundo grado de la primaria. Se había anotado el año pasado en una escuela para adultos cerca de su casa, la maestra le insistió. No sabe leer, pero escribir dice que sí. Lo intenta, pero los horarios se le complican con llevar a los chicos a la escuela, ir ella, trabajar e intentar tener algún ingreso más para darle de comer a su familia. Su marido hace lo que muchos en la zona: es trabajador golondrina. Viaja mil kilómetros a cosechar manzana y pera al sur del país, o a juntar aceitunas. Pasa meses sin volver a su casa.
En la feria Carolina trabajaba con su hija. Otras veces iba a cosechar tomate, calabacín, naranja, limones. Ahora es niñera de su vecina. Pero en el medio hubo un ofrecimiento. O dos, a los que no se pudo negar.
Ana Clarisa Galán Muñoz es la jefa de todos los defensores públicos oficiales de Salta ante los Tribunales Orales en lo Criminal Federal de esa provincia. Su equipo es el que defiende a las personas que son acusadas en esa provincia de traslado o contrabando de estupefacientes y no se pueden pagar un abogado particular. Por eso sabe bien que algunas mujeres tragan las cápsulas de cocaína, que los narcos primero les hacen practicar con zanahorias, y empujan a las que no pueden hacerlo a llevar la droga en bolsos o adosada al cuerpo.
A las que logran ingresar las cápsulas al cuerpo se las llama mulas o capsuleras. “A las que no tragan se les llaman camellos. Porque en definitiva es la misma modalidad, tu cuerpo utilizado para traslado, como si fueses una mula. Más allá de que sea interno o externo, lo que hacés es exponer tu cuerpo para el traslado de estupefacientes”, explica Galán Muñoz en su oficina en la capital de Salta.
Dentro de su equipo trabajan, además de la psicóloga Mónica Jarruz, un trabajador social y un médico. Cada uno conoce todo el proceso, pero se especializa en lo suyo. El trabajador social entrevista a las mujeres apenas son detenidas. Y ahí, ellas le cuentan que por cinco o 10 mil pesos (70 o 140 euros) arriesgan su vida. “Lo hacen por miserias. Te das cuenta que ellos [los narcos] saben que la vida de esa gente no vale nada. Y tiene que ver también con la feminización de la pobreza. Como son de estratos sociales más vulnerables, tienen a cargo familia, son jefas de hogar en muchos casos. Buscan la desesperación de la mujer”, dice.
En un trabajo titulado 'Estrategias de defensa en casos de mujeres “mulas”', los investigadores Gabriel Ignacio Anitua y Valeria Alejandra Picco explican en qué parte de la estructura del narcotráfico suelen estar las mujeres: “Mientras los hombres tienen más posibilidades para desempeñarse como intermediarios, reclutadores o comerciantes, las mujeres, por lo general, se insertan como correos de drogas o circunstanciales vendedoras de pequeñas cantidades en sus domicilios”.
El fiscal federal de Salta, Ricardo Toranzo, es investigador del sistema judicial desde 1993. Siempre se desempeñó en la región, por eso conoce al dedillo la situación de las mulas: “Dentro de ese grupo, quien arriesga su vida tragando cápsulas evidentemente tiene un concreto estado de vulnerabilidad. Nadie pone en juego su vida por ganar dinero”.
Cada tiza de cocaína que tragan tiene, en general, 10 gramos. Con que una se explote dentro del cuerpo, la persona morirá de sobredosis, aunque nunca haya probado la droga.
El 9 de agosto de 2018 Carolina fue detenida por segunda vez. Efectivos de la Policía Federal estaban haciendo control en la ruta nacional 50 a la altura del ingreso a la ciudad de Orán. El autobús en que viajaba tenía destino Salta, la capital de esa provincia argentina. En el último asiento del piso superior estaba ella con una mochila negra. Dentro había ropa y un envoltorio de plástico negro tipo ladrillo: cocaína.
“Acaicito' me han pillado. Yo le dije al policía: vamos si quiere, ahí está la señora [que me contrató]. Han entrado, pero no la han encontrado porque ya se iba el tour ese. Yo le decía: Si no se demoraba íbamos a encontrar a la señora. Así que quedé detenida otra vez”, dice Carolina. Ella quería que la policía fuera a buscar también a quien le dio la droga. Pero eso no sucedió.
Quedó presa en un Escuadrón de Gendarmería, espacios de las fuerzas de seguridad federales que se suelen utilizar para alojar detenidos hasta que se encuentran plazas libres en la cárcel. Quince días después la defensa hizo un pedido de prisión domiciliaria, fundamentado principalmente en el interés superior de sus hijos. Dos semanas más tarde intervino el asesor de menores e incapaces, emitió dictamen y pidió urgente lo mismo: que cumpla la detención en su casa.
El 24 de septiembre su causa se elevó al Tribunal Oral en lo Criminal Federal nº 2 de Salta. En diciembre, su defensa pidió el sobreseimiento por inimputabilidad. Posteriormente, su defensa la acompañó al Hospital de Salud Mental Ragone para que le hicieran un informe psicológico, donde le diagnosticaron un retraso intelectual. También realizaron un informe socioambiental en su casa y adjuntaron certificados médicos de su hijo Brian. En febrero de 2019, la defensa logró que a Carolina se la declarara inimputable y, por lo tanto, la causa fuera sobreseída.
Ahora, dice, no sabe cómo estará su caso. La palabra inimputable no parece significarle mucho. Ella sólo sabe que ya no está presa y que no tiene que ir a firmar a ningún lado como lo hacía antes.
Trabaja cuidando niños durante ocho horas. Por ese trabajo le pagan 350 pesos por día (5 euros). A veces también plancha o lava ropa para otra gente. La suele ayudar su hija. El tiempo que no está en la casa, la niña de doce años con su hija de nueve hacen té o cocinan para el resto.
Aunque le dé mucho miedo la salud de Brian, Carolina tiene decidido no volver a pasar droga. No quiere dejar solos a sus hijos otra vez.
1