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De estudiar en un instituto de Asturias a volver a arriesgar su vida en el mar: “Es la segunda vez que vengo en cayuco”

Mamadou Ka en los alrededores de su centro de acogida en Madrid.

Gabriela Sánchez

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Noviembre de 2006. Es época de mala mar en el océano Atlántico y, entre sus olas, Mamadou Ka se preguntaba qué iba a pasar con él. En la profunda oscuridad de la noche, rodeado de adultos sumidos en pánico, este chaval senegalés de 14 años respondía él mismo a su pregunta: “No vamos a morir, vamos a llegar a España y voy a ayudar a mi familia”. El pequeño lo consiguió: llegó sano a las islas, estudió e hizo su vida en Asturias, donde acabó trabajando como ayudante de cocina. 

Octubre de 2023. Diecisiete años más tarde, Mamadou Ka volvía a estar apretujado en una barcaza atestada de personas. De nuevo, intentaba quitarse de la cabeza la posibilidad de morir mientras escuchaba el llanto de sus compañeros. Pensaba en ese niño que fue y en todo lo que había vivido desde entonces.

Mamadou Ka es una de las 32.436 personas que han llegado al Archipiélago por mar en lo que va de 2023,  pero también fue uno de los 31.678 migrantes que alcanzaron Canarias en 2006 durante la llamada crisis de los cayucos, cuyas cifras de entradas irregulares han sido superadas este año por primera vez en la historia. 

El joven llegó como menor de edad y, tras estudiar en un instituto público de Gijón y formarse como ayudante de cocina, renunció a su vida en España por la misma razón que le empujó a arriesgar su vida en el Atlántico: ayudar a su familia. 

En 2012, cuando Mamadou tenía 20 años, su padre enfermó. Las llamadas de su padre le hicieron concluir que hacía más falta allí que aquí. Y regresó. Tras años cuidándolo no pudo volver a España para renovar su tarjeta de residencia y perdió la posibilidad de regresar. Compró varios terrenos y parecía que su nueva vida en Senegal iba bien, hasta que empezó a tener problemas en sus negocios. La inestabilidad despertada en el país en los últimos años, tras la orden de arresto contra el líder de la oposición, le empujó a tomar una nueva decisión.

Cada semana conocía el caso de un nuevo amigo o vecino que se había lanzado al Atlántico. Y optó por volverlo a intentar. Quería recuperar su vida en España. Volvería a subirse a un cayuco. 

En 16 de octubre llegó a El Hierro y, cerca de una semana después, fue trasladado a Madrid. Ahora vive en el centro de acogida para migrantes ubicado en Pozuelo de Alarcón, mientras busca otro lugar para quedarse, otra oportunidad para volver a empezar. 

Destaca la fluidez con la que habla español. Sus compañeros del centro de acogida se acercan a él como si fuese un trabajador social más. Le piden ayuda en un momento en el que se encuentran perdidos. Él se siente útil acompañándoles en cualquiera de sus gestiones o dándoles algunos consejos sobre los posibles pasos a seguir. Las palabras coloquiales que utiliza y la seguridad con la que se mueve este joven senegalés escasas semanas de su llegada en cayuco denotan que Mamadou Ka ya había estado aquí antes. 

Le pedimos que nos cuente su historia paso a paso. Este es su testimonio en primera persona: 

La decisión

Tenía 14 años cuando tomé la decisión de subirme a un cayuco por primera vez. Mi familia tenía problemas, no tenían dinero suficiente para comer ni para pagar los estudios de mis hermanos. En ese momento, mi padre no tenía dinero, no tenía para vivir ni para sacar adelante a la familia. Al principio trabajaba en el sector de la pesca, compraba pescado a los pescadores y él lo vendía en los mercados, pero cada vez había menos pescado y la economía estaba fatal. Probó suerte en la agricultura, pero tampoco le iba bien. 

Me escapé por mi propia cuenta y no le dije nada a nadie. Si se lo decía a mi madre, no me iba a dejar hacerlo. Si avisaba, mis padres iban a tener mucho miedo. Pensarían que iba a morir. Y yo tenía confianza en llegar vivo. No quería preocuparles.  

El primer viaje

Sabía que un amigo mío iba a viajar con su padre, que tenía un cayuco. Le dije que quería ir con ellos, pero su padre se empezó a reír. Me dijo que si estaba loco por querer irme solo, con solo 14 años. Yo le insistí. Le dije que no pasaba nada, que sus hijos eran mis amigos y también se estaban yendo. Insistí en que había más menores, pero me dijo que se lo tenía que decir a mi padre. Yo me negué.

Él pensó que la discusión se había acabado, que no viajaría con ellos, pero yo no lo iba a dejar así. Sabía cuándo planeaban marcharse. Esperé a que oscureciera y me metí en el cayuco. Cuando él vino y me vio ahí dentro y ya no me pudo echar. ‘No me voy a bajar, aunque me mates, yo no voy a bajar porque quiero ayudar a mi familia y que pasen los momentos duros que están viviendo’, recuerdo que le rogué. Sentía que irme era una responsabilidad. 

