Habían pasado pocas horas desde la movilización que rechazaba el asesinato de los dirigentes sociales y la corrupción política en Tumaco (Colombia). Hace 11 días, dos hombres entraron en la vivienda de Yeni Montaño y la asesinaron. La líder afrocolombiana trabajaba con comunidades desplazadas en la zona, uno de los epicentros de la población negra al sur del país, en la frontera con Ecuador, que cuenta además con miles de hectáreas de cultivos de coca.
“Ayer asesinaron a otra compañera”, dice con el rostro serio Charo Mina Rojas a su llegada a la oficina de la ONG Alianza por la Solidaridad (ApS). La paz que hace un año se firmó no llega a los territorios donde vive su comunidad, dice. “Se está volviendo a ver una violencia brutal como hace años en estas zonas de un gran interés económico”, alerta la activista afrocolombiana.
Mina fue una de las responsables del capítulo sobre etnias del acuerdo de paz que hace un año firmaron el Gobierno de Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) para poner fin a más de 50 años de conflicto armado que causaron la muerte de casi un millón de personas, 160.000 desaparecidos y el desplazamiento de casi siete millones de personas.
En estas negociaciones también estuvo Camila Cienfuegos, exguerrillera. Un año después de la firma, su conclusión es la misma: el proceso de paz “no puede avanzar” mientras bandas armadas estén ocupando los territorios y cobrándose la vida de los defensores.
“Mientras sigan asesinando a lideresas y líderes campesinos, afros, indígenas, a la insurgencia, a todo aquel que quiera un cambio estructural en nuestro país; mientras no se cumpla la implementación y los exiliados no puedan volver a sus territorios, no podemos hablar de paz”, comenta Cienfuegos, que se enroló en la guerrilla con 14 años. Según Global Witness, al menos 37 activistas del medioambiente fueron asesinados en 2016, un 40% más que el año anterior.
“El mayor reto es mantenernos vivos sin que las jóvenes sean asesinadas y violadas, mantener niños sin armas en sus manos en Buenaventura. La aspiración de paz la tenemos todos, pero los retos son enormes”, apostilló Minas en un seminario organizado por la ONG el pasado jueves.
Las dudas siempre estuvieron en la implementación. Y esta sigue siendo la asignatura pendiente. Denuncian que la jurisdicción especial establecida en el acuerdo para juzgar los crímenes cometidos en la guerra aún no está en marcha, los servicios básicos no llegan a algunas zonas y el ritmo del programa de sustitución de cultivos ilícitos es “lento”.
“Se está erradicando la coca porque lo hacen los militares, pero la parte de la sustitución para que puedan sobrevivir no se está cumpliendo tanto. Además la producción de coca se disparó en 2016 hasta las 146.000 hectáreas”, comenta Eliana Romero, responsable de Alianza por la Solidaridad en el país.
Ese negocio pretenden controlarlo ahora grupos paramilitares que ocupan los territorios tras los “vacíos” que dejaron los exguerrilleros, provocando el desplazamiento de centenares de personas, sobre todo de la comunidad afro e indígena, que dice sentirse desprotegida. “El Estado no está presente”.
“El Gobierno quiere una paz neoliberal”
Aída Quilcué, activista indígena también presente en las negociaciones de La Habana (Cuba), denuncia que algunas zonas habitadas por las comunidades locales, una de las más expuestas a la violencia, están siendo testigo de un aumento de la presencia militar. “Se están remilitarizando los territorios, no para cuidar a los campesinos, indígenas y afros sino para coparlos y empezar su práctica de la economía neoliberal. Lo vemos en el Chocó y en todo el suroccidente colombiano”, denuncia.
Quilcué considera que la firma de los acuerdos fue “un paso importante”, pero la visión de las comunidades indígenas es diferente a la del Gobierno de Santos.“Nosotros queremos la paz concebida como armonía en el territorio, pero el Gobierno quiere una paz neoliberal. Dice que los vacíos que dejó la guerrilla nos sirven para aplicar el desarrollo económico. Y aunque las concesiones de mineras e hidrocarburos ya se estaban produciendo, ahora se materializan”, señala.
“Los exguerrilleros vivimos bajo la amenaza latente”
Otro de los temas más controvertidos del proceso fue el de la reinserción de los excombatientes de las FARC en la vida civil. Cienfuegos considera que padecen “inmensas dificultades” y no cuentan con “suficientes garantías” de seguridad tras retirarse de los territorios. “Estamos expuestas a bandas emergentes a nuestro alrededor, hace unos días asesinaron a dos personas con fusil, cuando se supone que ya no hay sectores armados. Es una amenaza latente”, resume.
