Paredes húmedas y latas de cerveza sin vender debajo de una litera: “Nos sentimos como en una cárcel”
En uno de los portales estrechos de la calle Argumosa, en el corazón del barrio madrileño de Lavapiés, viven Nahid y Salauddin. Comparten un piso muy pequeño, y ahora también el confinamiento, con otros cinco migrantes de Bangladesh. La pandemia y las calles vacías les han quitado su único y precario modo de vida, vender latas de cerveza en la calle.
Al final de un pasillo diminuto lleno de puertas, Nahid y Salauddin dan la bienvenida. Ambos visten el lungui, una prenda típica bangladeshí, y van en chanclas. Apenas hay espacio para ofrecer un asiento en su habitación colorida y abarrotada de muebles; una mesita de noche llena de papeles y un altavoz, una cómoda sobre la que descansa un espejo viejo y algunos productos de higiene. Montones de mantas gruesas y telas sobre una litera de hierro roja donde hay algunos trapos y camisetas tendidas, el colchón desnudo.
Avanza la quinta semana de confinamiento y ambos admiten que hay días que estas paredes húmedas les vencen, se sienten atrapados, “como en una cárcel”, luchando por no “volverse locos”. Pasan el día conversando entre ellos, rezando, hablando con su familia —los mensajes de WhatsApp no paran de sonar durante la entrevista— y leyendo sobre el avance de la epidemia en Bangladesh, en cuyos datos oficiales dicen no poder confiar, y pidiéndole a Dios que esto termine pronto y puedan volver a vender en las calles.
Nahid ríe y saca de debajo de la cama una bolsa llena de latas verdes de cerveza. Son las que guardaba para tratar de vender el día que comenzó el estado de alarma y las calles se vaciaron. “Con lo que vendíamos se nos hacía muy difícil sobrevivir, no podíamos permitirnos ni comprar tabaco”, cuenta Nahid, de 31 años. Llegó a España hace apenas cinco meses en patera después de un viaje insoportable por el desierto africano. Por el momento no tiene papeles y dice que, aunque tuviera dinero para ello, “no puedo ni ir a hacer la compra porque puede pararme la Policía”.
La incertidumbre de quienes viven al día
Para los que viven al día en la economía sumergida no existe el teletrabajo, ni los días libres, ni las ayudas. Entre la venta clandestina de bebidas a jóvenes y turistas, y la de algunos juguetes para niños como esos molinillos luminosos que de noche invaden la Plaza Mayor, explican que son capaces de conseguir cerca de 300 euros cada mes.
Con esa cantidad, que apenas supera el tercio del sueldo mínimo, no pueden mandar nada a Bangladesh, no tienen ahorros. Todo se lo come la compra de alimentos y el alquiler que, víctima de la gentrificación en el centro de Madrid, cada vez sube más, cada vez hace más pequeño este piso de apenas tres habitaciones que comparten siete personas.
Cuatro de ellos trabajan en fruterías del barrio, y así han ido saliendo adelante durante esta precaria cuarentena. Hay una bolsa llena de limones sobre uno de los muebles. “Hemos tenido que pedir prestado a algunos amigos, y estamos preocupados por qué podemos comer cada día”, continúa Salauddin, que tiene 43 años y la tarjeta roja de los solicitantes de asilo. A la incertidumbre de su día a día se le suma la de cómo la epidemia podrá afectar a su mujer e hijos en Bangladesh, de donde cuenta que huyó hace cinco años cuando su posición política puso su vida en juego.
Salauddin procede de Munsigonj, la misma provincia en la que nació Rabbi Alam, intérprete de esta conversación. Amenazado, se unió al desplazamiento forzoso de millones de personas que en 2015 puso a prueba la unidad y solidaridad europea y cruzó Oriente Próximo para lanzarse al Egeo desde Turquía. Pasó tres años en Italia, donde trabajó un tiempo en un restaurante coreano, pero finalmente vino a España porque allí “era casi imposible conseguir papeles y vender en la calle”. Lleva ya un año y medio en Lavapiés.
Nahid hizo una ruta diferente, voló a Senegal y atravesó el Sáhara en todoterreno para alcanzar Europa. Llegó a las costas de Motril y rápidamente subió a Madrid, donde comenzó a vender latas de cerveza. Es el único trabajo que ambos han podido desempeñar desde que están aquí. Sin papeles, no pueden más que vivir escondidos.
“La gente de Bangladesh somos despreciados por las instituciones españolas”, continúa Salauddin. Cuando termine el estado de alarma y la vida trate de recuperar su normalidad, volverán a salir a la calle, aunque señalan la constante presión policial sobre ellos: “Muchas veces nos ponen multas y nos quitan nuestros productos”. No pueden hacer frente a estas sanciones, y que les confisquen las latas para ellos supone una pérdida importante. Además, acumular multas dificulta el acceso a obtener documentación.
Están asustados, como todos, por este virus que ha paralizado medio mundo. “Tenemos más riesgo por las condiciones en las que vivimos”, continúa Nahid. Vino de Bangladesh porque una plaga mató a todos los animales de su granja, y acumuló grandes deudas con el banco, que le amenazó con la cárcel, según su relato. Esta situación le hizo dejarlo todo y ahora a miles de kilómetros, otra peste invisible le encierra y le deja sin ningún recurso, sin nada más que la ayuda de los demás. “Pedimos que nos regularicen, queremos papeles”, insisten ambos.
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