Pero ese día no conseguimos llegar a España. Tuvimos que intentarlo tres veces. La primera vez que nos metimos en el cayuco, la mar estaba muy mal, tenía unas olas que flipas. Pasó lo mismo la segunda vez. El camino estaba muy jodido. Recuerdo que había personas que eran mucho más mayores que yo que estaban llorando. Habían dejado atrás a sus hijos y estaban llorando recordándolos. Estaban muy nerviosos. 'Vamos a morir porque el barco se va a joder. Vamos a volver a Senegal', dijeron.

Las noches son muy difíciles. Oía niños que estaban llorando y, cuando abría los ojos, no los veía. Solo había oscuridad. Cuando te levantas por la mañana, es como si no hubiera pasado nada. No pasa el tiempo. La gente discutía porque se estaba rompiendo el cayuco. Y otra vez volvimos. 

La tercera vez fue cuando conseguimos entrar en España. Había personas a las que conocía de mi pueblo y ellos se hicieron responsables de mí. Me daban de comer. A la hora de dormir, me decían que me echase bajo una especie de lona. Algunos tenían heridas en las piernas, en las manos, provocadas por el agua salada. Había gente en el cayuco que perdió la cabeza, porque solo ves agua. Miras a todos lados, solo ves agua, no ves a nadie. La gente mayor estaba llorando todo el rato. Eso también me puso muy triste porque yo era el más pequeño y me preocupaba ver a la gente llorando.

Algunas personas perdían la cabeza, decían que querían volver a casa o se querían echar por la borda. Otros decían que les estaba llamando su madre… Un día tuvieron que atar a un hombre que le decía a la gente que eran vampiros que le querían morder. Eso también me daba un poco miedo.

Me preguntaba: ¿Qué está pasando? Pero me repetía: ‘No pasa nada, vamos a llegar a España muy pronto y vas a ayudar a tu familia'. El día once nos despertamos y vimos las Islas Canarias. Salvamento Marítimo vino a salvarnos. 

La llegada

Los tres primeros días echaba mucho de menos a mi madre. Pensaba: voy a tener que volver porque: ¿Cómo voy a estar solo en este país sin mi madre, sin ninguna persona? Pensaba en lo preocupados que estarían mis familiares, que aún no sabían dónde estaba y no podía hablar con ellos.

En ese momento, para hablar con mi familia, tenía que llamar a un locutorio y el dueño mandaba a un chaval para que fuese a mi casa para que fuese alguien a la tienda. Y tardaba mucho. Cuando conseguí hablar con mi madre, se puso a llorar. Me decía que no había podido comer nada, que no había podido dormir. Mi padre me dijo que siempre andaba por la calle buscándome, preguntando si alguien me había visto.  

Estudiar en Gijón

Estuve casi un mes en un centro de acogida de Tenerife, pero de repente nos dijeron que nos iban a repartir por distintas comunidades autónomas. A mí me tocó Asturias. Fue un poco complicado porque llegas a un sitio que no conoces nada y, cuando te empiezas a adaptar, cuando ya tienes amigos, te cambian a otro lugar. Pero luego me acostumbré. 

En el centro de Asturias nos obligaban a hablar en español entre nosotros todo el rato. Entonces me pareció muy duro, pero así aprendí rápido y me ayudó mucho a adaptarme. Además de Senegal, hice amigos de Gambia, Mali, Nigeria, Ghana… y también españoles.

Me gustaba mucho jugar al baloncesto, porque solían organizar torneos con distintos institutos y conocía a mucha gente nueva. También me hacía mucha ilusión quedar con mis amigos españoles, porque cada día que salía con ellos aprendía palabras nuevas de español. Me acuerdo de Pablo y Nacho. Sus padres solían pasar a recogerme al centro para llevarme al colegio. Me apetece volver a verles.

Más adelante, me formé como ayudante de cocina y conseguí un trabajo en los restaurantes y hoteles del Grupo Covadonga de Gijón. Todo me iba muy bien allí, enviaba ayuda a mi familia, a mi padre le empezó a ir mejor en el trabajo… Pero en 2012 mi padre se puso muy enfermo. Me llamaba para decirme que volviese, que estaba muy mal, que no quería morirse sin disfrutar de mí.

Me llamaba muy preocupado y yo me agobiaba mucho. Era muy duro para mí, me sentía egoísta. Siempre estaba pensando en mi familia. Pensaba que qué sentido tenía seguir en España si había venido para ayudarles. Mi padre me decía que creía que se iba a morir pronto. Me echaba de menos y lloraba día tras día para que yo volviese. Empecé a tener ansiedad, pasaba muchas noches sin dormir. Me encontraba mal y dejé el trabajo.

