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Las mujeres que desafían la pobreza, el machismo y el cambio climático con huertos urbanos en Ecuador

A Fabiola Rosero le dijeron una y otra vez que aquello era una “pérdida de tiempo”, que no podía “dejar botado [tirado] al marido”. Que su obligación era “atender la casa”. También se lo repetían a Rosa y a otras muchas mujeres que forman parte de la red de agricultura urbana de la ciudad de Quito que, desde 2002, permite a muchas personas en situación de vulnerabilidad, sobre todo mujeres, mejorar su soberanía alimentaria y empezar un negocio sostenible.

El proyecto Agricultura Urbana Participativa (AGRUPAR) arrancó con una pequeña huerta a los pies del Panecillo, el monumento turístico a la virgen que vigila la ciudad y que, según dicen muchos quiteños, da la espalda a los barrios más marginales del sur. Ahora, 15 años después, hay 3.500 huertos orgánicos dispersos en varios puntos de la geografía urbana de la capital ecuatoriana.

La iniciativa ha sido premiada con el galardón Impulso para el Cambio concedido por la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP23), que se ha celebrado en Bonn (Alemania) hasta este viernes. Este premio reconoce acciones innovadoras y replicables que cumplen con los compromisos sobre cambio climático del Acuerdo de París y con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS).

“Me he liberado, ya no estoy esclavizada en el hogar”

Fabiola siempre trabajó como ama de casa y, durante algunos años, enfundando caramelos. “Con este proyecto me he liberado. Ya no estoy esclavizada en el hogar”, cuenta mientras coloca con mimo el maní [cacahuete] y otros frutos secos que vende en una de las 17 bioferias semanales organizadas por AGRUPAR. Trabaja en equipo con sus dos hermanas. Todo sus productos salen de la huerta de su hermana mayor.

Fabiola y Rosa le dan el valor añadido en la cocina de su casa, que es su micro fábrica. Sus familiares, sobre todo sus maridos, han pasado de criticarlas a ayudarlas. “He aprendido a valorarme, a demostrarme que no soy inútil. Ya no estoy esclavizada en el hogar”, repite Rosa, de 58 años. “Hemos creado un grupo de apoyo entre mujeres para aprender de la mano”, explica.

Alrededor de 4.000 agricultores urbanos, periurbanos y rurales participan en el proyecto. Más del 80% son mujeres. Una de las claves del éxito y la longevidad de esta iniciativa radica, dicen, en cómo se coordinan los propios productores para garantizar que el proyecto sea sostenible. Montan y desmontan las bioferias, transportan su mercancía, idean mecanismos participativos para mantener sus estándares de calidad y buscan soluciones comunitarias a sus necesidades. En las mingas [jornadas de trabajo en comunidad], construyen invernaderos y contactan con las compañeras que tienen plántulas listas para sembrar.

Teresa Ramírez tiene 69 años y trabaja desde los nueve. Ha convertido el patio de su casa, situado en una parroquia rural e indígena de la ciudad, en su sostén económico. Allí cultiva hortalizas orgánicas desde hace ocho años. “Lo que crece en el huerto, va directo a la olla. Ahora somos autosuficientes. También, tengo otro trabajo, preparo comida para la escuela con los propios productos de mi huerto”.

El 53% de la producción de AGRUPAR se destina al autoconsumo y el 47% a la comercialización. Esta está coordinada por el ayuntamiento, que también se encarga de la formación y del seguimiento técnico del proyecto.

Huertos urbanos como antídoto contra el hambre

La agricultura urbana y periurbana, según la Organización de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO), permite dar respuesta a una gran diversidad de retos que afrontan las ciudades como la participación ciudadana, el ordenamiento del territorio, la seguridad alimentaria y el combate a la pobreza. Un 30% de los habitantes de Quito viven con sus necesidades básicas insatisfechas, según datos del ayuntamiento. La pobreza extrema afecta al 7% y casi un tercio de los menores de cinco años padece desnutrición crónica.

Debido al aumento de la migración del campo a las ciudades, la demanda urbana de alimentos se incrementará y se podrían generar problemas de suministro, algo a tener muy en cuenta en ciudades como Quito, muy dependiente del abastecimiento exterior y con posibilidades de sufrir una catástrofe ambiental al estar rodeada por volcanes.

“El último año vendimos unos 300.000 dólares. Es chévere porque el dinero se queda aquí. Estamos haciendo un estudio sobre la política alimentaria de Quito. El 5% de lo que se consume aquí es local. El otro 95% viene de fuera”, explica Pablo Garófalo, uno de los técnicos del ayuntamiento de Quito que trabaja en la comercialización con AGRUPAR.

Como reconoce el premio de la COP23, estos huertos no son un mero pasatiempo: contribuyen a mejorar la soberanía alimentaria, combatir el cambio climático y fortalecer el tejido social y la economía local, respetando los saberes ancestrales de la población.

Así, técnicos y agricultores intercambian lo aprendido. Normalmente no siembran un día antes del Día de Difuntos, “porque el muerto se lleva la semilla”. Muchos siguen moliendo en piedra y secan los productos en hornos de leña. Otros han recuperado productos ancestrales que se estaban perdiendo como la oca, la mashua, la jícama y otros tubérculos que los más jóvenes no conocían.

Según cifras oficiales, durante estos 15 años se ha capacitado a más de 19.300 personas y sus productos han llegado a más de 100.000 consumidores. Y tratan de responder a sus demandas. “Ahora tenemos más de 40 tipos de hortalizas orgánicas y alrededor de 105 productos transformados de panadería, galletería o snacks”, señala Garófalo.

“Ya no espero que mi esposo me dé dinero”

Reducir y aprovechar los desperdicios ha sido otra de las bases del proyecto. La sobreproducción se soluciona transformando los excedentes en mermeladas y otros productos derivados. También se autogestionan el abono, como María Esther Pumisach, que regenta su propia granja. “Aprovecho los animales para tener mi propio abono y vendérselo a las compañeras. Yo sé de dónde proviene mi abono. No tiene productos tóxicos”, explica.

María Esther es otra veterana de la iniciativa. Empezó con un huerto y luego se lanzó a criar animales. Los primeros pollos los compró junto a otras cinco personas. Su primer cerdo se lo regaló el proyecto. Ahora, 10 años después, María Esther gana unos 200 dólares el mes que menos, pero a veces llega hasta los 700. Como Rosa o Fabiola, ha encontrado en sus cultivos y productos una válvula de escape para ser autosuficiente. “Me gestiono yo misma y ya no espero que mi esposo me dé (dinero). La vida me ha cambiado bastante”.