Las Espartanas: el equipo de rugby de las presas argentinas
Cuarenta mujeres vestidas con ropa deportiva hacen fila para salir por una puerta enrejada y angosta y chocar la mano o abrazar con fuerza a Carolina Dunn, su entrenadora. El pasillo las deja en una cancha de rugby pequeña, rodeada de puertas de hierro, concertinas y guardias. El césped está hirviendo: son los primeros días de diciembre y nada evita que los 30 grados den de lleno en los cuerpos que, en sólo minutos, estarán transpirando a mares. Esto es la Unidad Penal nº47 de San Martín, una cárcel de mujeres del conurbano bonaerense, de las zonas más pobres de Argentina. Ellas son Las Espartanas.
Son las 10:30 de la mañana. Suena el silbato de Carolina para dar inicio al entrenamiento, pero la que dirige esta primera parte es Sofía, una chica que juega al hockey en el primer equipo de un club importante fuera de estos muros. Es delgada, rubia y exigente. “Vamos, veinte bolitas al ritmo del silbato”, grita para que las cuarenta, de cuerpos bien distintos, hagan los abdominales.
En esta unidad, las mujeres están presas, en su mayoría, por delitos menores como tenencia de drogas o lesiones graves por pelearse en la calle. Son 186 repartidas en cuatro pabellones. En el pabellón 3 viven sólo las “jóvenes adultas”: todas tienen menos de 30 años, excepto tres de más de 40, a quienes les llaman cariñosamente “las mamis”.
Primero dan dos vueltas a la cancha corriendo mientras varios hombres, presos en un pabellón de al lado, miran como si estuvieran en un palco. Hace tres meses que este grupo entrena los martes por la tarde y los viernes por la mañana. Pero todos los días se turnan para hacerlo también en un patio pequeño que hay en el pabellón.
Algunas tienen un look más de rugby, otras sólo deportivo, y el resto mallas y zapatillas. Siguen con el entrenamiento físico bajo un sol radiante de verano. No hay sombra por ningún lado. Al otro lado de la cancha, Carolina habla con Dalma, una espartana experimentada, más grande y con más tiempo de juego. Dalma es la que impulsó al resto para formar el pabellón de mujeres jugadoras de rugby.
El origen
La primera vez que Carolina Dunn entró a una cárcel fue a una de varones que ya jugaban al rugby por la Fundación Espartanos, una organización sin fines de lucro que busca bajar la tasa de reincidencia delictiva a través del rugby, la educación, el trabajo y la espiritualidad.
Ese día, después de dos horas de observación, el entrenador le hizo una pregunta: “Es el último partido, ¿qué vas a hacer: arbitrar o jugar?”. “Yo juego”, le contestó Carolina.
En la primera jugada le hizo un placaje al mejor jugador, al más duro. Se acuerda y se ríe. Apenas unos días después, el 18 de noviembre de 2016 Carolina Dunn, creó 'Las Espartanas' en la cárcel de mujeres.
En su pueblo, a 27 km de este lugar, Carolina es conocida por ser deportista. Alguien le habló de ella a uno de los directivos de la Fundación Espartanos. Ese directivo estaba buscando una mujer que pudiera entrenar a las presas, y la encontró. Hoy está a cargo de más de 70 presas de distintas unidades que juegan al rugby. A Carolina no le importa qué deporte jueguen, sino que jueguen.
En marzo de 2009, en la Unidad Penal N° 48 de San Martín, al lado de donde ahora juegan las mujeres, nació lo que luego sería la Fundación Espartanos. En ese momento sólo había diez jugadores y dos voluntarios. Diez años después, funciona en 65 unidades con unos 3.000 jugadores.
Huelga y superpoblación
Una chica está sentada fuera de la cancha. No va a jugar porque se hizo un esguince –se saca la zapatilla y muestra el dedo inflamado–, pero no se queja. “Venimos contentas porque vemos el cielo”, dice. Pero no todo el tiempo en la cárcel es así. El 10 de diciembre, más de 9.000 presos y presas empezaron una huelga de hambre pidiendo, entre otras cosas, dejar sin efecto una ley que limita las excarcelaciones y endurece las penas, cuenta la chica del esguince.
También piden reinstalar la ley del “2x1”, que computa doble cada día que una persona detenida pasa en prisión preventiva. Según el último informe de 2018 del Ministerio de Justicia de la Nación, el 46% de la población carcelaria está procesada, es decir, no tiene condena firme, la Justicia aún no dictaminó que fuera culpable. “Menos mal que no estamos todavía en huelga de hambre”, dice una presa que sale del partido agitada en busca de una botella de agua.