Asimismo, la exguerrillera denuncia que “no se están garantizando los derechos” contemplados para facilitar la reincorporación de los excombatientes, como los derechos a “la salud, a la educación y a ejercer la política”. “No hay escuelas adecuadas, no hay jardines de infancia en nuestros territorios. La reincorporación no ha sido lo que uno esperaba”, explica.
Pero Cienfuegos se muestra optimista. “Es posible una paz estable y duradera”, sostiene la ahora dirigente del partido político de las FARC. “Poder llegar a una casa y que la gente no se asuste, eso también es construir la paz. Ahora nos encontramos con las comunidades y ven que también somos parte de ellas, que retornamos sin armas, con la palabra. Tenemos que dejar atrás los odios para poder hablar de reconciliación y dejar la diferencia a un lado para que la implementación sea posible”, concluye.
El revés a la justicia para la violencia sexual
“La paz sin mujeres no va”, exigieron las organizaciones de feministas al presidente Santos al inicio del proceso. En 2014, cuando se abrió el capítulo de las víctimas, lograron que se estableciera en la mesa de negociación de La Habana una subcomisión de mujeres que pudo revisar con una mirada de género el acuerdo. En ella estuvo presente también Pilar Rueda, antropóloga y asesora de la secretaría ejecutiva de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), creada tras las negociaciones.
“Las mujeres pusieron rostros e historias a cifras que ya venían circulando en la mesa. Ellas habían vivido de forma particular la guerra, y había un tipo de ataques que les afectaban de forma desproporcionada, como el desplazamiento forzado”, recuerda.
Durante el proceso recibieron los ataques de los sectores más conservadores de la sociedad colombiana. “Cuando se votó el plebiscito, uno de los elementos más atacados por la Iglesia y la derecha fue el enfoque de género. Argumentaron dos cosas profundamente mentirosas que no supimos enfrentar: que promovía el homosexualismo y también, que destruye la familia tradicional”, explica.
Se estima que al menos 12.092 personas han sido víctimas de delitos contra la libertad sexual durante la guerra. Uno de los logros de la subcomisión de género fue que el sistema de justicia transicional creado ad hoc fuera a juzgar los delitos de violencia sexual cometidos por todos los actores armados. El pasado miércoles, señala Rueda, esta victoria sufrió un revés. Durante el debate sobre la ley que da forma a esta jurisdicción, el Senado aprobó una propuesta del partido Centro Democrático, del expresidente Álvaro Uribe, que en la práctica, dice Rueda, excluye a los que han cometido delitos sexuales contra menores, que pasarán a la justicia ordinaria.
“Es terrible para las víctimas que pelearon para que quedara como un delito explícito con sus propios mecanismos de investigación, porque la impunidad en la justicia tradicional en temas de violencia sexual es fortísima”, opina la antropóloga. “Excluirla es una cachetada muy fuerte, porque impide claramente a las víctimas que conozcan la verdad, que sus victimarios sean sancionados y que se les pueda reparar. Este iba a ser su espacio. La justicia ordinaria, en estos delitos, no funciona, ha sido profundamente machista, racista y clasista”, lamenta. “Es tan serio, tan grave...Se ha abierto un hueco enorme de impunidad”, corrobora Minas.
Rueda apunta que los delitos sexuales son “uno de los pocos que no se han reducido desde que se firmó el acuerdo”. En 2016, “aumentaron un 8,3% en la casa y en la escuela”. Así, la asesora recuerda que la violencia contra las mujeres “no se la inventó la guerra”. “La hace más cruel, se vuelve un instrumento, se normaliza mucho más. Pero no hay mujer en Colombia que no esté en riesgo”, esgrime.
Para ilustrarlo, asegura que, cada año, 22.000 mujeres y menores buscan asistencia sanitaria por abusos sexuales. “Más o menos 15 al día. Los principales agresores son sus padres, padrastros, sus hermanos, etc. Solo el 0,08% de la violencia corresponde a la que se produce en el conflicto armado”, prosigue.
A pesar de las dificultades y la lentitud en la implementación denunciadas, Minas, Cienfuegos, Quilcué y Rueda coinciden en la importancia de apoyar el proceso iniciado hace cinco años. “Poder pensar que hay menos personas en armas, no saben lo que significa. Pensar que el hospital no está lleno de heridos, que cada vez hay menos minas antipersona, que hay desplazamiento, pero no en las dimensiones en las que lo había. La crisis humanitaria era desproporcionada”, comenta la antropóloga.
Y concluye: “¿Se ha resuelto todo? No. ¿Se han reducido los homicidios? Sí. ¿Los ataques ahora son focalizados? También. ¿Hay que pelear contra la impunidad? Claro. No es posible que se nos siga señalando a los defensores, tenemos que cambiar el modelo de desarrollo...pero eso va a ser mejor sin balas y con mayor democracia”.