Un día, estaba con mis amigos de fiesta y tomé la decisión. Decidí marcharme.

Volver a Senegal

Cuando volví a Senegal después de tanto tiempo fue muy difícil. Por un lado, estaba muy feliz por ver a mi familia, pero todo era muy diferente a la vida a la que me había acostumbrado en España. Mi madre y mi padre estaban contentísimos y ese día casi montaron una fiesta, pero yo casi ni podía hablar en mi lengua nativa. La había perdido. Cuando quería decir algo en wolof, no lo sabía decir. Me costaba mucho comunicarme con mi familia, pero ellos me entendían, me decían que era normal y me ayudaban a recuperarlo poco a poco, con mucho cariño. 

Todo era un gran cambio. A veces me quedaba todo el día sin salir de mi casa y no sabía qué hacer. Había mucha gente que no reconocía o que no recordaba cómo se llamaba. Algunas personas habían cambiado, se habían hecho mayores, me volvía un poco loco. Era increíble volver a un país y sentir que había perdido casi todos los vínculos.

Me perdía para ir a los sitios a los que solía ir de pequeño. Cuando salía a la calle, mi hermano me indicaba dónde ir. El primer día que llegué no recordaba dónde estaba mi casa. Tuve que quedarme en Dakar cinco días sin poder ir a mi ciudad porque no sabía ni cómo hacerlo. 

Mi hermano se reía de mí. Me decía: “Ahora mismo tú no sabes nada de Senegal. Tú eres un español”. Y, también ahora, hay amigos que me dicen “tú no eres de Senegal, tú eres de España”. 

Cuando me fui acostumbrando, fui estando mejor. Estaba orgulloso por estar cerca de mi familia, por acompañar al hospital a mi padre y pasar tiempo con él. Pasó un tiempo muy enfermo pero al final fue mejorando. Mi padre tenía algunos terrenos y, con el dinero que tenía ahorrado de mis años en España, compré maquinaria y sistemas de riego para dedicarme a la agricultura. Durante años me iba bien, me daba para comer y ayudar a mi familia.

Pero en 2018 todo se empezó a torcer. Mi padre falleció y un tiempo después mis negocios empezaron a ir mal. Como se dedicaba a la política, algunos vecinos empezaron a pagar conmigo sus problemas con él. Me llegaron a aparecer destrozadas varias cosechas porque le echaban algún producto tóxico. Intenté salir adelante varias veces, pero no llegaba a levantar cabeza y me quedé sin dinero. Vendí las tierras e intenté dedicarme a la pesca, pero apenas había pescado. En 2022, decidí irme. Pero mi madre me convenció para quedarme.

Este año no pude más. Ahora, además, apenas hay libertad en Senegal. Los jóvenes están siendo detenidos por ir a manifestaciones y decir lo que piensan. Me di cuenta de que mi país ya no es lo que era. Toda la gente se estaba marchando a España. Cada día me enteraba de una nueva persona que se había ido.

Pero esta vez quería irme con el permiso de mi madre. Le dije: “Mamá, desde hace unos años, mi único pensamiento es volver a España. Ya me he quedado mucho tiempo aquí, lo he intentado pero las cosas no van bien y no funcionan. Si yo no trabajo no hay nadie que te ayude y hace casi tres meses que yo no trabajo”. Ella me dijo que me entendía. Me dio su bendición. También se la dio a mi hermano pequeño.

El último viaje

Mi tío consiguió un barco para sus hijos y yo fui con ellos. No me importaba morir, porque la única función que tengo en la vida es ayudar mi familia, que tengan algo de comer. Por eso, para mí, como para tantos, había dos opciones: volver a España o morir. 

Tardamos seis días en llegar. Fue mucho más tranquilo que la otra vez. No hubo peleas, aunque algunos sí tenían mucho miedo. Llegamos a las tres de la madrugada del día 16 de octubre. Decidimos quedarnos en el cayuco hasta que amaneciese cuando divisamos El Hierro. Y, cuando empezaba a amanecer, nos acercamos a España con tranquilidad. 

El traslado a la península también fue mucho más rápido. Una semana después de llegar, ya estaba aquí, en Madrid. 

Ahora qué

Podría parecer que, como ya he estado en España, es más fácil para mí salir adelante. Y puede ser, por el idioma, pero llamo a mucha de la gente que conocía y no me cogen el teléfono o no tienen lugar donde poder acogerme. Ahora estoy solo conmigo mismo. En el centro de acogida me puedo quedar unos meses hasta que encuentre un lugar donde quedarme, pero no sé qué voy a hacer todavía. Me gustaría arreglar mis papeles y trabajar en el campo, que es lo que mejor sé hacer.

Mi hermano también ha llegado a Canarias hace poco. Es menor de edad, tiene 14 años, la misma edad que yo tenía cuando vine por primera vez.

Ahora tiene que empezar de cero. Y yo también, otra vez.

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