Según la Comisión Provincial por la Memoria, organismo de Derechos Humanos de la provincia de Buenos Aires, la superpoblación en las cárceles bonaerenses es del 113%. Lo significa que las personas descansen por la noche en el suelo o se turnen para dormir. En su último informe denunciaron que, en diciembre de 2018, había 48.615 personas detenidas en cárceles, alcaldías, comisarías y monitorizadas con brazaletes electrónicos. En julio de 2019 eran 50.500. Un nuevo récord. La tasa de encarcelamiento es, también, la más alta de la historia.
El aliento
“No, yo no quiero jugar”, dice una de las presas cuando Carolina las convoca para formar los equipos. “Animate, te tenés que sacar el miedo”, le insiste Dalma. En menos de diez minutos estará corriendo toda la cancha. A las 11:30 de la mañana empiezan a jugar en equipos de a cinco. La cancha no da para muchas más. Hay aplausos de todas las de afuera cuando una hace un ensayo. “La hiciste, perri”, le grita una, felicitando a la que anota el punto. “Juegan lindo porque juegan con mucho pase”, dice una de las “mamis”.
A Norma Ramírez le llaman 'Chile', porque aunque haya nacido en Argentina, gran parte de su familia vive en el país vecino. Tiene 26 años y cuatro hijas pequeñas que quedaron al cuidado de una tía. Es de Liniers, un barrio de Ciudad de Buenos Aires. Está presa por “tentativa de robo” y está en la cárcel desde hace seis meses. El año que viene se quiere apuntar a la universidad para estudiar Abogacía. Tiene los labios pintados de rojo, una coleta larga y la ropa de rugby impecable.
Karina Diaz tiene 41 años, es una de las “mamis”. Fuera jugaba al balonmano. El 11 de diciembre se cumplieron 6 meses desde que cayó presa. Es de La Matanza, el distrito más poblado y uno de los más pobres de toda la provincia de Buenos Aires. Pidió que la pasaran al pabellón 3 porque ahí estaban sus dos hijas.
“Yo primero observé todo el juego porque no había jugado nunca. Un día dije: me voy a animar. Me metí y de ahí no paré más”, dice Karina. No quiere hablar de la causa que la llevó a estar presa. Sólo cuenta que está por firmar un juicio abreviado que la dejará al menos dos años y ocho meses tras esas rejas.
'La Chile' patea la pelota ovalada, Karina la agarra en el aire y corre hasta el fondo. Fuera más de veinte mujeres le gritan: “¡Vamos, mami!”. Logra esquivar a las del otro equipo que la intentar tumbar, acelera y logra el ensayo. Todas --todas-- aplauden. No importa el equipo, no parece haber contrincantes. Durante toda la mañana se turnarán para jugar unas contra otras. Al final, a quienes no les gane el cansancio y el calor se sumarán a distintos equipos. Ellas solo quieren jugar.
Se escucha la música que viene de otros pabellones. Suenan Los Ángeles Azules un grupo de cumbia mexicana con una canción que dice “si de casualidad, me ves llorando un poco es porque yo te quiero a ti”. Las que esperan afuera cantan. Otras le piden agua a los hombres que ven a través del enrejado. Ellos traen botellas heladas y se ponen de puntillas para alcanzarlas por un hueco. “Seba, dicen las chicas si no le ofreces agua. Decile al del pabellón 4 si no nos mandan una botella con hielo”.
El entrenamiento termina a las 12:30. Las mujeres estiran los músculos en círculo. Carolina les indica que abran las piernas y toquen el suelo. Una pierna, la otra, dejan caer el cuerpo. Se levantan y giran hacia el otro lado. “¿Qué somos?”, grita una. “¡Espartanas. Auh, auh, auh!”, contestan todas.
La salida
“En ningún momento me sentí presa”, dice una chica alta y delgada de pelo largo. Están en círculo hablando sobre un evento que hubo el viernes anterior donde fueron a jugar un “intercarcelario” a la cancha de rugby grande que hay en la unidad 48, al lado de la cárcel donde ellas están alojadas. “Fue un momento inolvidable”, dice otra. “Me hizo sentir como si estuviera en un club”. “Me sentí famosa por un día, todos pedían foto con Las Espartanas”, se ríen.
“Volvimos cantando en la camioneta”, cuenta una más. La camioneta es donde se trasladaron, dentro del complejo penitenciario, de una cárcel a la otra. Ese día, las que no “viajaron” entrenaron en la cancha chica. “Las que no fueron se pusieron a jugar como nunca. Ahora no quiero ver a ninguna con el culo en el suelo”, dice Carolina, entre estricta y amorosa, al círculo de presas que la escuchan atentas. El entrenamiento terminó, es hora de reflexionar y de animar. “Me voy con arresto”, le dice una de las presas a Sofía, la voluntaria de la Fundación Espartanos.
En menos de una semana esa chica estará cumpliendo la condena en su casa, con prisión domiciliaria. Sofía la mira y le da la mano como en una felicitación formal. “¿Estás contenta?”, le pregunta. Más vale. Detrás de ellas, un mural dibuja una montaña, un lago y la palabra “Libertad”.
0